6 de noviembre 2021
Cualquier persona razonable sabe que en Nicaragua no habrá elecciones este fin de semana. Lo que se proyecta es una simulación costosísima para encubrir el abuso de poder y refrendar al régimen autoritario mediante un fraude.
Es como la sucesiva coronación de Teodoro Obiang Ngema Mbasogo en Guinea Ecuatorial desde que destronó a su tío en 1979. El también hace fiestas electorales: siempre las gana. Las reglas del juego no permiten otro resultado. Lo más seguro es que las hará hasta su muerte.
La pregunta del millón es por qué resulta efectivo un ejercicio de simulación tan burdo.
Todo el mundo sabe que lo de Guinea Ecuatorial es una farsa electoral y que el “Único Milagro de Guinea Ecuatorial” –uno de los títulos del multifacético dictador— es un gobernante ilegítimo. No obstante, ahí sigue, con su petróleo y su madera, con sus escándalos, y con su Partido Democrático (que así se llama), ejerciendo como jefe de Estado de una nación que pocos conocen. Ngema Mbasogo ha tejido un tenebroso régimen de trampa, robo, violencia e impunidad, mientras que incrementa sus riquezas con la necesaria complicidad de agentes del sector privado y socios públicos (tanto nacionales como internacionales). Ngema Mbasogo es un paria en el mundo democrático, pero es un paria que perdura y que sigue en posesión de la Presidencia. Ante la ocasional condena internacional, ha aprendido a no inmutarse, demostrando que la impunidad paga y que la indiferencia y la inacción son complacientes con su régimen criminal y de expoliación.
No traigo a colación el referente africano para argumentar que Nicaragua y Guinea Ecuatorial son iguales. Sus historias son muy diferentes, las tradiciones son distintas, y sus ciudadanías se expresan y reclaman de maneras disímiles. Me refiero a la situación ecuatoguineana como una forma de advertencia: la tolerancia y la complacencia de parte de la comunidad internacional y de algunos grupos del sector privado con la arbitrariedad y la ilegitimidad de Ngema Mbasogo se extienden en el tiempo, como si nada. Hoy es normal: se sabe que Ngema Mbasogo gobierna de manera extraordinaria y arbitraria, pero ahí está y todo parece indicar que ahí se quedará.
La actitud pasiva sale cara, es una afrenta a los valores democráticos que tanto se predican y se exigen; en últimas, es una forma de connivencia con la arbitrariedad y las violaciones a los derechos (civiles, políticos, económicos, sociales y culturales) de un pueblo. La condena no puede ser solo cuestión de discurso o de realidades virtuales; demanda acción consecuente con la defensa del Estado del derecho y el respeto por los derechos humanos.
Por qué se instalan las mentiras…
Si se sabe que lo del domingo no es una elección, ¿por qué siguen hablando de elecciones y, peor, por qué hay posibilidad de que el resultado de la mentira cuaje o pegue?
La omisión, la distorsión, la falsificación y la invención de hechos confluyen para producir versiones difundidas oficialmente que, progresivamente, toman fuerza y generan una “especie de penumbra psicosocial donde se entremezclan lo real y lo ficticio, y donde los fantasmas terminan imponiendo su ley al conocimiento, hasta el punto de que algunas personas y grupos llegan a creerse las mentiras que ellos mismos han fabricado” (Martin-Baró, 2003). Por ejemplo, en algunos meses se puede instalar la siguiente mentira: el pueblo nicaragüense volvió a elegir en 2021 al binomio Ortega-Murillo para gobernar por un periodo más.
En Nicaragua, la mentira dejó de ser un problema individual y se transformó en un fenómeno colectivo que demanda atención. Las mentiras se entremezclan con historia, producen historias y esconden la verdad. La mentira está tejiendo futuro para un régimen autoritario.
