8 de mayo 2016
- Para hacer reformas profundas, se necesita una nueva mayoría política
Es casi un lugar común constatar que el problema de Nicaragua no admite una salida a corto plazo, pero a partir de ese punto entramos a un terreno de arenas movedizas. En una sociedad dominada por el coyunturalismo, la improvisación y los arrebatos mesiánicos, no se vislumbra un proyecto alternativo al régimen orteguista que gobierna el país desde 2007. Se carece de propuestas a mediano plazo y tampoco hay un debate sobre el futuro, que trascienda el último escándalo de la semana pasada.
El vacío que dejó el fracaso de la reforma política durante la transición, la captura partidaria de todos los poderes del estado por parte del FSLN, y la implantación del régimen autoritario del comandante Ortega, han generado un estado de auténtica postración política. Las opciones de cambio que surgieron antes de 2006 desde el centro derecha y centro izquierda para desafiar el pacto de los caudillos Alemán-Ortega, siguen teniendo presencia hoy en la oposición, pero se quedaron a mitad del camino en su afán transformador. La mayoría electoral definida en torno al “antisandinismo” que gobernó el país entre 1990 y 2006, nunca logró generar reformas democráticas profundas desde el poder y se agotó en la oposición, ante la reconversión del orteguismo en un régimen corporativista en alianza con el gran capital. La bandera del “todos contra Ortega” ya no representa una alternativa para movilizar a las grandes mayorías.
Más aún, la trayectoria histórica de nuestros últimos 100 años --intervención externa, dictadura militar dinástica, revolución de orientación socialista, democracia electoral con reformas neoliberales, y más neoliberalismo con populismo-- enseña que una verdadera reforma política y económica necesita asentarse en un cambio social para echar raíces y perdurar. La modernización de las leyes y los programas de reformas apoyados por la cooperación externa que se ejecutaron en Nicaragua antes de 2007 no generaron cambios institucionales irreversibles. Para resistir la embestida de una contrarreforma, se necesitan procesos políticos acompañados de una intensa movilización social. Solo así nacen, de verdad, las instituciones que amparadas en el Estado de Derecho promueven el desarrollo. De lo contrario, siempre serán vulnerables ante un golpe de mano asestado por el populismo de derecha o de izquierda. La regresión en los procesos de institucionalización del ejército y la policía ocurridos en los últimos años, representa el ejemplo más claro de este rotundo fracaso nacional.
Una reforma democrática que enarbole las banderas de más equidad y justicia social requerirá, por tanto, una nueva mayoría política y social para asegurar su sostenibilidad. El objetivo último del cambio político debería ser forjar esa nueva mayoría no solo en oposición al autoritarismo del régimen actual, sino enarbolando las banderas de las luchas sociales y las demandas de empleo, equidad, y empoderamiento de las grandes masas populares y los sectores medios excluidos de las oportunidades del crecimiento económico. El mayor desafío que enfrenta la democracia en Nicaragua consiste no solo en desalojar del poder a un régimen autoritario, sino en forjar una nueva mayoría política y social, con la participación de todos: independientes, liberales, opositores, y sandinistas, para emprender las reformas que el país necesita en el campo de la fiscalidad, educación, justicia, productividad y competitividad.
- El autoritarismo genera abusos de poder, represión, corrupción e impunidad
Contrario a lo que sostienen algunos críticos del régimen Ortega-Murillista, éste no atraviesa por una etapa de crisis o desgaste, sino que más bien se encuentra en un proceso de consolidación. Su encrucijada consiste en cómo afianzar el continuismo bajo el liderazgo de Ortega en una etapa de declive del apoyo económico venezolano, o transformarse en una dinastía familiar. Resolver la sucesión del poder ha sido siempre el “Talón de Aquiles” de todas las dictaduras.
El modelo de Ortega se caracteriza por una visión descarnadamente pragmática y totalizante del poder. Autoritario en lo político, combina la concentración de todos los poderes del estado, la cooptación de las cúpulas militares y policiales, el fraude electoral y el miedo a la represión. Mercantilista en lo económico, administra una macroeconomía estable bajo un esquema corporativista con los grandes empresarios: hay diálogo económico y grandes oportunidades de negocios, con cero institucionalidad democrática. Populista en lo social, se apoya en la “privatización” de los fondos de la cooperación venezolana para manejar un millonario presupuesto paralelo que financia el clientelismo social y partidario, el control territorial y el acaparamiento de los medios de comunicación.
Entender cómo funciona esta amalgama de sectores e intereses en torno al orteguismo, y sobre todo cómo se articula desde abajo la gestión de las demandas de los pobres, los jóvenes, y los municipios, representa una asignatura pendiente para descifrar las particularidades de esta clase populismo. Cómo se genera y se dosifica el combustible económico que alimenta su maquinaria política, cuáles son las fuentes de su estabilidad y legitimidad, cómo operan la simbología histórica y religiosa entrelazadas al culto a la personalidad en la venta de un futuro promisorio, son cuestiones que ameritan ser analizadas con rigor, si se quiere diseñar una estrategia de cambio desde abajo que también tome en cuenta los intereses populares que ha desatado el FSLN.
