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Los "Pandora Papers" y el riesgo para la democracia

Cuanto más insistan las élites ricas y sus abogados en que todo lo que hacen es legal, menos confiará la gente en las leyes

Katharina Pistor

14 de octubre 2021

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La publicación de los «Pandora Papers», el nuevo trabajo del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (conocido por la sigla en inglés ICIJ), ha generado un escándalo mundial. La investigación del ICIJ descubrió a políticos, empresarios, deportistas e importantes figuras culturales ocultando y falseando su riqueza. Pero ¿qué probabilidades hay de que los abogados y contadores que los ayudaron deban rendir cuentas?

Las prácticas que la investigación del ICIJ sacó a la luz no son nada nuevo. Es verdad que la escala de las operaciones, su sofisticación y el grado de poder de fuego legal empleado para que los ultrarricos y poderosos puedan burlar la ley son un tema digno de salir en las noticias. Pero lo único realmente sorprendente es el hecho de que para exponer estas prácticas tuvieron que trabajar más de 600 periodistas de todo el mundo (a menudo, arriesgando su seguridad y sus carreras). Las dificultades que enfrentaron son prueba de hasta qué punto abogados, legisladores y tribunales han sesgado las leyes en favor de las élites.

Para ocultar su riqueza, los ricos y poderosos actuales se valen de estrategias legales que existen hace siglos. En 1535, el rey Enrique VIII de Inglaterra impuso restricciones a un instrumento legal llamado «uso», ya que ponía en riesgo las relaciones (feudales) de posesión de la tierra de aquel tiempo y servía como instrumento para no pagar impuestos. Pero astutas maniobras legales permitieron reemplazarlo en poco tiempo por otra figura todavía más poderosa: el «fideicomiso» (trust).

El trust (una figura que los abogados codificaron, y los «tribunales de equidad» del derecho anglosajón reconocieron) sigue siendo una de las herramientas legales más ingeniosas jamás inventadas para la creación y preservación de riqueza privada. En los viejos tiempos servía para que los ricos pudieran eludir las normas sobre la herencia. Hoy es el instrumento favorito para la elusión fiscal y la estructuración de activos financieros (entre ellos, títulos con respaldo en activos y sus derivados).


Desde un punto de vista funcional, el fideicomiso altera los derechos y obligaciones relacionados con la posesión de un activo, por fuera de la normativa formal aplicable, creando al hacerlo un derecho de propiedad encubierto. Para la constitución de un fideicomiso son necesarios un activo (por ejemplo, inmuebles, acciones o bonos) y tres personas: el propietario (fiduciante), el administrador (fiduciario) y el beneficiario. El propietario transfiere el título legal sobre el activo (aunque no necesariamente la posesión real) al fiduciario, que se compromete a administrarlo en nombre del beneficiario según las instrucciones del propietario.

El acuerdo puede ser totalmente secreto, ya que no hay obligación de registrarlo o revelar las identidades de las partes. Esta falta de transparencia convierte al fideicomiso en el instrumento perfecto para jugar al escondite con acreedores y autoridades tributarias. Y como el título legal y los beneficios económicos se dividen entre las tres personas, ninguna de las tres necesita asumir las obligaciones derivadas de la posesión.

El fideicomiso no se convirtió en el instrumento legal favorito de las élites globales por obra de alguna mano invisible del mercado, sino por un diseño legal deliberado. Los abogados fueron corriendo los límites legales; los tribunales reconocieron e hicieron valer sus innovaciones; y luego los legisladores (a quienes en muchos casos se puede suponer en deuda con donantes ricos) sancionaron estas prácticas en la legislación escrita. La eliminación de restricciones fue ampliando la aplicabilidad del derecho fiduciario.

La introducción de estas modificaciones legales permitió incluir en los fideicomisos una variedad de activos cada vez más grande y designar como fiduciarios a personas legales (en vez de jueces y otros individuos respetables). Además, se limitaron los deberes y obligaciones legales del fiduciario, y la duración de los fideicomisos se volvió cada vez más elástica. La combinación de estos ajustes legales convirtió al fideicomiso en un instrumento a la medida de las finanzas globales.

A los países que carecían de una figura de esta naturaleza se los alentó a emularla, y se aprobó un tratado internacional (el Convenio sobre la Ley Aplicable al Trust, La Haya, 1985) en tal sentido. Allí donde los legisladores se opusieron a crear la figura de fideicomiso, los abogados idearon instrumentos equivalentes sobre la base del derecho aplicable a fundaciones, asociaciones o corporaciones, apostando (a menudo, con razón) a que los tribunales reconocerían sus innovaciones.

Mientras algunas jurisdicciones hacían todo lo posible para ofrecer entornos legales propicios a la creación de riqueza privada, otras intentaron oponerse al arbitraje impositivo y legal. Pero ninguna restricción legal funciona si las legislaturas no tienen control sobre la determinación de qué leyes se aplicarán en su jurisdicción; y en la práctica, la era de la globalización ha dejado a la mayoría de las legislaturas desprovistas de ese control, ya que la ley se ha vuelto portable. Si un país no tiene la legislación «correcta», tal vez exista en otro. Mientras una actividad se realice en un lugar que reconozca y haga valer la ley extranjera, el papeleo legal y contable se puede transferir a la jurisdicción más favorable, y asunto resuelto.

Es decir, los sistemas legales nacionales se han vuelto alternativas dentro de un menú internacional de opciones, en el que los dueños de activos pueden elegir a qué leyes quieren atenerse. No necesitan pasaporte o visa, una cáscara legal es suficiente. Mediante la asunción de una nueva identidad legal, unos pocos privilegiados pueden decidir cuánto pagar de impuestos y qué regulaciones tolerar. Y si se presentan obstáculos legales más difíciles de superar, los principales estudios jurídicos del mundo tienen abogados que pueden redactar leyes para que cualquier país se ponga a la altura de las «mejores prácticas» de las finanzas internacionales. En esto, sirven de modelo paraísos fiscales y fiduciarios como Dakota del Sur y las Islas Vírgenes Británicas.

Los costos de estas prácticas los padecen quienes no tienen tanta movilidad o riqueza. Pero los daños derivados de convertir la ley en una mina de oro para ricos y poderosos trascienden con creces las desigualdades inmediatas que eso genera: en la medida en que esas prácticas ponen en duda la legitimidad de la ley, son un riesgo para los cimientos mismos de la gobernanza democrática.

Cuanto más insistan las élites ricas y sus abogados en que todo lo que hacen es legal, menos confiará la gente en las leyes. Tal vez las élites globales puedan seguir explotando las leyes para crear riqueza privada, pero tarde o temprano, todas las minas se agotan. Una vez destruida la confianza en las leyes, será difícil recuperarla. Y los ricos habrán perdido el activo más valioso que tienen.

Texto original publicado por  Project Syndicate


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Katharina Pistor

Katharina Pistor

Profesora de Derecho Comparado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Columbia. Autora de "El Código del Capital: Cómo la ley crea riqueza y desigualdad".

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