30 de marzo 2016
Los viajes de Barack Obama a Cuba y Argentina ofrecen algunas lecciones a la izquierda y la derecha americanas que, lamentablemente, los extremos de una y otra no podrán asimilar. Quienes piensan las relaciones internacionales a partir de la premisa del realismo saben que los intereses no están reñidos con los valores o los principios. La izquierda o la derecha radicales, en cambio, no llegan a la política desde la ideología, como generalmente se cree, sino desde el afecto.
En Estados Unidos, el conservadurismo extremo rechaza la política de Obama hacia América Latina porque considera a sus vecinos del Sur como amenazas. América Latina es tierra de dictadores o de migrantes, que buscan trastocar la identidad nacional y el modo de vida de los estadounidenses. Los latinoamericanos no son vecinos, son enemigos, reales o potenciales, con los que no hay que tener libertad de comercio ni trato justo. Donald Trump y Ted Cruz explotan el sentimiento de duelo de muchos ciudadanos de Estados Unidos, cuando identifican al migrante con el asesino, el delincuente, el violador o el ladrón de puestos de trabajo.
En la extrema izquierda latinoamericana, aquella que en La Habana o en Buenos Aires se manifiesta contra la visita de Obama —con la diferencia de que en Cuba se manifestó después que Obama se fue, a través una batería penosa de artículos y editoriales en la prensa oficial—, también se piensan la política y las relaciones internacionales desde el duelo. Para esos extremistas, Obama no representa un gobierno demócrata que está de salida sino un imperio del mal que siempre hará daño a América Latina.
En esas izquierdas, la historia es memoria y la memoria es duelo. El pasado es una suma de infortunios causados por Washington, que nunca serán superados, aunque el presidente de Estados Unidos los reconozca o pida perdón por ellos. Obama es, para el extremismo de la izquierda latinoamericana, un político peor que Ronald Reagan o George W. Bush porque representa el mismo mal disfrazado de bondad y risa cordial. Recibirlo con respeto sólo puede ser obra de la claudicación de Raúl Castro o del entreguismo de Mauricio Macri.
Si la historia es memoria y la memoria es duelo, Obama debería pagar por los “daños del bloqueo” y por las víctimas de la dictadura argentina. La única relación posible con un enemigo que ha causado tanto sufrimiento es la justicia, por reparación o por venganza. Para que haya una relación respetuosa con Estados Unidos, que reporte ventajas comparativas, el “imperio” debe ser puesto de rodillas o en el banquillo de los acusados.
Obama, piensan los dolientes, no debe corregir la política de Estados Unidos hacia América Latina —no hay manera de corregir lo que, por principio, es antagónico— y mucho menos debe rendir honores a sus propias víctimas. Tampoco debería vaciar de contenidos el embargo comercial a Cuba ni pedir su derogación definitiva al Congreso. Lo único que podría reivindicarlo ante América Latina es que meta en la cárcel a todos los cómplices de las dictaduras latinoamericanas en Estados Unidos, empezando por Henry Kissinger, y que pague a Cuba la cantidad que el gobierno de la isla reclama por daños del “bloqueo”.
En el relato del duelo sólo caben dos personajes, la víctima y el victimario, y en la cultura política del nacionalismo estrecho el culpable es siempre el enemigo externo. El duelo impone una racionalidad rígidamente binaria, incapaz de comprender el sistema de las relaciones internacionales o de tolerar los protocolos diplomáticos. Obama, piensa la extrema izquierda, no debió viajar a Cuba y a Argentina: su visita sólo ha servido para abrir más las heridas.
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Rafael Rojas es es autor de más de quince libros sobre historia intelectual y política de América Latina, México y Cuba.
Este artículo fue publicado originalmente en Infolatam.