9 de abril 2024
X (antes Twitter) sirve para hacernos amigos y enemigos sin siquiera conocerlos. Sirve para armar y desarmar grupos de afinidad. Para comunicar y para insultar. Para informarnos y para entretenernos. Para resolver problemas y para perder el tiempo. Para unirnos y para dividirnos.
Los líderes y personas influyentes se valen de esta plataforma para difundir sus frases, transmitir sus impresiones, comunicarse con sus públicos y seguidores. Los presidentes lo utilizan para anunciar sus decisiones. Lo que hasta ahora no había sucedido es que dos países vieran deteriorar sus relaciones y colocar a los Gobiernos al borde de la ruptura por una escalada de insultos y agresiones verbales entre mandatarios que se canaliza a través de X, pasando por encima de sus relaciones diplomáticas habituales.
Es lo que está sucediendo con la saga de agravios y exabruptos que se vienen prodigando el presidente argentino Javier Milei, calificando al presidente de México, Andrés López Obrador, de “ignorante” y al presidente de Colombia, Gustavo Petro, de haber sido un “asesino terrorista y comunista”. Estos, de su parte, ya se había referido con gruesos calificativos al mandatario argentino en una pelea que lleva varios meses.
La enemistad ideológica se traslada al plano de la enemistad personal, y un presidente deja de representar a su país ante el mundo para convertirse en el representante de quienes lo votaron y simpatizan con sus ideas, en su país y en el exterior.
Desaparecen así las relaciones entre los Estados para transformarse en una arena de combate o circo romano virtual en el que gladiadores libran sus batallas como representación de una guerra entre naciones, mientras la audiencia digital —masivas hinchadas multinacionales— aclama a unos y vitupera a los otros posteando y comentando y reposteando sus barbaridades. Los improperios proferidos atraen la atención, generan tendencia y un impacto real que obliga a las cancillerías a activar sus protocolos de crisis, mientras unos y otros se echan la culpa de quién fue el que empezó.
Lo puso en su justo término la candidata presidencial de la oposición mexicana Xóchitl Gálvez, al comentar los últimos cruces: “Los trapos sucios los lavamos en casa”, escribió en su cuenta de X, “No le permito a Javier Milei que hable mal de Andrés Manuel López Obrador. De ese me encargo yo”. Mientras tanto, Milei, lejos de disculparse con su par colombiano, reposteó mensajes en su apoyo como este: “El exguerrillero y narcomarxista @petrogustavo nos hizo un favor: una embajada menos que mantener en un país que mientras esté gobernado por este delincuente, se torna inviable”.
No es, por cierto, culpa de las redes sociales que los políticos se comporten como energúmenos o pendencieros, novedad que le debemos a Donald Trump y en la que presidentes como Nicolás Maduro, Nayib Bukele o Daniel Ortega se mueven como peces en el agua. Aunque las características de las redes sociales vayan reformateando las cabezas de quienes navegan horas y horas leyendo, escribiendo y posteando mensajitos cortos, juicios ligeros, comentarios soeces y datos sin verificar.
Son nuevas formas de comunicar y de participar, nos dicen los gurúes de su impacto favorable, que agilizan y horizontalizan la vida pública, eliminan las intermediaciones en el gran ágora global. Ahora vamos ingresando en una nueva dimensión: se puede dirimir, tramitar o generar conflictos diplomáticos a través de las redes sociales y hasta romper relaciones por Twitter.
Tratándose de una figura de las características excéntricas de Javier Milei es difícil saber por qué lo hace, si para ganar amigos o enemigos, si para comunicar o para insultar; si está actuando seriamente de ese modo respondiendo a su ideología o simplemente se está divirtiendo y buscando entretener a las audiencias que lo siguen. Si para mostrarse como un enfant terrible, provocador nato, o porque cree que es el mejor modo de transmitir sus ideas libertarias.
Al fin y al cabo, como señaló la canciller argentina, Diana Mondino, “una cosa son los presidentes y otra las relaciones entre sus países”. De tal modo que los presidentes pueden dar rienda suelta a lo que se les viene en gana decir y se pueden comportar como pirómanos mientras sus cancillerías corren detrás como bomberos para apagar los incendios que provocan, sin que las relaciones bilaterales resulten dañadas. Para una cultura tan fuertemente presidencialista como la latinoamericana, suena a un argumento algo ingenuo o pueril.
*Artículo publicado en Latinoamérica21.