11 de enero 2019
Una premisa básica de algunas de las teorías de la globalización es el declinante poder de los Estados-nación que acompaña o sucede a la creciente preponderancia de los organismos supranacionales en la orientación de la política con mayúscula. En la práctica, esa reconfiguración de los márgenes de acción de los Estados ha cristalizado en el fortalecimiento de los tentáculos del poder imperial. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional han expandido durante décadas los mercados financieros –con notables beneficios para Wall Street– mediante actuaciones determinantes en la dirección de los asuntos públicos de los Estados-nación a lo largo y ancho del planeta. Las asimetrías que introducen entre los poderes nacionales y los poderes supranacionales fueron subrayadas por el premio Nobel de economía Joseph Stiglitz en El malestar en la globalización: “Tenemos un sistema que cabría denominar Gobierno global sin Estado global, en el cual un puñado de instituciones –el Banco Mundial, el FMI, la OMC– y unos pocos participantes –los ministros de Finanzas, Economía y Comercio, estrechamente vinculados a algunos intereses financieros y comerciales– controlan el escenario, pero muchos de los afectados por sus decisiones no tienen casi voz… el Fondo no reporta directamente a aquellos ciudadanos que lo pagan ni a aquellos cuyas vidas afecta.”
La Organización de las Naciones Unidas y sus varias ramas que procuran la paz, la estabilidad política y el respeto a los derechos humanos también han ido incrementando su poder, moldeando las agendas sociales y políticas de no pocos Estados-nación (IFIs). Pero su capacidad está muy lejos de igualar a la de las instituciones financieras internacionales. La ONU propone, los IFIs imponen. En general, la actitud de sus funcionarios suele ser en extremo complaciente con los gobiernos de turno. No se limitan a limar asperezas. Se aseguran de depurar los estudios que encomiendan a consultores externos hasta dejarlos libres de toda polución crítica que podría quedarse atascada en los hipersensibles gaznates gubernamentales. En Guatemala y en Nicaragua –y en muchos otros países– era totalmente inadmisible afirmar en un informe de Naciones Unidas algo tan inocuo como que hay jóvenes que migran porque disienten de las políticas gubernamentales. Los funcionarios de Naciones Unidas prefieren habitar un país ficticio, aun disponiendo de todos los datos que podrían ayudar a enfrentar una amenaza en su –quizás neutralizable– estado embrionario.
Cuando la sangre llega al río, como sucedió durante la rebelión de abril-octubre, a sus funcionarios no les queda más remedio que admitir públicamente lo que ya todos temían, sabían y sufrían. Eso le ocurrió muy tardíamente al secretario general de la OEA Luis Almagro, que durante años vino a Nicaragua a repartir sonrisas y palmadas. Repetía “Nicaragua no es Venezuela” –y así era y es, tomando en cuenta todas las condiciones, pero no en el sentido que él le quiso dar, porque en ese sentido Nicaragua sí es tan dictatorial como Venezuela– y explicaba que las reformas al sistema electoral iban marchando a paso firme y seguro. Ahora la OEA tiene meses de estar utilizando todos sus mecanismos para lograr una solución a la crisis de Nicaragua. La ONU la acompaña en esta misión, con menos visibilidad pero igual percepción de lo que ocurre. Son dos instancias supranacionales con similar misión de cara a los asuntos nicaragüenses actuales: estabilizar, pacificar y reforzar la institucionalidad. La reacción del régimen de Ortega ha sido descalificar los informes de la OEA y la ONU, vilipendiar a Luis Almagro, expulsar al Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) y embutir a todos los anteriores juntos bajo la etiqueta de agentes del imperialismo que tienen una “actuación injerencista, intervencionista” (el Canciller Moncada dixit).