Paradójicamente, la mayor debilidad del régimen radica en su aparente fortaleza: la concentración total del poder en una familia y el sistema de ordeno y mando administrado de forma implacable por la pareja presidencial. El personalismo por encima de la ley y de cualquier institución estatal, incluso del partido mismo, apunta a la vinculación mesiánica, cuasi religiosa, entre el líder y las masas sin ninguna clase de intermediario. Pero las consecuencias de la centralización del poder son inevitables: una pareja, una familia, una pequeña camarilla que controla y dispone de todo y sobre todos, sin estar sometida a un contrapeso o rendición de cuentas, indefectiblemente conduce a grotescos abusos de poder, represión, y corrupción. Por ahora, en la más absoluta impunidad.
Ortega y su grupo han protagonizado uno de los actos más escandalosos de corrupción de la historia de Nicaragua al “privatizar” sin ninguna clase de ley o salvaguarda nacional los recursos de la cooperación estatal venezolana que suman más de 3,500 millones de dólares desde 2007. ¿Cuántos de esos fondos que se utilizan de forma discrecional han sido desviados para la acumulación privada de empresas, propiedades urbanas y agropecuarias, medios de comunicación, hoteles, bancos, y cuentas bancarias en el exterior, todos controlados por la familia presidencial? Aunque esta anómala apropiación privada de fondos estatales se intente disfrazar como un “regalo” dispensado por el fallecido presidente Chávez para financiar programas sociales, el patrimonio del estado y la soberanía popular son irrenunciables. Los activos de Albanisa, DNP, y todas las empresas privadas creadas al amparo de los fondos “privatizados”, y los recursos que aún se mantienen ocultos, tarde o temprano deberán regresar a manos del Estado.
La concesión canalera otorgada al empresario chino Wang Jing en condiciones onerosas para el país representa otro acto de mega corrupción, que pone en riesgo la sostenibilidad de los recursos naturales del país y de las generaciones venideras. Este proyecto cobijado por los arreglos secretos entre la familia presidencial y Wang Jing, solo es realizable a cambio de convertir a Nicaragua en un protectorado de la República Popular China. Una vez descartada su viabilidad, aún le quedará al país por 50 años prorrogables la nefasta herencia de la Ley 840 y su menú de “sub proyectos”, un legado de especulación y corrupción sin ninguna clase de fiscalización, como nuevo paradigma de desarrollo nacional.
Mientras no se pueda derogar esta ley antinacional debido al sometimiento de la Asamblea Nacional y la Corte Suprema de Justicia ante el poder absoluto de Ortega, la suerte del país depende enteramente de la acción de su gente. La inesperada rebelión campesina que suma más de 60 movilizaciones contra el proyecto canalero, y la denuncia ciudadana con el valioso aporte de científicos, ambientalistas y municipalistas, evidencia el potencial de la resistencia nacional. Demuestra, además, que cuando el pueblo se moviliza desde la base, el único adversario que tiene enfrente es la cúpula orteguista, no los sandinistas, en este caso, esos miles de campesinos y productores que junto con los liberales y ex contras también forman parte de la solución al problema nacional.
- Las elecciones, los dilemas de la oposición y del sector privado empresarial
El problema actual de la oposición no radica en su dispersión o en la existencia de distintos partidos y fuerzas políticas, sino en su falta de fortaleza, liderazgo y credibilidad. La gente demanda una estrategia opositora para resistir las agresiones ejecutadas desde el poder y para promover sus propias luchas. La oposición, en cambio, sigue aferrada a un discurso que proclama el respeto al Estado de Derecho y la institucionalidad democrática que han sido demolidas por el régimen. Un discurso vacío para las mayorías que viven en la miseria, sin haber ejercido jamás alguna clase de derecho ciudadano, y que en las promesas de Ortega han encontrado una oferta de salir de la pobreza, a cambio de sumisión y obediencia política.
Con el fraude electoral municipal de 2008 se estableció un parteaguas entre el orteguismo como minoría política y su transformación en un proyecto hegemónico. Primero por la fuerza y después por la cooptación, hasta llegar a la complacencia apoyada en el dinamismo económico logrado a través de la alianza con el capital. La oposición también contribuyó a la pérdida de la esperanza, cuando no fue capaz de defender el voto popular después los fraudes electorales. Recuperarla, ahora, será una tarea titánica.
El dilema después de las elecciones presidenciales de 2011 y de las municipales de 2012 nunca fue si los diputados y concejales opositores debían ocupar o no los espacios institucionales ganados en el parlamento y las alcaldías, sino cómo utilizarlos para hacer una oposición efectiva y beligerante, promoviendo los intereses de la gran mayoría de pobres y desempleados. Si en el parlamento eran minoría y no podrían legislar ni modificar leyes, se suponía que la oposición debía reinventarse en las calles, en los barrios, en las universidades, en el campo, en las luchas reivindicativas y sociales de los gremios. Sin embargo, cinco años después de la reelección inconstitucional de Ortega el camino está despejado para una nueva reelección, mientras la oposición, reducida a las labores de denuncia, luce mucho más débil que antes.
