21 de octubre 2015
La premisa de la trilogía de ficción de Suzanne Collins, que tanto éxito ha cosechado en su versión hollywoodense con Jennifer Lawrence como protagonista, es una auténtica fábula sobre la rebelión contra los opresores. En una sociedad post apocalíptica, una cúpula apodada “El Capitolio” vive atrincherada en una burbuja de poder y mantiene sojuzgada en una situación de hambre extrema a la gran mayoría empobrecida. Cada año, la tiranía organiza una especie de circo romano en el que doce jóvenes tienen que matarse entre ellos hasta que solo uno sobreviva en una grotesca competencia televisada, al mejor estilo de los reality shows de Donald Trump. Todo esto empieza a cambiar cuando la joven heroína desafía al poder exhibiendo no solo una destreza y valentía sin límites, sino además el arma secreta de la solidaridad; en vez de eliminar a sus compañeros, les propone cooperar y actuar juntos, encendiendo así la chispa de la revolución.
Como en estas tierras tropicales la realidad siempre doblega a la ficción, Los Juegos del Hambre del comandante Ortega y la Primera Dama superan con creces el grado de perversidad que pueda concebir la imaginación más desbordante de una trama novelesca. En Nicaragua, la sequía ha provocado hambre en el corredor seco del país en el que habitan centenares de miles de personas en más de 60 municipios. A pesar de la insistencia de organizaciones como Cáritas, el brazo social de la iglesia católica, el gobierno se resiste a declarar un estado de emergencia en la zona. Su alegato es que esto no es necesario porque ya existe un programa de ayuda oficial para paliar el hambre, sin embargo, en las comunidades la gente se queja porque la ayuda no es suficiente para todos y la poca que llega se distribuye privilegiando a los partidarios del régimen.
Ante ese drama humanitario, nació la iniciativa de los productores de Nueva Guinea y Río San Juan, campesinos de tierra adentro que desde hace más de dos años se oponen a la concesión del canal interoceánico que amenaza con expropiar sus tierras y provocar daños irreversibles en el medio ambiente del lago Cocicolba. Liderados por Francisca "Chica" Ramírez de la comarca La Fonseca, estos productores desafiaron al "Capitolio" local implantado en la Secretaría del FSLN y reunieron 800 quintales de alimentos para donarlos a mil familias de la zona seca de Nueva Segovia, ubicada a más de 400 kilómetros de distancia. Su delito, aparentemente, fue apelar a la solidaridad sin solicitar un permiso oficial y promover un encuentro con las víctimas del hambre sin ninguna clase de intermediarios. La respuesta inmediata fue un operativo policial decomisando los cuatro camiones en que eran transportados los alimentos, para impedir que fueran distribuidos a las familias que padecen hambre.
Cinco horas después, la primera dama Rosario Murillo hizo circular a una lista selectiva de destinatarios un comunicado atribuido al Sistema Nacional de Atención, Prevención y Mitigación de Desastres (Sinapred), en el que, sin mencionarlo, justifica el acto de vandalismo policial. El mensaje dirigido exclusivamente a instancias oficiales —medios sandinistas, diputados oficialistas, policía, gabinete, secretarios políticos, los operadores políticos Fidel Moreno y Gustavo Porras, el servicio exterior, así como al embajador de Venezuela y funcionarios de la FAO en Nicaragua— nos da la buena nueva de un acto de benevolencia presidencial para proteger a la población de consumir alimentos en mal estado. Sin demostrar el sustento legal de la nueva atribución de Sinapred y sin que el país esté oficialmente en emergencia, el gobierno ha decretado que: "toda ayuda que se quiera hacer llegar a las personas y familias afectadas por alguna situación debe ser canalizada a través de Sinapred, en especial cuando se trata de alimentos lo que permitirá reducir los riegos de cualquier afectación secundaria al consumo de los mismos".
Irónicamente, el autollamado régimen "Cristiano, Socialista, y Solidario", ahora pretende eliminar el hambre por decreto y aplastar la solidaridad por la fuerza. En los Juegos del Hambre de Ortega y Murillo, el hambre simplemente no existe fuera de los programas oficiales destinados a mitigarla a cambio de lealtades políticas, y por lo tanto, la solidaridad con los que padecen hambre, al margen del gobierno, tampoco resulta tolerable. Pero en el afán por imponer una nueva represalia contra los campesinos que se oponen a la concesión canalera, el régimen está reconociendo la doble falacia de su estrategia política disfrazada de seguridad alimentaria. Primero, ha dictado una norma que resulta prácticamente inaplicable pues no tiene capacidad para controlar la acción espontánea que desde hace años desarrollan decenas de organizaciones como Cáritas de la iglesia católica, Soynica, Acción contra el Hambre, las iglesias evangélicas, así como empresas privadas y asociaciones que diariamente apoyan con alimentos a comedores populares en barrios y escuelas. Y segundo, el régimen ha puesto en evidencia que su verdadero interés no son las políticas alimentarias ni el bienestar de la población, sino mantener a toda costa el monopolio de la intermediación política, económica y social con los pobres, un mecanismo de control que esta siendo amenazado por el surgimiento de redes de solidaridad, como el propio movimiento anticanal, Rancho Grande y Mina El Limón.
Para un régimen autoritario, no existe nada mas subversivo que la fuerza de la solidaridad, cuando los ciudadanos se deciden a luchar y arriesgarse por una causa justa, y Ortega sabe muy bien que esta no es otra película de Hollywood.