6 de abril 2024
El 12 de enero de 2010, Haití sufrió un terremoto de magnitud 7,0 en la escala de Richter. Según se estima, resultó entre 100 000 y 316 000 muertes. Apenas un mes y medio después, Chile fue sacudido por un terremoto de magnitud 8,8, que apenas dejó 500 fatalidades, 150 de ellas producidas por el tsunami que siguió al terremoto. Mientras que amplios sectores de las ciudades principales de Haití se convirtieron en escombros, incluso el Palacio Nacional en Port-au-Prince –residencia oficial del presidente–, en Chile fueron muy pocos los edificios de varios pisos que se derrumbaron, ocasionando la muerte de sus ocupantes.
¿Por qué tamaña diferencia? A diferencia de Haití, Chile contaba con estrictos reglamentos de construcción (adoptados después de otro gran terremoto en 1960) y de una cultura, gestada a través de generaciones, de inspectores de construcción que no permiten infracciones a las normas y, lo que es más importante, rechazan toda coima. Cuando el Estado funciona, puede salvar cientos de miles de vidas en un solo evento. Y cuando fracasa, como nos lo recuerda Haití otra vez por estos días, las consecuencias son calamitosas.
Ahora bien, todo esto es tan obvio que no debería ser necesario repetirlo, excepto que va en contra de la narrativa de moda. La población se siente ansiosa porque los Gobiernos no cumplen, es lo que murmura la sabiduría convencional. Y los Gobiernos no cumplen porque se han debilitado a causa de la globalización. Reparar esto llevará mucho tiempo, se les dice a los ciudadanos, y, hasta entonces, tendrán que arreglárselas por su cuenta. Con razón se sienten ansiosos.
Cuando se trata de reducir la ansiedad de los ciudadanos, tener una certeza razonable de que el techo que los protege no se desplomará debería ocupar alta prioridad. También ayuda estar razonablemente ciertos de que el banco que cobija los ahorros de toda una vida no va a colapsar, y que la moneda en que los ciudadanos reciben su remuneración tendrá valor en el futuro. En estas materias, también es mucho lo que los Estados pueden lograr.
Las últimas dos décadas del siglo XX estuvieron repletas de crisis financieras en las economías emergentes. Pero desde entonces ha habido pocas crisis de este tipo, a pesar de que las naciones ricas tuvieron su propio colapso financiero en 2007-2008, seguido de una profunda recesión mundial, y a pesar de la pandemia de la covid-19 y sus consecuencias económicas, una década más tarde. El cambio obedece a que muchos Gobiernos de países emergentes decidieron hacer algo con respecto a su vulnerabilidad.
Después de su traumática experiencia de fines de la década de 1990, algunos países de Asia Oriental –no sólo los ricos, como Corea del Sur, Taiwán y Singapur, sino también los de ingresos medios, como Tailandia, Malasia, Indonesia y Filipinas– permitieron que sus monedas se devaluaran, redujeron su endeudamiento externo, exportaron más que antes de la crisis e importaron menos. Como consecuencia, lograron acumular decenas de miles de millones de dólares en reservas.
Incluso los países latinoamericanos, que tradicionalmente no han sido ejemplo de prudencia en su gestión económica, comenzaron a ponerse las pilas después de las traumáticas crisis de la deuda de las décadas de 1980 y 1990. Algunos, aunque no todos, permitieron que sus monedas flotaran, otorgaron autonomía a los bancos centrales, y adoptaron reglas para limitar los déficits presupuestarios.
Durante la crisis financiera mundial de 2007-2009, el desempleo aumentó en América Latina, pero el colapso financiero se evitó. Y cuando llegó la pandemia, los sistemas financieros de la región no sólo evitaron un colapso. La mayoría de los Gobiernos mantuvo el acceso a los mercados internacionales de capital, que utilizó para financiar los gastos de emergencia relacionados con la pandemia.