El restablecimiento de un sistema electoral transparente y competitivo es condición sine quanon para encauzar el cambio político por la vía pacífica. Pero este requisito mínimo no nacerá de una graciosa concesión o de la inexistente presión internacional. Ortega podría darse el lujo de competir y hasta ganar en un contexto de elecciones libres, pero jamás cederá el control partidario del sistema electoral. Su objetivo nunca ha sido promover la transparencia electoral, sino únicamente mantener la formalidad democrática como fuente de legitimidad. Y para alentar la participación del viejo y nuevo “zancudismo”, siempre maneja debajo de la manga una carta de cambio cosmético: la eventual sustitución del desprestigiado Roberto Rivas en la presidencia del Consejo Supremo Electoral por su hombre de confianza en el CSE, Lumberto Campbell. Como en la novela de El Gatopardo, Ortega haría que “todo cambie para que nada cambie”, y todo seguirá igual en el CSE.
La renovación electoral solo puede surgir “en caliente”, como resultado de una movilización nacional que ponga en jaque la voluntad política del régimen. El dilema, entonces, no radica en decidir si ir o no a elecciones, sino en cómo ejercer una presión máxima para forzar el cambio del sistema electoral. El desafío es el mismo, tanto para las fuerzas que justifiquen su participación alegando que en política no se pueden dejar vacíos, como para los que enarbolen la bandera del “voto protesta” y la abstención, denunciando la podredumbre del sistema electoral. Ambas posiciones tendrán validez, si de verdad desembocan en un cauce de movilización por la reforma electoral que canalice el descontento nacional, y las demandas de más equidad social y castigo para la corrupción. Ciertamente, en las elecciones del seis de noviembre no estará en juego el poder, pero al buscar Ortega un tercer período consecutivo en la Presidencia, renace con fuerza una bandera de la lucha que unió a varias generaciones en la lucha contra la dictadura dinástica somocista: no a la reelección. En suma, estas elecciones representan una oportunidad para posicionar las alternativas políticas de futuro al régimen orteguista y los liderazgos emergentes.
Las reformas que el país necesita a mediano plazo, la reforma fiscal, la depuración de la justicia, la prioridad en la calidad de la educación, la despartidización --otra vez-- de las cúpulas del ejército y la policía, y el desmontaje del régimen corporativista, no se resolverán mañana pero deben empezar a debatirse ya. El sector privado empresarial y particularmente los grandes empresarios, están viviendo una época de bonanza sin par bajo un clima de estabilidad autoritaria con cero transparencia pública. Guardando las distancias, hay un déjà vu de la época en que Somoza administraba el monopolio de la política. Las ventajas y oportunidades de negocios coexisten con la falta de libertades democráticas. La mala noticia para la élite económica es que el corporativismo autoritario no es sostenible a largo plazo. La separación arbitraria impuesta por Ortega entre el clima de negocios y la institucionalidad democrática, depende de la discrecionalidad absoluta del gobernante. Todos saben con certeza que en cualquier momento les puede caer la guillotina, pero quieren creer que nunca les tocará el turno. La captura del Estado derivada del corporativismo trae grandes ventajas a los intereses particulares de unos pocos, en detrimento de muchos. El trueque entre ventajas económicas ahora e inestabilidad política mañana, es un mal negocio a largo plazo como lo demuestra la historia con abundantes ejemplos.
En consecuencia, aunque a primera vista pareciera ir en contra de sus impulsos primarios, es en el interés del gran capital propiciar el desmontaje gradual del corporativismo. No se trata de que los gremios empresariales sustituyan a la oposición política o que renuncien al diálogo con el gobierno. Por el contrario, es imperativo mantener y ampliar el diálogo con el poder para que sea inclusivo y le devuelva a la sociedad el derecho al debate público. Para empezar, urge establecer límites estrictos a los abusos de poder, denunciar la corrupción y demandar que se investigue y se castigue, terminar con las “misas negras” en que se deciden las leyes, democratizar el proceso de decisiones económicas, restablecer la transparencia pública en torno a todos los procesos decisorios, y de paso restituir la credibilidad del sistema electoral. Estos son los requisitos mínimos que el sector empresarial demandaría en cualquier democracia para disminuir los riesgos de la incertidumbre y establecer las bases de una institucionalidad política, que sí favorece el desarrollo económico a largo plazo.
Mientras tanto, el camino del cambio democrático será largo y doloroso, porque el régimen que se ha entronizado en Nicaragua no está dispuesto a abandonar el poder “por las buenas”. El pueblo tendrá que prepararse para gestar ese cambio de forma pacífica, pero aprendiendo a medir sus fuerzas, a resistir y derrotar la represión.
*Este texto fue publicado hace once meses en Confidencial.com.ni con el título "Premisas para el cambio". Por la vigencia de sus planteamientos, se reproduce íntegramente, actualizando únicamente datos y fechas.