18 de agosto 2020
Desde hace casi seis meses, el 18 de marzo exactamente, decidí confinarme en mi casa. Mi trabajo me lo permite pues soy gerente y trabajadora del manejo de mi cerebro y mis manos; de la imaginación y la escritura.
De no ser por la pandemia, hubiese salido de Nicaragua el 19 de abril hacia Albuquerque a presentar el libro de memorias de mi amiga poeta, fotógrafa y cronista, Margaret Randall. De allí iba a volar a Vermont a dar una conferencia en la Universidad, de allí a Canadá al Festival Bleu donde iba a recibir un premio, luego a Madrid porque la Casa de América me dedicaba la Semana del Autor y de allí a Alemania a un tour para presentar mi libro de ensayos Rebeliones y Revelaciones que se publicó en mayo en traducción alemana. Habría sido un viaje cansado pero importante para mi oficio y mi carrera; un viaje donde habría visto amistades y conocido Montreal, ciudad en la que nunca estuve antes.
Mi mundo, igual que el de la mayoría de sus habitantes, se paralizó. Confieso que con espíritu de “al mal tiempo, buena cara” pensé que, después de todo, no me vendría mal el tiempo libre para escribir con calma y sin las interrupciones que significan los viajes. Nunca he podido escribir cuando ando en esas giras. Hay mucho que hacer y termino cansada por las noches, pues siempre está la tensión de hacer bien las cosas, de sonar “inteligente” todo el tiempo; las entrevistas, las conferencias, los encuentros con el público y sus preguntas. Siento mucho si les sueno pesada, pero como dice el dicho: “no es lo mismo verla venir que platicar con ella” Desde que, a los autores, en el mundo moderno, las editoriales nos designaron como promotores de nuestros libros, esos viajes son de trabajo. Hay cenas y encuentros con amigos intercaladas, pero andar de un país al otro sin tiempo para ver más que el hotel o algún restaurante, no es “pasear” como parecería.
Lo que no esperaba era que el mundo virtual entrara por vía de mi computadora a demandarme un número similar de apariciones públicas. Los programas de instituciones y espacios culturales, de universidades y festivales, obligados a la virtualidad por efectos de la peste, empezaron a tocar a mi puerta. No sé cuántas veces en estos meses he hecho apariciones por zoom, presentaciones por zoom, lecturas por zoom. Me cuesta decir que no y siento hasta obligación por apoyar a ese mundo de la cultura orillado a depender de las redes sociales, las transmisiones por Facebook, por Instagram, los podcasts. Uno piensa en la gente confinada en sus apartamentos, necesitada de oír de libros, de entretenimiento, y quiere aportar a paliar el aburrimiento general. Uno piensa que los libros ayudan a pasar el tiempo, a aprovecharlo y que, si los escritores no estimulamos la lectura en esta situación, no estamos cumpliendo con ellos, ni con nosotros mismos que, por supuesto, necesitamos a los lectores.
Confieso que empecé con entusiasmo, pero poco a poco, creo que a medida que subía mi nivel de sensación de encierro, que subían los números de los muertos, que no se veía, como aún no se ve, el fin de la pandemia, y aumenta la conciencia de lo que significará para el mundo entero: desempleo, pobreza, y duelos prematuros, la irrealidad de la nueva realidad, me sacudió; es más ahora soy habitante y actora reticente de una nueva experiencia incorpórea.
Las pantallas, la vida en esos salones virtuales, los webinars (seminarios virtuales), las entrevistas por zoom, curiosamente resultan agotadoras. Estar en una pantalla, viéndose uno mismo, consciente de estar sola pero bajo el escrutinio de muchos, cansa. Uno extraña los ojos de los demás, las reacciones, las risas. Uno extraña hasta las toses del auditorio. Nada puede competir con los sonidos de la vida, con la presencia de los otros. Encuentro que, cuando termino una de esas presentaciones virtuales, necesito un trago, salir al jardín, volver a sentirme de carne y hueso.
Sin duda que es una suerte que contemos con esos medios de comunicación. Cuando yo era niña, tales adelantos sólo se veían en las películas del espacio o en las de ciencia ficción futurista. Pero es obvio que no estamos hechos para que esa sea la alternativa para el intercambio de ideas o que sean un sustituto para la presencia de los demás. Para colmo, mis ilusiones de tiempo libre se desvanecieron. A veces pienso que estoy más ocupada que antes.
Y, sin embargo, no me arrepiento de mi decisión de quedarme en casa, agradezco el privilegio de seguir trabajando desde mi casa. Esta pandemia es peligrosa y cada uno de nosotros es responsable de su salud, sobre todo en un país donde el Estado actúa contra los dictados de la racionalidad promoviendo multitudes mientras los dirigentes guardan celosamente su cuarentena.
Pero anhelo el retorno de los días de comunidad, espero que lo virtual, las redes, la tele, dejen de ser el único contacto humano permitido. Espero que detengamos los contagios cuidándonos todos, que no tengamos que pagar el precio de tanta muerte, separación y zoom indefinidamente.