17 de agosto 2022
En los últimos años, han aparecido formas de Gobierno no democráticas que utilizan la legitimación y manipulación en tanto recursos para la conservación del poder. Estos nuevos o renovados despotismos, como lo denomina el experto John Keane, dentro y fuera de América Latina, basan parte de su resiliencia en combinar cualidades básicas de la autocracia y elementos subordinados de la democracia. Su éxito depende de la capacidad de desplegar, de modo controlado, una violencia efectiva, de institucionalizar sus mecanismos adaptativos —como la deliberación y consulta tecnocráticas— y de promover un desarrollo socioeconómico sin libertad política.
Estos regímenes de la pos Guerra Fría recuperan los viejos recursos de la represión clásica, pero los combinan con la desinformación, la manipulación y la simulación, tanto en el espacio físico de las instituciones y plazas como en el de la esfera virtual. Su discurso abriga un collage de ideas y léxicos —ambientalismo y desarrollo, tradición y modernización, deliberación y consulta ciudadana— que dibujan retóricamente cierto horizonte de progreso. Se trata de gobiernos expertos en las artes de la manipulación, la seducción, la cooptación y la represión selectiva —coerción calibrada— o ampliada, como las desplegadas en tiempos recientes en Alma Atá, Shanghái o San Petersburgo.
Son regímenes en los que se despliegan las artes de la manipulación que Iván Krastev, politólogo y presidente del Centro de Estrategias Liberales de Sofía (Bulgaria) y Stephen Holmes, profesor de Derecho de la Universidad de Nueva York,—al analizar las acciones de imitación expandidas tras el fin de la Guerra Fría— han llamado el arte de hacer realidad apariencias políticas. Una práctica para legitimar el poder de Estados autoritarios en el mundo poscomunista sobre el telón de fondo de una retórica democrática globalizada. Los encargados de esa tarea son llamados tecnólogos políticos.
Los tecnólogos políticos son una suerte de híbrido entre el consejero cortesano de las monarquías absolutas, el propagandista de las dictaduras leninistas y los expertos en marketing político de las democracias liberales. Especialistas en manipular la opinión pública con objetivos afines a las élites del sistema autoritario, los tecnólogos políticos no operan con base en las ocurrencias de mentes brillantes. Estos adquieren su rol a partir de equipos multidisciplinarios, encabezados por alguna figura autorizada.
Según Krastev y Holmes, estos tecnólogos políticos son “enemigos intransigentes de las sorpresas electorales, del pluralismo de partidos, de la transparencia política y de la libertad de unos ciudadanos bien informados para participar en la elección de sus gobernantes”. Maquillan el autoritarismo con apariencias democráticas. En un mundo pos-1989 en el que los autócratas eligen prevalecer al incorporar —desnaturalizándolas— las técnicas y retóricas republicanas.
Los tecnólogos políticos realizan un trabajo “creativo” en coyunturas sensibles —elecciones, escándalos, protestas, procesos constituyentes— para los autoritarismos nativos y mantienen la ilusión de apertura y pluralismo dentro de entornos restrictivos. En la popular serie “El servidor del pueblo”, el candidato Vasily P. Goloborodko se ve asediado por un tecnólogo político, quien le vende su oferta como único modo de prevalecer dentro de una competencia falseada por los oligarcas.
La tecnología política opera a través de un ecosistema de ONG gubernamentales (GONGOS), medios de prensa autorizados e intelectuales reformistas, todos leales a las élites y narrativas centrales del sistema. Con sus recursos comunicacionales e intelectuales, los tecnólogos políticos refuerzan la gobernanza cuando no conviene aplicar la violencia excesiva. Dentro de la cobija del Estado autoritario, ideología oficial y tecnología política establecen una división del trabajo. La ideología tradicional se orienta a las masas, cautiva de medios e información masivos a través de los canales estatales, mientras que la tecnología política seduce —a través de medios “alternativos”— a segmentos conectados de élites nativas y públicos foráneos.
Varios tecnólogos políticos son famosos en países y circuitos del universo autocrático global. En Rusia destaca Gleb Pavlosvsky, antiguo disidente soviético y asesor —desde su Fundación para las Políticas Efectivas— de Boris Yeltsin y Vladímir Putin. En Venezuela tenemos al sociólogo Oscar Schémel, dueño de la encuestadora Hinterlaces e integrante de la Asamblea Constituyente del madurismo. En China encontramos a Eric Li, empresario, tertuliano digital y fundador del conglomerado mediático Guancha. La lista es larga.
Sin embargo, en la medida que los autócratas se ven desafiados, con inteligencia y compromiso por sus oponentes, tienden a cerrar los espacios mínimos de disenso. Es lo que ha sucedido recientemente en elecciones y plazas de Hong Kong, Moscú o Managua. Llega entonces el momento de la represión desembozada, de las prácticas tradicionales de las dictaduras clásicas. Parecería que, en medio de la ola autocrática en curso, cada vez más veremos desenlaces como esos. En semejantes escenarios, la oportunidad de los tecnólogos políticos tiende a reducirse. Cobran protagonismo los propagandistas puros y duros de las autocracias, como vemos hoy en el ecosistema mediático del Kremlin luego de la deriva provocada por la invasión a Ucrania. Cualquier forma de pensamiento sobre la política se inserta siempre en estructuras y dinámicas de poder específicas. En tanto no existe exterioridad entre poder, academia y economía política, es posible comprender cómo un régimen no democrático puede implicarse en la producción de ideas y discursos afines a sus objetivos. Como ha señalado en una obra reciente el colega latinoamericano Paulo Ravecca: una dictadura subsiste porque mata y reprime; al tiempo que, en ocasiones, cobija una intelectualidad leal que piensa y publica. Ese solapamiento estructural entre violencia estatal y ciencia política autoritaria adquiere un carácter orgánico en el nexo entre poder y conocimiento encarnado por los tecnólogos políticos.
Texto original publicado en Latinoamérica21