Evidentemente, la labor de los líderes nacionales es más fácil cuando el ambiente mundial es benigno. Los países emergentes y en desarrollo no estarían obligados a mantener elevadas reservas en dólares si existiera una red de seguridad financiera a nivel global que les permitiera obtener préstamos en dólares en casos de emergencia. Y las naciones de ingresos bajos se preocuparían menos por un alza en el precio de los alimentos si países como Rusia se abstuvieran de invadir a sus vecinos y crear el caos en el mercado mundial de granos.
Pero incluso cuando el ambiente mundial no es benigno, las naciones bien gobernadas pueden proteger a su ciudadanía contra la incertidumbre. Es probable que a una ciudadana de clase media le preocupe (y cause ansiedad) que una enfermedad inesperada o la pérdida de su empleo agote sus ahorros y deje a su familia en la bancarrota. La protección contra estos tipos de desgracia se puede proporcionar al interior del Estado-nación, por la simple razón de que no todos los ciudadanos se enferman o quedan cesantes al mismo tiempo.
Los sistemas en que quienes están sanos y empleados ayudan a quienes no lo están, se denominan sistemas de seguros. Y si el Gobierno desempeña un papel, por ejemplo, proveyendo subsidios para que los seguros sean asequibles para los pobres, obligando a la participación para que los riesgos se puedan compartir entre un número suficientemente grande de personas, o recaudando de los más jóvenes a fin de elevar el consumo de los jubilados, el sistema se denomina de Seguro Social o Estado de bienestar.
Según la apta metáfora de mi colega Nicholas Barr de la London School of Economics, el Estado de bienestar es una “alcancía”. La Organización Internacional del Trabajo estima que actualmente casi la mitad de la humanidad tiene acceso a algún tipo de protección social. No es culpa de la globalización que la otra mitad no lo tenga.
La pandemia debería haber convencido a los escépticos respecto del poderío de los Estados de bienestar modernos. Una pandemia es una de las situaciones excepcionales en que gran número de personas se enferma y queda cesante al mismo tiempo. Los seguros privados ya no funcionan y el Gobierno pasa a ser el asegurador de última instancia.
Para proporcionar recursos extra en momentos de extrema necesidad, los Gobiernos deben disponer de amplias reservas (como en Asia Oriental) o tener acceso al crédito. Cualquiera que fuese la fuente del financiamiento, las naciones avanzadas pudieron gastar el 15% de su PIB en ayuda para la pandemia, mientras que las naciones emergentes gastaron el 7% de su PIB –cifras que hubieran sido impensables hace pocos años–.
Ejemplos de éxito como éstos no requieren sangre, pero no son posibles sin sudor y lágrimas. Elevar los estándares de la construcción se traduce en edificaciones de mayor precio o en menores ganancias para las constructoras. Acumular reservas internacionales exige importar menos de lo que se exporta, durante períodos de tiempo dolorosamente largos. Retener acceso a crédito durante épocas de vacas flacas requiere mantener superávits presupuestarios y pagar la deuda en épocas de vacas gordas (incluso las naciones ricas pueden caer en problemas de deuda, como lo reveló el ruinoso episodio del minipresupuesto británico en septiembre de 2022).
Para retomar el control de su propio destino, las naciones primero deben retomar el control de sus propios instintos. Pero esto tampoco forma parte de la narrativa de moda. Para ciertos sectores de la izquierda, la disciplina fiscal es una curiosa reliquia del siglo XX (¿para qué preocuparse de la deuda cuando siempre se puede imprimir moneda para pagarla?). Para gran parte de la derecha, toda autodisciplina es electoralmente inconveniente. Estados Unidos no será grande si Rusia se traga a Ucrania y luego les echa el ojo a las naciones bálticas, pero la ayuda militar y financiera para Ucrania es un anatema para el trumpificado partido republicano. Combatir la amenaza imperialista exige esfuerzo y sacrificio, virtudes ajenas al discurso populista. Ese círculo no cuadra. No es de extrañar que los ciudadanos se sientan ansiosos.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate