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Los orígenes de la conducta de Putin

El desafío para Occidente es evitar que la confrontación trágica que tiene lugar en Ucrania se convierta en apocalíptica

Vladímir Putin

El presidente ruso, Vladímir Putin, a su llegada a una reunión en el Kremlin, en Moscú. Foto: EFE/Sergei Ilnitsky

Nina L. Khrushcheva

19 de octubre 2024

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Esta no es estrictamente una reseña del reciente libro de Serguéi Radchenko, Gobernar el mundo: la búsqueda de poder global del Kremlin durante la Guerra Fría. Más bien, es una invitación a hallar en el libro una mirada novedosa sobre los orígenes de la conducta rusa en la política exterior, acorde con la famosa evaluación que hizo en 1947 el diplomático estadounidense George F. Kennan sobre los “orígenes de la conducta soviética”.

Mediante un análisis centrado en la lógica que guiaba la política exterior de la dirigencia soviética, Radchenko espera dilucidar la (a menudo) sangrienta búsqueda del presidente ruso Vladímir Putin de devolver a Rusia la condición de gran potencia a la par de Estados Unidos.

Desde Iósif Stalin hasta Mijaíl Gorbachov, la dirigencia soviética compartió con Putin el anhelo de prestigio ligado a la condición de “gran potencia”. Leonid Brézhnev, quien sucedió a Nikita Jrushchov en 1964, imaginaba un mundo “coadministrado” por la Unión Soviética y Estados Unidos, en un contexto de respeto mutuo como “iguales”. Pero como explica Radchenko, mientras Estados Unidos accedió en los papeles a una relación igualitaria, los soviéticos se sentían “forzados a una posición humillante de delincuentes, sermoneados por alguien que (en la realidad) tampoco estaba a salvo de reproches”.

Putin ha tenido una experiencia similar. Desde que asumió el poder hace casi un cuarto de siglo, ha buscado igualdad con el Occidente liderado por Estados Unidos. Por ejemplo, hubo un tiempo en el que aceptaba a la OTAN e incluso deseaba que Rusia ingresara a ella. Pero siempre creyó que el tamaño de Rusia y su papel histórico en los asuntos mundiales le daban derecho a un trato especial: Rusia no es un país más, y Occidente debía actuar en consecuencia, sopesando cuidadosamente el efecto de sus decisiones sobre los intereses y percepciones de riesgo de Rusia.


Occidente no pensaba igual. Cuando en 2004 la OTAN admitió a tres antiguas repúblicas soviéticas (Estonia, Letonia y Lituania), Putin comenzó a ver la Alianza como una amenaza existencial. Pero la gota que colmó el vaso (y uno de los principales motivos de la invasión rusa de Georgia en 2008) fue la perspectiva de admisión de Ucrania y Georgia.

Aunque pueda parecer excesiva, esta reacción es esencialmente rusa. Como explica Radchenko, Putin (lo mismo que todos los líderes soviéticos) comparte un temor fundamental con Rodión Raskólnikov, el protagonista del clásico de Fiódor Dostoyevski Crimen y castigo: no responder enérgicamente a las humillaciones de la vida implica ser una “criatura temerosa”, cuyos derechos e intereses no protegerá nadie. No es posible tolerar el desdén de otras potencias, y mucho menos la hostilidad.

Putin lo puso en claro desde el principio. Cuando en 2000 asumió la Presidencia, advirtió a Occidente de las consecuencias de rechazar a Rusia: “Nos veremos obligados a encontrar aliados y reforzarnos. ¿Qué más podemos hacer?”. De modo que cuando, en 2014, Estados Unidos dio apoyo declarado a la revolución de la plaza de la Independencia (Euromaidán) en Ucrania, que llevó a la destitución del presidente prorruso Víktor Yanukóvich, Rusia anexó Crimea.

