20 de septiembre 2020
En 1983, el fallecido autor de Rayuela, Julio Cortázar (1914-1984) nos sorprendió con su obra “Nicaragua, tan violentamente dulce” que describe la Nicaragua desde adentro una vez triunfó la Revolución Sandinista. Cortázar había venido a Nicaragua y logró hacerse amigo de Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez, Tomás Borge, Claribel Alegría (que asistieron los dos últimos a su funeral) como lo detalla Alejandro Serrano Caldera en su Volumen V de Obras Completas, del día que conoció a Cortázar cuando fungía como diplomático en Paris, Francia. Sin ánimo de ser anecdótico y alejarme de la idea de este artículo, que no es una reseña de la obra de Cortázar, sino una reflexión a raíz de los últimos escenarios violentos que nos han dejado con estupor, y que nos hace preguntarnos: ¿Desde cuándo se perdió Nicaragua?
No lejos del criterio del historiador que ve los vicios actuales del poder, el comportamiento, el populismo, el falso nacionalismo que está profundamente marcado en nuestros genes desde la fundación de la ¿república?, Nicaragua es un país al que bien aplica lo que Julio Cortázar dice en las primeras páginas de su obra: “¿Pueden modificarse las estructuras antropológicas tradicionales, en las que sigue dominando el machismo no sólo tropical sino latinoamericano en su conjunto?”. Ni machista, ni feminista (en mi caso) no estoy en desacuerdo que esa estructura sistémica de la violencia entre nosotros no es algo que surja de la necesidad de libertad en la Colonia. Al contrario, si hubo pueblos tan naturalmente violentos, fueron esos mismos que encontraron los españoles, esos que lanzaban vírgenes a los cráteres volcánicos para apaciguar la ira de algún dios o pedir la abundancia de algún recurso.
Y esa cadena interminable —ojalá que no eterna— del acostumbrarnos a naturalizar la violencia como algo normal de nuestra evolución es la que ha causado que hoy, en menos de medio siglo, Nicaragua experimente otra tiranía familiar con pretensiones dinásticas, con un terrorismo estatal contra su ciudadanía (militante y opositora) y con una espiral de delincuencia común y organizada sin precedentes en nuestra historia contemporánea. Cortázar seguirá diciendo “que tratándose de Nicaragua la frontera entre ficción y realidad no está muy clara”. Extraño, pero cierto, el país vive una realidad entre la ficción de la violencia que emana de la oposición, según la dictadura Ortega-Murillo, y la realidad del patrocinio estatal que ve el pueblo a través de los paramilitares y de tanto reo común que sale libre, no así los presos políticos.
Nicaragua parece estar condenada a este ciclo de confrontaciones, de violencia patrocinada por el estado, por los grupos de poder de siempre, que ven al pueblo como mero divertimento y al que utilizan como jaurías entrenadas para el ataque, a fin de lograr los objetivos-intereses que ambas mafias tienen. Por ello es plausible que lejos de cualquier decisión política que surja como bandera para “resolver” la crisis en la que nos ha hundido el sandinismo de Daniel y Rosario, valoremos, primeramente, la fuerza moral y ética de dicha propuesta, pues si queremos describir y hacer una nueva Nicaragua, debemos partir de que política y ética no son disímiles.
Esa violencia contra la mujer que ha naturalizado el régimen, echando en saco roto el esfuerzo de tantos movimientos pro mujer del país, que ha vulnerado el proceso psicológico de las victimas al ver de nuevo libre a sus agresores y que hoy amenaza con una reforma constitucional y penal para darle prisión perpetua a quien cometa “crímenes de odio”, no puede ni debe ser aceptada. Habría que preguntarnos qué tan extensiva es esa reforma para fines políticos, porque, es, claramente, una amenaza directa a todo aquel que se oponga a la dictadura del Carmen.
Pero esta situación de violencia como receta diaria que ha patrocinado el régimen no es parte de una política de reinserción social de quien cumple una pena (porque somos escasos en esa materia). Lo cierto es que muy pocas veces quien estuvo en prisión sale con la capacidad para reintegrarse al mundo laboral tan excluyente para esos casos. Pero el régimen apuesta —y continuará haciendo— a fin de no exceder su gasto público en los sistemas penitenciarios, sino para oxigenar su presupuesto de represión contra la oposición, estas liberaciones anormales y fueras del contexto de la legislación penal vigente. Ayer como hoy, Cortázar diría que estamos frente al abandono cultural del sandinismo, como se refirió del abandono cultural del somocismo, porque aquí somos una sociedad construida bajo la violencia, la confrontación, la sangre, el erróneo modelo educativo y un sistema cultural atrasado y naturalizado como el que se evidencia en cada asesinato a una persona nicaragüense que se le arrebatado el derecho a la vida, sin importar de qué genero sea.
Sin embargo, como pueblo hemos optado por la paz en esta nueva etapa de liberación del modelo que nos ha obligado a tener siempre presente el latrocinio de la guerra como salida a los conflictos internos. Otra vez, como dice el cuentista Roberto Pérez: “los jóvenes habían muerto” a cuenta del Estado que naturaliza la violencia como respuesta ante la vulnerabilidad del mismo. Es la “bicicleta estacionaria” que metafóricamente el doctor Serrano Caldera utiliza para describir ese comportamiento político, social y económico de carácter tautológico que hemos sostenido desde que iniciamos nuestros propios procesos como “república”. Todo ello producto de la obsesión del poder, de la infalibilidad del estado en sus políticas y del dogmatismo con que se imponen a una sociedad abandonada culturalmente a su suerte y supervivencia.
Pero esta realidad de asombro, esta Nicaragua, tan violentamente amarga (no dulce) debe continuar en una permanente resistencia que haga contrapeso al modelo del orteguismo que ha financiado el crimen, la impunidad, la amnistía a través de esos indultos que legalizan de facto la delincuencia común de quien debe permanecer privado de su libertad. El autoritarismo de dicho régimen que ha trastocado los pilares del Estado de Derecho y los principios en los que descansa la democracia, la institucionalidad y la independencia de poderes, ha ocasionado que la Corte Suprema de Justicia enmudezca ante estos hechos, porque la han convertido en el bufete privado del Carmen.
“El pueblo de Nicaragua, maestro de sí mismo”, en palabras de Cortázar, debe educarse, esta vez para siempre, en el camino de la resolución alterna de conflictos, en el camino del diálogo, del consenso, la paz, para lograr una auténtica liberación de la ataduras políticas, sociales y culturales; cuando sus centros de enseñanzas se reivindiquen en la consolidación de los valores y dejen de ser campos de exterminio del pensamiento crítico y de adoctrinamiento político; cuando se rescate el valor de la ley, de los derechos, las libertades, de la democracia y la paz. Si lo hiciéramos, dejaremos de ser el pueblo “campeón de tiranías en el hemisferio”, y seremos la nación que se reconozca por su gente trabajadora, pacífica, de poetas y músicos, y no de dictadores y caudillos. Entonces, seremos la Nicaragua dulce, pero no violenta.
Articulista nicaragüense en el exilio