En el norte del istmo, la lucha contra la corrupción que desde hace años libra la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) la condujo hacia un enfrentamiento con el Presidente Jimmy Morales, un cómico de baja estofa al que un grupo de militares convirtieron en su marioneta, que sólo goza de autonomía cuando se dedica a perseguir jóvenes secretarias, pasantes y otras funcionarias públicas. Algunos casos de acoso datan de su época como Black Pitaya, su personaje más vergonzoso: un embetunado Morales que encarnaba –ridiculizando– a un guatemalteco afrodescendiente. Cuando las investigaciones de la CICIG le siguieron el rastro de corrupción, sus intereses personales coincidieron más que nunca con los de empresarios y políticos corruptos. Todos se coaligaron, en el que con mucho tino fue bautizado como “pacto de corruptos”, para eliminar a la CICIG. La expulsión del Comisionado Iván Velázquez fue uno de los primeros tantos contundentes que anotaron los pactistas (agosto, 2018). El siguiente golpe fue la expulsión de la CICIG al declarar terminada, de forma anticipada y unilateral, la misión de dicho organismo (7 de enero, 2019) y, por tanto, el acuerdo que al respecto tenía el Estado guatemalteco con la ONU, aduciendo que “los funcionarios de la CICIG violaron los derechos humanos de ciudadanos guatemaltecos y extranjeros residentes en el país” (el Presidente Morales dixit).
Morales y Ortega son dos mandatarios con idéntico discurso de vilipendio hacia quienes realizan un escrutinio imparcial de sus gestiones. Su descalificación de la CICIG y el GIEI, respectivamente, los convierte en la punta de lanza que sus estados-nación alzan contra los poderes supranacionales. El primero quiere instaurar un poder dictatorial oponiéndose a otros poderes del Estado (la Corte de Constitucionalidad, la Fiscalía), el segundo tiene una dictadura consolidada, aunque tambaleante. Sus modus operandi los unen, por encima y por debajo de las supuestas diferencias ideológicas. No importa si uno es un títere del mismo ejército que masacró hasta su aniquilación total a comunidades mayas para luchar contra el comunismo, y el otro es un autoproclamado socialista que apuntala su dominio con el apoyo de una policía y un ejército dirigidos por ex guerrilleros. Las diferencias de color ideológico sólo significan que Morales estima que el Comisionado Velázquez tiene inclinaciones de izquierda y que Ortega acusa al secretario general Almagro de ser un agente de la derecha. Ambos presidentes levantan ahora la bandera de la soberanía nacional porque necesitan auxiliarse de una ideología que convoque las simpatías de las que carecen entre sus conciudadanos.
La bandera de la soberanía no es despreciable. Pero luce muy distinta en la era de la globalización. En la práctica no ha sido una bandera, sino a lo sumo un kleenex con el que la pseudo-izquierda latinoamericana del Alba –y ahora también Black Pitaya– se sopla los mocos cada vez que un poder supranacional la reprende. Incluso atacar a Estados Unidos es claramente anticool y trasnochado en un contexto donde hay cientos de miles de guatemaltecos y nicaragüenses que viven en ese país y otros más que mantienen vivo el sueño americano. Y aún hay más: la soberanía que Sandino defendió con las armas en la mano, fue entregada por Ortega a cambio de unos dólares más del FMI y unos yenes ilusorios de Wang Jing (el del canal, por si alguno ya no lo recuerda). Esto no significa que las organizaciones supranacionales sean omnipotentes. No queda claro el alcance de los mecanismos jurídico-políticos de la ONU y la OEA. Queda claro que sus funcionarios tienen más paciencia que los pueblos a los que deben asistir en sus luchas contra los poderes dictatoriales. La actual coyuntura guatemalteca y nicaragüense los ha sometido a un duro test. Estamos presenciando sus dolorosos límites y la morosidad de sus desdentados recursos y sus parsimoniosos protocolos, pero también el compromiso y profesionalismo de algunos de sus funcionarios. Sigue siendo patente que el brazo supranacional de las finanzas tiene más fuerza que el de los derechos humanos, como si el animal supranacional fuera un cangrejo violinista con brazos extremadamente desiguales. Por eso se requirió el golpe que impone la Nica Act a través de los IFIs, genuino poder eficaz entre las entidades supranacionales, para bien y para mal.