Guillermo Rothschuh Villanueva
16 de febrero 2020
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El ritmo de lectura de Los lobos de Praga lo impone la premura que envuelve al relato, al extremo que resulta difícil cerrar sus páginas
La novela negra sigue ganando adeptos, con el paso del tiempo el género se consagra. Arthur Conan Doyle, Raymond Chandler, Georges Simenon, Samuel Dashiell Hammett y Agatha Chistrie cautivaron a millones de seguidores. Lograron la creación de personajes perdurables dentro del mundo de la novele noir. Sherlock Holmes, Philip Marlowe, Jules Maigret, Sam Spade y Hércules Poirot, son hoy en día referentes universales. Personajes perdurables. Sobre esta corriente navega a sus anchas Benjamin Black, quien no es otro que el irlandés John Banville. No sé hasta donde influyó la revista Black Mask, un Pulp dedicado a la difusión de relatos de acción, con un formato de encuadernación rústico y papel barato, idéntico al que se utiliza para la publicación de los penecas, paquines o pasquines, para asumir este seudónimo.
El personaje más relevante de la novela negra en Nicaragua, es el inspector Morales, una creación exitosa de Sergio Ramírez. Para regocijo de sus lectores, con intervalo de ocho años, el exmiembro de la Policía Nacional reapareció en Ya nadie llora por mí (Alfaguara, 2017). Morales se consagró como detective en El cielo llora por mí (Alfaguara, 2009), rengo, probo, metido a investigador privado, permanece fiel a sus principios guerrilleros. El novelista Benjamin Black o John Banville, fue invitado por los herederos de Raymond Chandler, para resucitar al mítico Philip Marlowe, en la novela La rubia de ojos negros, (Alfaguara, 2014). Deseaban mantener viva la imagen de un detective curtido. Con el ánimo de demostrar que navega con brújula propia en el intrincado mundo de la novela negra, Benjamin Black se subió de nuevo al pódium.
Con Los lobos de Praga (Alfaguara, 2019), Black parte de hechos históricos para ofrecernos una obra sobrecargada de tensión y una inclinación especial por el suspense. El novelista crea a la vez personajes ficticios. Con desparpajo muda de piel a Katharina Strada, amante y madre de los seis hijos de Rodolfo II, de la casa de los Habsburgo, rey de Hungría y Bohemia y gobernante del Sacro Imperio Romano. Le nombra Caterina Sardo y la transforma en una mujer licenciosa, entregada a los placeres de la carne y a la conspiración. En un giño inesperado —un tanto flemático y desvergonzado— ofrece excusas por el retrato que hace de esta “dama sufrida e inocente”. Cínico añade “que lo menos que podía hacer era darle un seudónimo, por transparente que fuese. Mea culpa”. Una licencia de la que abusan los escritores.
Siguiendo la tradición de sus grandes maestros, trae de nuevo a Jeppe Schenckel, un enano al servicio de Caterina Sardo. Antes había sido miembro de número en la novela Kepler (1981) de John Banville. Autores de distintas procedencias terminan seducidos por sus propias criaturas. El afecto que guardan por algunos de sus personajes es denominador común en la literatura. Al sentir atracción por algunos de sus engendros, se enamoran de ellos, al extremo de mantenerlos vivos en varias de sus obras. El encantamiento surte efecto y no quieren soltarlos o desaparecerlos como ocurrió a Mario Vargas Llosa en La casa verde (1966), con el contrabandista brasileño-japonés Fushía. Un malandrín audaz. El novelista se sintió desolado al verse obligado a darle muerte. Triste resultó al deicida tener que matar a una criatura querida.
Es tradición en la novela negra crear personajes de los que el escritor pueda echar mano cada vez que lo deseé. Eso ocurre cuando uno o de sus protagonistas resultan paradigmáticos. Un ejercicio creativo que exige maestría. El personaje debe reunir una serie de atributos que el escritor va moldeando. Una invención convincente. Los entuertos que enderezan parecen imposibles de resolver. Una dura prueba. Tensión y suspenso caminan de la mano. No existe otra manera de generar simpatías y volver necesario su regreso al escenario. La atmósfera narrativa y el desarrollo de la trama mete a los lectores por callejones oscuros que le impiden discernir que está próximo a ocurrir. Despistarlos a cada momento. Cuando ya creían conocer lo que vendría, acontece algo diferente. En eso radica la magia de todo buen escritor.
