16 de abril 2016
A juzgar por el curso de las aguas, la crisis política de Brasil ha llegado ya a un dramático momento de inflexión que amenaza acabar con el mandato de Dilma Rouseff (PT) en un asunto de horas. La votación programada para este domingo por el plenario del Legislativo para aprobar el dictamen favorable al impeachment presidencial es la última estocada que interrumpiría fríamente una administración inestable.
Rousseff enfrenta este juicio político evidentemente fragilizada. Su última carta fue derrotada en el Supremo Tribunal de Justicia el jueves por la noche, al reconocer las facultades del Congreso para ejecutar la sesión de impeachment, desestimando los argumentos del abogado de la Unión Federal quien alega irregularidades en el proceso al no comprobarse que hubo dolo en las operaciones fiscales por las cuales se acusa a la mandataria.
Para la oposición, el Congreso sólo está poniendo en marcha un proceso surgido de una denuncia de abogados que alegan que Rousseff cometió “crimen de responsabilidad” al liberar créditos complementarios sin autorización de los diputados, y haber realizado préstamos a bancos federales para cubrir gastos del tesoro, en una operación conocida como “pedaladas fiscales” (ninguna relación con el caso Petrobras).
La defensa gobernista alega que el proceso está viciado porque “surge de la venganza del presidente del Congreso”, Eduardo Cunha (del PMDB), después que en diciembre de 2015 el PT negó sus votos para frenar el inicio de un proceso de casación contra el propio Cunha dentro del Comité de Ética Legislativa. Fue cuando entonces Cunha admitió la acusación de tres abogados contra las “pedaladas fiscales” de Dilma, iniciando todo el proceso de impeachment.
Pero a la tensión institucional con la que se desarrolla la sesión legislativa, se añade la radicalización de las tensiones en las calles que mantienen al país quebrado por la mitad, al punto que cabe preguntarse ¿Mejorará la situación con una destitución de la presidenta Dilma, o será más acertado anular el proceso y permitir que termine su mandato? Ni uno, ni lo otro. La radicalización de la crisis ha llegado a tal nivel, que atrapó al sistema político en medio de un dilema: El impeachment a Dilma tiende a empeorar las cosas, pero mantenerla también.
Veamos. Dentro de la primera posibilidad, y aparentemente la más realista (la oposición dice que tiene los 342 votos suficientes para aprobar el dictamen de impeachment), la caída Dilma llevaría a la presidencia interina al vice-presidente Michel Temer (PMDB), una opaca figura oposicionista que ha transitado en el poder desde hace más de seis años, ejerciendo una política fisiológica (o zancudista, como diríamos en buen nica) a través de cargos y prebendas con las que le ha dado la mayoría legislativa a su partido. Basta apenas recordar como hace un par de semanas, Temer fue el único “pemedebista” que optó por mantenerse en el Poder Ejecutivo, a pesar de que su partido en pleno declaraba la ruptura con la administración Rousseff.
Existe por otro lado una permanente protesta de movimientos populares, feministas, intelectuales, académicos y un sector de artistas que denuncian que lo sucede en el Congreso es un Golpe, así con todas las letras y G mayúscula. El rechazo de más de 40% de la población a la rancia y ultra-conservadora dupla Temer-Cunha augura una fuerte inestabilidad al gobierno interino por parte de una movilización que ya acusa a la futura administración de “ilegítima” por surgir de una acción legislativa que no cuenta con el absoluto consenso social.
Y aún más, ni Temer ni Cunha (quien ya ha sido imputado en la Operación Lava Jato) han ofrecido señales claras de una estrategia de lucha a la corrupción, un tema sensible en el contexto brasileño más reciente. Durante la sesión de la comisión especial que elaboró el dictamen de impeachment el lunes 11 de abril, por ejemplo, se filtró “involuntariamente” el discurso que Temer daría en su toma de posesión, y en el cual no hace ni siquiera una sola referencia al término “corrupción”. En acto seguido, a mediados de la semana, el propio juez Sergio Moro anunciaba ya una fecha de cierre a la Operación Lava Jato, haciendo que por arte de magia desaparezca toda la resonante discusión nacional alrededor del caso Petrobras y la corrupción en el entramado constructoras-partidos.
Por estas razones, y muchas otras más, salvar inesperadamente a Dilma Rousseff también radicalizaría las tensiones. Existe otro amplio sector de la sociedad que considera al PT “un partido corrupto que quebró la Petrobras” (sic), y por tanto, sólo aumentarían las protestas y la inestabilidad por el resto de su mandato. Rousseff tendría que continuar gobernando un país duramente dividido, enfrentando un Congreso totalmente adverso y minando las posibilidades de un nuevo triunfo petista en las elecciones de 2018.
A la inestabilidad en las calles y su conflicto permanente con el Ejecutivo, la continuación de la presidencia de Rousseff estaría caracterizada por un conflicto abierto con el vice-presidente Temer. El Palacio de Planalto no ha tenido ninguna reserva en acusar a Temer de golpista, quien desde ya hace varios meses viene dando gestos de oposición contra la Presidenta. Primero, cuando en Diciembre Cunha aceptó dar trámite a la solicitud de impeachment se filtró una carta de Temer en la que cuestionaba a la Presidenta y le reclamaba por haber hecho de él un “vice decorativo”. Luego tras la ruptura de su partido (PMDB) de la alianza con el PT, el propio Temer habría negociado una parte de los votos favorables al impeachment a cambio de cargos en un nuevo gobierno, sin contar la nueva filtración de su posible “discurso de toma de posesión”, justo antes de que se aprobara el dictamen de impeachment en la Comisión Especial.
Pero restan, con todo, posibilidades de nuevas salidas democráticas, amén del panorama pesimista. Frente a la inminente derrota del PT, restan las calles para las manifestaciones permanentes contra posibles políticas conservadoras de Temer – Cunha. Pero se demandaría, además, una necesaria autocritica que detecte los errores cometidos por la izquierda brasileña, que sepa refundar sus alianzas y pueda crear una mejor coalición para las elecciones de 2018.
Si Temer llegar a ser derrotado en el Congreso, exigirá de Dilma un verdadero pacto con el sistema de partidos políticos, movimientos sociales y un sector del empresariado, que conlleve a una recomposición de las relaciones con el Legislativo, pero con la legitimidad necesaria que sólo la darían los movimientos sociales y el amplio espectro de la sociedad civil a la que Rouseff le dio la espalda por algunos años. Ello contribuiría tranquilizar al país a corto plazo, en miras del proceso electoral de 2018.
No son desafíos simples, pero sí ineludibles para salvar la frágil democracia de un país por el cual hasta hace pocos años Latinoamérica apostara para un liderazgo regional, pero necesarios, también, para devolver la alegría a una sociedad felizmente acostumbrada a celebrar y convivir.
El autor es politólogo nicaragüense, Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Campinas (UNICAMP) en São Paulo, especialista en el área de activismo, movimientos sociales y partidos políticos.