21 de julio 2019
Se cumplen 40 años de una gesta heroica. El 19 de julio de 1979, después de largos años de una dictadura oprobiosa, el pueblo nicaragüense terminaba con la dinastía de la familia Somoza. Una abrumadora mayoría ciudadana, encabezada por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), terminaba con décadas de expoliación económica, represión política, muerte y tortura. La revolución abría un camino de esperanza para Nicaragua y se convertía en un referente para toda América Latina.
El triunfo sandinista fue un proceso político inédito en la historia política mundial, que le consagró un masivo apoyo internacional de gobiernos con variado signo político y de ciudadanos de distintos países. El FSLN no sólo había tenido éxito en derrocar al somocismo, sino también en defender el gobierno, negociar la paz y garantizar la alternancia democrática en favor de la oposición, representada por Violeta Chamorro. Valentía, dignidad y democracia eran las enseñanzas de diez años de revolución, lo que convertía al FSLN en el legítimo heredero del general Sandino.
Hoy vivimos una conmemoración trágica, porque una nueva dinastía, esta vez de la familia Ortega-Murillo, ha reproducido las mismas prácticas del somocismo contra el pueblo. En efecto, en abril de 2018 una legítima protesta de trabajadores, crítica de una abusiva reforma a la seguridad social, se convierte en el detonante de movilizaciones a la que el gobierno responde con una brutal represión.
La Nicaragua dormida vuelve a despertar. El notable crecimiento que experimentó la economía en los últimos años no le sirvió a Ortega para frenar las exigencias ciudadanas. Después de una década de autoritarismo, con intolerables arbitrariedades y prácticas antidemocráticas, emergieron masivas protestas populares contra el gobierno Ortega-Murillo, comparables a las heroicas luchas contra el somocismo.
La lucha contra la reforma a la seguridad social se extiende a reivindicaciones por democratización, la salida de Ortega y el adelantamiento de las elecciones. Es la respuesta de los indignados frente al poder discrecional del gobierno y al control monopólico del parlamento, el aparato judicial y de las autoridades electorales. Ortega, Murillo y sus hijos han acumulado el poder total de las instituciones estatales, colocando a amigos y aduladores en puestos claves, eliminando toda transparencia en la gestión del estado. Entre otras cosas, ello permitió la discutible reforma constitucional que asegura a Ortega una reelección perpetua.
Ciudadanos de la ciudad y el campo, profesionales, estudiantes, religiosos y empresarios participan de las masivas protestas populares. La respuesta del gobierno ha sido el violento accionar represivo de policías y bandas paramilitares, que ha asesinado a más de 300 civiles, con miles de heridos, presos y torturados. Así las cosas, las similitudes entre el gobierno actual y la dictadura somocista se tornan evidentes.
Ortega defiende su dinastía mediante la represión, porque ha perdido toda legitimidad política y se encuentra aislado. Se ha apropiado del FSLN, y lo ha desnaturalizado para convertirlo en una organización política a su servicio. Los históricos comandantes y la mayor parte de las autoridades que ejercieron el poder en los años ochenta ya no están con él. Tampoco lo acompañan empresarios, la Iglesia católica y los propios norteamericanos, que habían sido fuentes de apoyo de Ortega.
La élite empresarial, después de las vigorosas protestas ciudadanas y la implacable represión, se dio cuenta que el gobierno ya no les garantizaba seguridad para sus inversiones y que el monopolio político de las instituciones estatales tampoco le ofrece estabilidad al país. El sector privado llegó a la conclusión que la hermandad de diez años con el gobierno ya nos les sirve.
Por otra parte, la Iglesia, que fue aliada del gobierno en temas valóricos conservadores, ha protestado fuertemente contra la represión y se encuentra hoy día al lado de la ciudadanía movilizada. Se ha convertido en un referente moral incuestionable, y de gran credibilidad para el pueblo nicaragüense.
Finalmente, el Gobierno norteamericano ha comenzado a criticar los atentados a los derechos humanos. Antes había sido complaciente con el régimen de Ortega pues ofrecía tranquilidad a los inversionistas estadounidenses, frenaba la salida de emigrantes hacia el norte y se había comprometido con la DEA en impedir el trasiego del narcotráfico.
Ortega está aislado y ya no puede calificarse de sandinista. El nepotismo, la corrupción y, ahora, los asesinatos masivos de ciudadanos indefensos han borrado de una plumada el proyecto democrático y transformador en favor de las mayorías que imaginó el héroe de Las Segovias y que intentaron impulsar sus seguidores en la gesta del 19 de julio de 1979.
Los chilenos amamos a Nicaragua. Tenemos con ella una larga y profunda relación. Rubén Darío, apoyado en el hijo del presidente José Manuel Balmaceda, escribe su novela Azul en territorio chileno. Gabriela Mistral, nuestra poetisa insigne, se convierte en una admiradora incondicional de las luchas del general Sandino, quien la nombra abanderada intelectual del Ejercito Defensor de la Soberanía Nacional.
Finalmente, la presencia militar de nuestros compatriotas, en especial en el Frente Sur, fue determinante en la derrota de la Guardia somocista. Lo fue también el rol de chilenos en la reconstrucción de las nuevas instituciones nicaragüenses y posteriormente en la defensa frente a la agresión norteamericana.
Existen, entonces, razones poderosas que a lo largo de la historia hermanan a chilenos y nicaragüenses. Más aún, en los años ochenta el sandinismo se convierte en un referente ineludible de la lucha contra la dictadura de Pinochet.
Por ello, a 40 años del triunfo de la revolución sandinista estamos de luto. Porque nos duelen los crímenes contra el pueblo nicaragüense en su lucha por la libertad y porque Ortega ha arriado las banderas rojinegras, democráticas y revolucionarias del FSLN.
Ortega y Murillo se han quedado solos. Deshonran al general Sandino y el pueblo los rechaza. Ello explica que hoy los enfrenten revolucionarios históricos como Sergio Ramírez, el padre Cardenal, Mónica Baltodano, Dora María Téllez, Hugo Torres, Gioconda Belli, entre tantos otros, y comandantes como Henry Ruiz, Luis Carrión, Humberto Ortega y Jaime Wheelock.
La rebeldía de miles de campesinos, obreros, profesionales, empresarios y sobre todo de jóvenes, expulsó a Somoza del poder. Ese mismo pueblo, también inspirado en las banderas democráticas y libertarias de Sandino, más temprano que tarde, terminará con la dinastía de Ortega.
*Economista chileno. Publicado en El Desconcierto