Los sobresaltos provocados por la lectura de Los lobos de Praga y la fluidez del relato confieren a la novela un aura especial. Con la misma celeridad que Rodolfo II pasaba de un tema a otro, esa misma velocidad imprime Benjamin Black a su obra. El entorno palaciego resulta irrespirable. Las conspiraciones por ganarse el favor del emperador, entre Feliz Wenzel, Gran senescal y su Chambelán, Philip Lang, son infinitas. El antagonismo entre ambos personajes ocurre a lo largo del esclarecimiento del crimen encomendado a Christian Stern, joven ambicioso, cuyo mayor deseo antes de llegar a Praga, era servir bajo las órdenes de su Majestad. El asesinato de Magdalena Kroll, amante del emperador, lo conduce al lugar soñado. Nadie creía que Stern podría aclarar el agravio. Eso pensaban los confabulados.
En sus reflexiones, Stern llega al convencimiento que detrás de todo tinglado se ocultan las verdaderas fuerzas que conduce la vida de las personas. Detrás del mundo en que vivimos y realizamos nuestra vida, “hay un reino más profundo y secreto donde gobiernan los maestros de marionetas, y tiran los hilos que nos controlan y dirigen lo que imaginamos que es la libertad de nuestros actos”. Está convencido que “a los maestros ocultos, se nos permite entreverlos, cuando en toda su oscurana soberanía se dignan a mostrarse para intimidarnos y coaccionarnos”. El rey siempre camina desnudo. Tarde o temprano se sabe qué ocurre detrás de los muros del palacio. Por mucho que disfracen sus actos, al final de la tarde terminan conociéndose sus atrocidades. Una lección aprendida a puro pulso por el pueblo sufriente. Es quien resiente sus desmanes y arbitrariedades.
El dominio del entorno por parte de Benjamin Black, viene a ser el resultado de la lectura de dos textos que le ofrecen la ciudad y los personajes históricos de los que se asiste en su creación. Black dispensa cariño especial por Serafina. Su personaje favorito es esta joven muda no de nacimiento, sino porque le cortaron la lengua. Serafina está al servicio del Nuncio Girolano Malaspina, obispo de San Severo. Puso miel a la existencia de Stern cuando todavía vivía en la extraña casita del Callejón de Oro. Un personaje casi fugaz, discreta por su condición de sirvienta, pasa a ser para el autor, su personaje más entrañable. Tal vez obedezca a que no participaba en los juegos de sevicia, en un ambiente cargado de un olor fétido. Serafina, prudente y menuda, entregó a Stern la caja de su salvación. Ya olía a muerto.
Como todo buen novelista, Benjamin Black conjuga los elementos que vuelven atractiva su propuesta. La violencia atraviesa la densa y tambaleante situación que viven los servidores del emperador. La obra descorre el telón con el asesinato de su preferida, Magdalena Kroll. Igual suerte corrió su padre, Ulrich Kroll, uno de los alquimistas del emperador. Su novio, Jan Madek, es torturado antes de ser asesinado. Edward Kelley, otro alquimista, decidió suicidarse al saber que iba a ser nuevamente vejado. En la descripción de Praga, Black queda en deuda con nosotros. No sentimos crepitar bajo nuestros pies, una ciudad que percibe envuelta en una nieve permanente. Sus referencias a Praga son tangenciales. Muy pocas. Creí que iba a explayarse para mostrarnos la ciudad seleccionada para dar vida a su novela. Un vacío lamentable.
Otro elemento al que recurre todo buen novelista, es el erotismo, presente en las relaciones lascivas entre Christian Stern y Caterina Sardo. Su amante “hacía el amor con toda la pasión y la resolución de una devota ante el altar”, “tenía una inventiva inagotable, ideaba oscuros placeres que Stern no imaginaba”, “una sacerdotisa de la pasión”. Disfrutaba leyendo a Stern “libros obscenos de Aretino”. “Su lengua era al mismo tiempo suave y áspera, un caracol cubierto de arena”. Vivía inflamada de lujuria. Escamada al saber que Stern tuvo amores con la poeta Elizabeth Weston, quiso provocarle celos. Le confiesa que había sido amante de sir Kaspar, solo para dejar en evidencia que se encabritaba y ponía en pie de guerra, al saber que Stern se la había cogido. Suplicante le pide: —Cuéntame todo, no te calles nada. Sardo se comportaba como una sibarita en la cama.
El ritmo de lectura de Los lobos de Praga lo impone la premura que envuelve al relato. Un ritmo ascendente que fija la atención del lector, al extremo que resulta difícil cerrar sus páginas. A tono con las formas de redacción dominantes —como la mayoría de los escritores cayó rendidos ante el micro-relato— transité sus veinte y siete capítulos a una velocidad pasmosa. Una travesía fabulosa. El dominio de la técnica de la novel noir, permite a Benjamin Black hacer cortes bruscos, está persuadido que caeremos rendidos por la curiosidad y el deseo de saber el desenlace del capítulo siguiente. El encabalgamiento de los relatos, constituye el cordón umbilical que los une. El deseo por conocer a los autores de los asesinatos, lo determina su truculencia narrativa. Black utiliza dados cargados. Sabe de antemano que ganará la partida.
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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