4 de febrero 2021
El consenso no siempre es el resultado racional de la convergencia de puntos de vista disímiles después de la deliberación informada. Otras veces, y muy a menudo, también es fruto de factores emocionales que encandilan el contraste de opiniones o, simplemente, el efecto de imágenes y sucesos que sacuden a la opinión pública. De allí que podría hablarse de momentos racionales y de momentos emotivos para el consenso. El ejemplo más cercano de estos consensos fue el estallido de abril de 2018. No fue una narrativa racional llamando a la rebelión la que sacó a miles de personas a las calles. Fueron las imágenes de matones golpeando a personas indefensas lo que creó el momento subjetivo del consenso, en su versión original de aprobación del sentido de todos; es decir, sensatez y sentimiento.
Entonces, ¿Qué rompió aquel consenso? ¿Si las imágenes de 2018 fueron capaces de mover conciencias para llegar al consenso instantáneo, por qué imágenes peores, como las de don Justo Rodríguez martirizado por las torturas, la de los presos políticos, o la de miles de nicas exiliados, no son estímulos suficientes para que los grupos de la oposición hagan a un lado sus intereses particulares -legítimos, por demás- para encontrarse en el interés común?
A casi tres años de distancia no caben dudas de que las calles, más que cohesionar, encubrían una atomización derivada de las múltiples identidades que se movilizaban. Al igual que otros fenómenos de activismo cívico, las agendas de las distintas expresiones eran fluidas pero encontraban el punto de consenso en el rechazo y la resistencia: el rechazo a las formas tradicionales de la política y la resistencia frente a la represión.
Lo primero no era casual. Desde 2007 los partidos y algunos de los movimientos sociales habían mostrado incapacidad para frenar el desarrollo del régimen autoritario o, en el peor de los casos, una complicidad descarada. Con semejante crisis de representación de trasfondo, la participación sin intermediarios dio un paso al frente y arrastró literalmente a la “vieja política” que se vio obligada a sumarse a la resistencia. Las escenas de la primera sesión del diálogo nacional fueron la mejor ilustración del momento emocional del consenso. El movimiento impuso el sentido y el sentimiento a la convergencia entre las agendas fluidas de los recién llegados con sus micro identidades y los libretos de los partidos debilitados.
El predominio de la oposición de matriz movimentista aglutinada en torno al rechazo, puso el acento en la salida del tirano que a esas alturas nadie se atrevía a cuestionar. Pero con la última barricada cayeron los soportes de aquel consenso y empezó a fraguarse otro que todavía no ha terminado de cuajar por una dificultad evidente: se pasó del espíritu cooperativo al juego de suma cero, en el que las ganancias de los vencedores corresponden exactamente a las pérdidas de los vencidos.
Esta lógica sería entendible -correlación entre mayorías y minorías aparte- en una situación de competencia perfecta dentro de un régimen democrático con reglas iguales para todos, árbitros imparciales e información disponible para todos los competidores. Pero no en la Nicaragua de 2021, cuando de lo que se trata es de concurrir a unas elecciones que tienen todos los elementos para ser plebiscitarias: dictadura sí o dictadura no. Con este predicamento, los dos grupos mayoritarios de la oposición están condenados a entenderse por la regla elemental de que ninguno puede ganar si no ganan ambos.
Esto quiere decir que como partidos políticos no pueden renunciar de antemano a disputar el poder para consolarse con las migajas que la tiranía quiera concederles para jugar el papel de figurantes en la Asamblea Nacional. Hay sobradas pruebas de cómo la dictadura actúa, aún con sus más obedientes comparsas, despojando de sus escaños a cualquiera que se salga del guion.
Como representantes de la insumisión, los grupos de oposición tampoco tienen nada que ganar si concurren separados a las elecciones. Ninguno de ellos puede darse el lujo de intentar arrebatar fuerza al otro porque implicaría favorecer a la dictadura. Tampoco tendría sentido -ni sentimiento- obrar uno contra otro a sabiendas de que estarán garantizando la impunidad de los perpetradores de graves violaciones de derechos humanos, dejando tirados a los presos políticos y abandonados a su suerte a los miles de compatriotas en el exilio.
Se vea por donde se vea, no puede haber ganadores netos entre los opositores si prefieren el suicidio en vez que derrotar a la dictadura. La libertad y la democracia son razones suficientes para buscar un nuevo consenso, pero si ambos ideales resultaran ser demasiado abstractos para sus directivos, la reciente encuesta de CID Gallup ha arrojado argumentos racionales que no se prestan a ninguna especulación. Si juntos, los bloques opositores no alcanzan ni el 10% de las preferencias electorales, por separado ninguno llega el 5%; mientras hay un 62% que se declara sin opciones políticas. Si se cruza este último dato con la intención de votar en noviembre (65%), se tiene un amplio granero potencial de votos que hasta la fecha los polos opositores no parece atraer, menos aún si concurren de forma separada.
Si hace casi tres años los acontecimientos generaron el momento emocional del consenso estimulado por las calles llenas de banderas y la confianza desbocada en la victoria, hoy hay razones tangibles para llegar a un consenso más sólido y explícito. Lo cual no niega que, parafraseando a Pascal, siempre habrá razones del corazón que la razón no entienda.
Con razones o sentimientos, no es momento de declaraciones febriles que sólo buscan dinamitar los puentes que lleven al consenso. No se trata de repetir la gesta de abril, sólo se trata de recorrer el camino más obvio para terminar con la dictadura. El camino es el consenso en su versión llana de sentido común.