La irradiación de la mentira no es solo función de los mentirosos o las fábricas de mentiras, sino que se relaciona con la conducta de quienes la reciben. Las motivaciones para creer o ignorar una mentira son variadas, pueden responder a la ignorancia, la necesidad de creer en algo (o en alguien), la sustitución inadvertida de una mentira por otra versión falsa, la necesidad de sustituir una verdad incómoda, o la persuasión por simpatía o por autoridad, entre otras.
El efecto de la mentira está asociado al tránsito que se le dé, es decir a la manera como se procesa, y a la reacción individual o social que se exprese frente a la mentira. A manera de ilustración, consideren la diferencia entre el recorrido de una mentira que se enfrenta al rechazo inmediato, contundente y en masa de un auditorio; aquella que levanta la ira de una solitaria mujer que grita con razón que lo que se dice es falso (pero que es acallada por el público o excluida del espacio a la fuerza); o una cadena de mentiras que es acogida por el silencio pasivo del público (quizás no convencido, pero silencioso, al fin y al cabo). El tránsito y el efecto de la mentira en las tres situaciones son distintos.
Parte del poder de la mentira radica en que la pasividad contribuye a su difusión e implantación. Sea como resultado de ingenuidad, indiferencia, obediencia o inercia, la recepción pasiva de la mentira implica complicidad social que contribuye a su apogeo.
Para imponerse, a veces es suficiente que la mentira sea recibida sin rechazo explícito; así, se instala de manera escurridiza. La connivencia y la actitud permisiva con la mentira son suficientes para su implantación como elemento institucional.
Un primer paso para confrontar la simulación
Definir la mentira es nombrarla: ponerle nombre a lo que no es cierto, para que no pase inadvertida la operación. Nombrar la mentira no es cosa fácil; en parte, porque la mentira es copiosa y los mentirosos son prolíficos. Además, la mentira se esparce y recorre los campos de manera libre, sin resistencia.
Nombrar la mentira es un asunto contencioso, porque el mentiroso se resiste a que se reconozca su mentira como tal. Además, el mentiroso en este caso ha demostrado que puede dirigir su ira y rabia de manera arbitraria e impune en contra de cualquiera que se le oponga.
Para agravar las cosas, hay un sector de la comunidad internacional que, aunque reconoce la existencia de la mentira, en vez de confrontarla con medidas formales que exigen que el Estado nicaragüense cumpla con sus obligaciones internacionales (incluyendo las de derechos humanos) encuentra comodidad en la pasividad, y evade así su corresponsabilidad en el sostenimiento de los principios generales del derecho internacional.
No hay un plano racional en el que la simulación del 7 de noviembre logre calificarse como una elección. Desafortunadamente, ahí no termina el problema. Además de reconocer la mentira hay que exigir responsabilidades y hacer que la defraudación y el abuso de poder tengan consecuencias.
La inacción lleva (eventualmente) a la instalación de la mentira (y de sus efectos). Recuerden: una de las fórmulas para que la mentira pegue es que se cuele ante la inercia. La mentira ha sido institucionalizada por el régimen orteguista: el poder estatal ampara la mentira, y se ampara en esta.
Su última gran mentira es el certamen del domingo: sin espacio cívico, sin ideas, sin oposición, con reglas de juego cambiantes, sin responsabilidad y con un solo resultado posible.
Si son exitosos en lo que pretenden, al margen de que se cuestione el resultado del domingo, se asumirá como parte del desarrollo político (torcido) del país que el régimen tiene un nuevo mandato hasta enero de 2027.
Aunque parezca mentira, esa (absurda) mentira –en parte por la pasividad de muchos interesados (del sector público y privado)– puede instalarse. El escándalo y la condena no son suficientes; la mentira debe ser confrontada. Esta ruta es contenciosa y espinosa, pero hay que recorrer el camino: se están quebrantando principios básicos del derecho internacional público, y este tiene dientes (aunque no sea costumbre usarlos). Es cuestión de Estado.
@mreedhurtado