15 de agosto 2020
Son muchas las conversaciones pendientes que las protestas de abril pusieron sobre la mesa, una de ellas es la idea tan anhelada de una “Nueva Nicaragua” y son tantas las cosas que pueden discutirse sobre este tema, como variadas las interpretaciones de una idea que tampoco es tan novedosa, porque Nuevas Nicaraguas ya hemos tenido un par, al menos en intención. Pero el tema que me interesa abordar tiene que ver con todas esas concepciones tan ampliamente divulgadas sobre “el ser nicaragüense” y la apuesta por una nación homogénea, que tiene su génesis en la idea del mestizaje.
No pretendo realizar una discusión exhaustiva sobre lo que significa la idea del mestizaje, sino, trazar algunas líneas que merecen la pena ser pensadas. Para comenzar, mucha de la narrativa del sistema educativo considera la conquista e invasión de América como un proceso de diálogo entre dos culturas, como el “encuentro de dos mundos” como suele decirse de forma eufemística para referirse a la imposición de una lengua, una religión y una forma de concebir la realidad.
La conquista trajo consigo una “organización racial del trabajo” donde los blancos y sus descendientes legítimos ocupaban el escalón más alto de la pirámide en el mundo colonial. Contrario a lo que los libros de texto y la historia patria quiere hacernos creer, esa forma de dominación no terminó con los procesos de independencia, sino que se adaptó a las nuevas circunstancias bajo el paraguas de lo que hoy conocemos como el racismo.
Los nuevos tiempos requieren nuevas formas de conservar el poder, ahí es donde la ciencia jugó un papel importante; sobre esto la guatemalteca María Elena Casaús documenta ampliamente la influencia que los partidarios del blanqueamiento de la sociedad tenían sobre ciertos pensadores centroamericanos. Menciona por ejemplo la influencia del autor francés Ernest Renan (1823-1892) para quien “las razas inferiores están constituidas por los negros del África, los indígenas de Australia y los indios de América (...) las razas superiores, como la blanca y la aria, además poseen la belleza y la cultura”.
Al igual que estas ideas, son muchas más las que plagan el siglo XIX y sobreviven en el siglo XX, donde el racismo revestido de pseudociencia llega a funcionar como ideología de Estado, siendo el caso más extremo el de Guatemala y el genocidio de los Pueblos Mayas. Esta época estuvo marcada por acaloradas discusiones sobre la raza, donde los moderados consideraban que las “degeneraciones” propias de ciertos grupos podían ser subsanadas mediante la educación y la instrucción cívica, algo de esto propone el nicaragüense Salvador Mendieta en su libro La enfermedad de Centroamérica publicado en 1934.
Antes de continuar hay una aclaración fundamental que no puede perderse de vista: las razas no existen, los humanos pertenecemos a una sola especie y no hay ningún fundamento genético o científico para creer que el color de piel supone alguna diferencia clave; pero lo que si existe es el racismo, que no es una teoría científica sino una elaboración ideológica del colonialismo que dicta las formas en las que debe organizarse la sociedad en función del color de piel y la cultura.
Desde estas ideas el sociólogo peruano Aníbal Quijano desarrolla el concepto de la “colonialidad del poder” refiriéndose a los efectos de la dominación colonial, donde la idea de raza sobrevive hasta nuestros días e incluso llegó a tener gran influencia en la conformación de los Estados modernos. Las jerarquías raciales colocan en la cima de la pirámide al hombre blanco europeo que no solo tiene a “su favor” su color de piel, sino una lengua, un dogma de fe, una forma de generar conocimiento y relaciones productivas superiores a las del no-blanco, que es visto como un ser primitivo, inferior y salvaje. No es casual que la oligarquía centroamericana sea heredera del poder colonial y no pierda de vista la genealogía europea de la que proviene.
El mestizo viene ser entonces un sujeto “semi-civilizado” porque no es un salvaje completo. Es mejor ser medio blanco que nada blanco -entiéndase lo blanco como algo que más allá del color de piel- es decir, es mejor ser un indígena que no aprendió su lengua originaria porque de nada le sirve en el mundo de los mestizos, o que no puede trazar su genealogía con algún pueblo originario, o que ha tenido la fortuna de nacer con una piel un poco más clara.
El mestizo “trae lo mejor de ambos mundos”: la racionalidad occidental (su religión, su lengua, su forma de gobierno) y los atributos folclorizados sobre el ser indio (sus bailes, sus fiestas y sus comidas). Es bajo esta propuesta simplista y conciliadora sobre la conquista que se diseminan las ideas de la construcción de la identidad nicaragüense, como lo hace Pablo Antonio Cuadra en El nicaragüense o como puede hacerlo el INTUR en su publicidad de la tierra de lagos y volcanes.
Desde la reincorporación de la Moquitia bajo el mandato de José Santos Zelaya, el irrespeto a los estatutos de autonomía de la Costa Caribe, el afán depredador de los territorios protegidos de los Miskitus y Mayangnas o la casi nula voluntad de preservar las lenguas de quienes habitan en ese espacio geográfico que llamamos Nicaragua, queda en evidencia el papel del Estado como continuador de este proyecto de blanqueamiento legado por el colonialismo. Mismo Estado que ha sido el impulsor de la homogeneización de quienes son distintos o no quieren entrar en el sueño de la nación mestiza.
El geógrafo Bernard Nietschmann conocedor de la costa caribe comenta como el Frente Sandinista pretendía “rescatar” a los miskitus para incorporarlos a la revolución y la única manera de convertirlos en “nicaragüenses" era que dejaran su lengua, su cultura, su historia y su forma de relacionarse con la tierra para convertirse en campesinos. La imposibilidad de entender el legado colonial en América generó análisis como el que hace Orlando Núñez sobre el sujeto campesino nicaragüense que para el autor es una mezcla de “las concepciones de Chayanov y Lenin” que, además, en su forma de organización representa un “freno para la producción y la productividad”.
Reflexionar desde la mirada que tenemos sobre el ser mestizo, más allá de un asunto de cuotas raciales, puede ayudarnos a comprender las formas en las que se ha ejercido el poder, y se han conformado las oligarquías en nuestro país, muchas de las cuales continúan vigentes. Reconocer el legado colonial en nuestra forma de mirar al “otro” sus formas de vida y de organización, puede abrir un genuino debate sobre como podemos dejar de pensar en una nación homogénea como una aspiración deseable y pensar en la pluralidad como un hecho ineludible.
*Fátima Villalta Chavarría (1994) es codirectora de la plataforma digital Hora Cero, estudiante de la maestría en Ciencias Sociales de la Universidad de Guadalajara. Trabajó en el Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica, y fue ganadora del certamen para la publicación de obras literarias del Centro Nicaragüense de Escritores en el año 2011 con la novela Danzaré sobre su tumba.