1 de mayo 2024
La lista de casos de la Corte Suprema de EE. UU. incluyó la semana pasada al destino de la democracia de ese país cuando los abogados discutieron sobre la naturaleza y los límites de la inmunidad presidencial. El caso que trata la Corte está relacionado con las acusaciones penales federales al expresidente Donald Trump por el supuesto intento de frustrar la transición pacífica del poder tras las elecciones de 2020: se lo acusa de solicitar de manera fraudulenta a funcionarios estatales que “encontraran” votos inexistentes a su favor y de coaccionar al vicepresidente Mike Pence para que certificara electores falsos, cuyos votos, de haber sido aceptados, hubieran permitido que Trump mantuviese el cargo.
Sus abogados afirman que solo un juicio político del Congreso puede vulnerar la inmunidad presidencial absoluta. El alcance de esa afirmación es increíble, ante ella, la jueza de la Corte Suprema Sonia Sotomayor preguntó si un presidente puede ordenar a los militares que asesinen a un rival político; otra jueza de la Corte Suprema, Elena Kagan, preguntó si el presidente podría vender secretos nucleares a adversario extranjero o intentar un golpe de Estado contra el Gobierno.
Sí, respondió el abogado de Trump, D. John Sauer, siempre que sean “actos oficiales”. ¿Pero no predispondría eso a los futuros presidentes “a cometer delitos”?, preguntó la jueza Ketanji Brown Jackson. ¿Qué impediría, se preguntó, que un presidente “convierta al Despacho Oval en la sede de las actividades criminales del país”?
Tal vez la preocupación de otro de los miembros de la corte, Brett Kavanaugh, sea la más significativa: cuando se inician acciones legales contra expresidentes, “la historia nos ha mostrado que eso no tiene fin”. El presidente de la Corte Suprema, John Roberts, pareció estar de acuerdo: “en muchos casos es muy fácil para los fiscales lograr que un jurado indagatorio emita una acusación formal”.
La jueza Amy Coney Barrett sugirió que la cuestión se podría solucionar de manera rápida y sencilla si el Gobierno limitaba las acusaciones a los “actos privados”; después de todo, pareciera que las partes coinciden en que si Trump no actuó en su condición de presidente no puede solicitar inmunidad.
¿Pero cómo se traza la línea entre los actos “privados” y los “oficiales”? Como lo reconoció Sauer, algunos de los actos vinculados con los cargos presentados, como firmar un formulario con acusaciones falsas sobre las elecciones, podrían considerarse privados, mientras que otros —como llamar al presidente del Partido Republicano— serían oficiales.
La complejidad aumenta debido a que la acusación federal plantea una “conspiración integrada”; según Michael Dreeben, el abogado del Departamento de Justicia que presentó el caso ante la Corte, incluso si se considera que Trump goza de inmunidad frente a las consecuencias de sus actos oficiales, los fiscales podrían presentar evidencia sobre ellos al jurado, ya que son relevantes para evaluar su conocimiento e intenciones.
Distinguir entre los actos oficiales y los privados no es el único desafío; según los abogados de Trump, todos los actos oficiales cuentan con inmunidad absoluta frente a las acusaciones penales, pero los abogados del Departamento de Justicia sostienen que solo los actos oficiales “principales” la ameritan.
Los actos “principales”, afirman, están definidos por las funciones presidenciales explicitadas en el Artículo II de la Constitución, incluyen las acciones llevadas a cabo como comandante en jefe (como dirigir tropas en terreno), el perdón presidencial y el poder de vetar legislación del Congreso. Según ese análisis, amenazar con despedir a los funcionarios del Departamento de Justicia que se nieguen a actuar en connivencia con él para mentir sobre el fraude electoral, o solicitar al vicepresidente que no certifique votos electorales oficiales pueden ser actos oficiales, pero no son parte de las actividades centrales, por lo que no les corresponde inmunidad.
Esos temas no resueltos llevaron a que Roberts preguntara si el caso no debe regresar al Tribunal de Apelaciones. Por supuesto, si eso ocurre —y es algo que probablemente sucederá— se deberá determinar en las audiencias cuáles de los actos son privados y cuáles oficiales, y cuáles son “centrales” y cuáles no. En ese caso sería imposible realizar el juicio antes de las elecciones de noviembre, en las que Trump es el presunto candidato del partido republicano. De ser reelecto, indudablemente, Trump ordenará al Departamento de Justicia que abandone completamente el caso.
Independientemente de lo que ocurra, no se lo podría juzgar por delitos federales mientras esté en ejercicio de la presidencia y, como presidente, Trump podría perdonarse a sí mismo. Esto explica por qué la principal estrategia todo este tiempo ha sido la de demorar el proceso.
Independientemente de lo que ocurra, se podría postular que la democracia estadounidense ya está atrapada en una desesperada espiral hacia el colapso. En palabras de Sotomayor, “una sociedad democrática y estable requiere la buena fe de sus funcionarios”. Además, la gente debe creer que los fiscales avanzarán con las acusaciones con buena fe y que los presidentes cumplirán su juramento de “proteger y defender la Constitución de Estados Unidos”.
Pero eso es precisamente lo que no suponen quienes defienden la inmunidad del Ejecutivo, como el juez de la Corte Suprema Samuel Alito; para ellos, la mala fe se ha convertido en norma y los expresidentes deben prever que serán blanco de acusaciones de mala fe, una amenaza invocada de manera explícita por Trump. Como defensor de una inmunidad amplia para los expresidentes, Alito se convierte en protector del presidente Joe Biden debido a que en caso de que Trump sea reelecto Biden sería el primero en sufrir “los interminables ciclos de represalias” previstos por el juez.
Alito, junto con otros jueces conservadores de la Corte Suprema, podría ampliar la inmunidad presidencial para evitar lo que percibe como un riesgo manifiesto a una “sociedad democrática y estable”; pero así convierte en realidad sus temores: confirmando que la mala fe es lo habitual —que EE. UU. se ha convertido en un país donde, en sus palabras, “el perdedor va a la cárcel”— Trump ya ganó y la democracia ha perdido.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.