15 de enero 2023
Recordarán los lectores que, a finales de marzo del 2022, luego de un trimestre de relativa calma, meses en que las cifras de mortalidad causada por las pandillas salvadoreñas se había reducido de forma considerable, durante el fin de semana del 25, 26 y 27 de marzo, esa tranquilidad estalló de forma trágica, con un resultado de 87 asesinatos.
La polémica reacción del gobierno salvadoreño es bien conocida: solicitó a la Asamblea Legislativa bajo su control, declarar el Estado de Excepción, que suspende derechos y libertades ciudadanas fundamentales, como la libertad de asociación y parte del derecho a la defensa en los procesos judiciales. La reacción internacional fue sonora, los señalamientos sobre las violaciones a los Derechos Humanos por parte de Bukele, el ejército y los cuerpos policiales volvió a caldearse y denunciarse.
Sin embargo, tras la explosión de criminalidad, muchos comenzaron a preguntarse qué había pasado. Qué explicaba tan demencial y sanguinario auge, después de un trimestre en que se sucedieron varios días de cero muertes. Fue entonces cuando El Faro -diario digital pionero en América Latina- sorprendió a los lectores de El Salvador y de América Latina, con un anuncio: los 87 asesinatos eran el resultado del rompimiento de una tregua pactada por el gobierno del presidente Nayib Bukele y los delincuentes.
Aunque, como es previsible, el gobierno saltó a desmentir que haya realizado negociaciones con los líderes de las ‘maras’ -nombre con el que se conoce a las pandillas salvadoreñas-, desde entonces, no han cesado de producirse testimonios e investigaciones periodísticas que confirman que, desde junio de 2019, se vienen produciendo negociaciones. De hecho, hace pocos días, el 4 de enero, El Faro publicó un muy detallado reportaje, “Gobierno utilizó a líderes pandilleros para detener la masacre de noviembre de 2021”, que añade otro capítulo al expediente de las intensas, recurrentes y problemáticas relaciones que hay entre el alto mando de las pandillas y el alto mando gubernamental de ese país.
Mientras la compleja “guerra” que Bukele ha desatado en contra de las pandillas se desarrolla, incluso con zonas de distensión y “diplomacia” (a esto hemos llegado, gobiernos estableciendo pactos con la delincuencia común, tal como lo pronosticó Moisés Naím en el 2005, en su libro “Ilícito”), Maduro se ha interesado por los métodos de Bukele.
Se ha preguntado, ante su círculo más inmediato, si su gobierno podría realizar operaciones semejantes que, además de controlar o reducir la acción de las bandas que no son aliadas del régimen (porque hay otras, como varios de los subgrupos del Tren de Aragua, que tienen ‘protectores’ en las entrañas del régimen), le produzca bonos de popularidad ante la opinión pública.
No solo para alimentar la estrategia propagandística de normalización, central para el régimen que quiere sacarse de encima las sanciones, sino también por el posible beneficio que algunas operaciones contra unas pocas bandas, operaciones dotadas de cámaras de televisión y periodistas adeptos, podrían generarle ante un posible escenario electoral, si la presión internacional a favor unas elecciones con garantías termina por imponerse.
La respuesta a la interrogante, al propósito de Maduro es no: no es posible realizar en Venezuela operaciones contra las bandas de delincuentes, a la manera de Bukele. Y no lo es por un conjunto de razones que me propongo explicar a continuación.
La primera de ellas, es que entre las fuerzas armadas de la República de El Salvador y las de Venezuela, las diferencias son abismales. Las de la nación centroamericana han logrado preservar en su jerarquía superior, preceptos militares, profesionales y un reconocido sentido del deber con los intereses de la nación, que no guardan ninguna correspondencia con las venezolanas, sobrecargadas de generales -muchos de ellos dedicados a negocios y a actividades ilícitas-, burocratizadas, politizadas, llenas de batallones hambrientos y que, en muchos lugares del país, carecen de los equipos, de los pertrechos y la dotación mínima necesaria para hacer su trabajo.
El otro elemento, vinculado al anterior, es que -entre otras razones, a causa del hambre y la precariedad que impera en los cuarteles, especialmente en las regiones oriental y sur del territorio- el número de funcionarios de la base y de los niveles medios que aparecen involucrados en delitos, es llamativamente alto. En muchos lugares del mundo se ha debatido las consecuencias del fuero militar, como factor que estimula la delincuencia por parte de los uniformados. Los expertos dicen que cuando el número de efectivos-delincuentes supera el 1%, puede hablarse de una institución en crisis. ¿Qué decir del caso venezolano, donde se cuentan por centenares o miles los que extorsionan, roban, atracan, operan en alianza con el narcotráfico y más?
Y todavía hay otro elemento más profundo que considerar: que las fuerzas armadas venezolanas de hoy, burdamente politizadas, sirviendo a intereses de Cuba, Rusia e Irán, corrompidas hasta los tuétanos, no tienen como su objetivo proteger a los ciudadanos venezolanos. Su objetivo es único y concentrado: servir, proteger y garantizar la impunidad de la cúpula en el poder.
Al contrario, los ciudadanos son sus enemigos estructurales. Lo explico: todo aquel que aspira a la libertad, que quiere expresar sus opiniones, que se proponga ejercer su derecho constitucional a la protesta; todo aquel que se pregunte por el control del territorio, por la destrucción del Amazonas o por el desplazamiento forzado de comunidades indígenas en la zona sur del país; todo aquel que pregunte o proteste por el asesinato de dirigentes indígenas; o por las prácticas de extorsión y robo descarado y a la luz del día de bienes de productores del campo en los estados andinos y en los estados fronterizos; todo aquel que observe cómo proceden en perfecta coreografía uniformados y delincuentes, entenderá que las fuerzas armadas venezolanas no podrían actuar a lo Bukele, porque eso significaría ir en contra de una parte de sí misma y contra algunos de sus jefes.