Que el presidente estadounidense Barack Obama desestimara a Rusia llamándola “potencia regional” fortaleció aún más la determinación de Putin de afirmar el lugar internacional de Rusia. Para demostrar que hablaba en serio, en 2022 lanzó la invasión total de Ucrania. Si Occidente no le da a Rusia lo que le corresponde, Putin defenderá sus intereses por la fuerza. ¿Qué otra cosa podía hacer?

De modo que cuando el presidente ruso dice que si Estados Unidos y el Reino Unido permiten a Ucrania disparar contra Rusia misiles de largo alcance provistos por Occidente (como ha solicitado el presidente ucraniano Volodímir Zelenski), entonces una guerra entre la OTAN y Rusia será inevitable, no es posible tomarlo a la ligera.

Aunque Putin no amenazó abiertamente con usar armas nucleares (solo dijo que los cambios en la naturaleza del conflicto demandaban una respuesta específica, de modo que a partir de ahora la doctrina nuclear rusa tendrá un umbral de acción más bajo), varios miembros de su círculo invocaron el fantasma de las armas nucleares en forma mucho más directa.

Por supuesto, una respuesta nuclear no está garantizada. Como señaló hace poco un titular del Washington Post, “Ucrania sigue cruzando líneas rojas de Rusia y Putin vacila”. Pero este modo de pensar puede ser peligroso. Al fin y al cabo, la fórmula del Kremlin es clara: soporta una presión creciente por un tiempo, pero en algún momento estalla.

Así pues, la decisión de Putin de no dar una respuesta enérgica a la incursión ucraniana en la región rusa de Kursk no significa que tolerará cualquier cosa. En algún momento decidirá (y no reparará en costos) que no le queda otra opción que demostrar que no es una “criatura temerosa”. Ese momento puede llegar si Ucrania ataca con misiles en lo profundo del territorio ruso.

En general, los observadores occidentales parecen convencidos de que Rusia no usará armas nucleares porque en una guerra nuclear no hay “ganadores”, pero la irritante lógica de Dostoyevski hace pensar que para Putin, exponer a Rusia a una represalia nuclear puede ser el precio de enfrentar a quienes busquen subyugarla.

Aunque se retuerzan de dolor por las quemaduras y el envenenamiento por radiación, los rusos al menos podrán sentirse orgullosos de no haber retrocedido. Los europeos, también quemados y envenenados, podrán tranquilizarse diciendo que no vacilaron.

Que Occidente piense que las amenazas de Putin son un farol no solo contradice la experiencia histórica, sino también sus propias advertencias de que Putin está decidido a atacar a países de la OTAN. Por ejemplo, el presidente estadounidense, Joe Biden, alertó en agosto que Rusia no se detendrá en Ucrania. Pero también aquí, Occidente malinterpreta a Putin: este en realidad preferiría evitar un enfrentamiento directo con la OTAN, pero el riesgo está en que decida que Occidente lo ha obligado.

En 1997, Kennan advirtió que “era de prever” que la expansión de la OTAN inflamara las tendencias “nacionalistas, antioccidentales y militaristas” de Rusia, ya que daba a los rusos la impresión de que su prestigio (“que para la mente rusa es lo primero”) y los intereses de seguridad del país resultarían “adversamente afectados”. Pero una confrontación no tiene por qué terminar en desastre; esto lo demostraron Jrushchov durante la crisis de los misiles en Cuba (1962) y Gorbachov con sus políticas de perestroika (reestructuración) en respuesta a la Iniciativa de Defensa Estratégica de Ronald Reagan. El desafío para Occidente es evitar que la confrontación trágica que tiene lugar en Ucrania se convierta en apocalíptica.

*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.

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Nina L. Khrushcheva

Nina L. Khrushcheva

Profesora de Relaciones Internacionales en “The New School” de Nueva York. Dirigió el Proyecto Rusia en el Instituto de Política Mundial. Autora de los libros “Imaginando a Nabokov: Rusia entre el arte y la política” y “El Khrushchev perdido: Un viaje al Gulag de la mente rusa”.

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