30 de marzo 2017
Hablo con Julia da Sousa, una estudiante de secundaria que habita en una favela del enorme barrio de Maré (de 130.000 personas) en Río de Janeiro. La mayoría de las viviendas precarias, y la mayoría de las calles disputadas por varias facciones de narcos. Apostados en las esquinas, jóvenes en short y chinelas con un AK-47 al hombro. Sólo observan, bromean, saludan. Ni sombra de la policía. “Aquí la policía sólo entrar a disparar y matar”, me dice Julia.
Algunas de sus amigas han caído en las redes del narco que domina las favelas. Y eso significa que son víctimas y pasan a depender de uno de los cabecillas violentos. Algunas de ellas lo explican diciendo que están enamoradas, pero ella tiene claro lo que es amor, y “eso no lo es”. Conversamos en un polideportivo que se llama “La vila olímpica”, uno de los pocos sitios en los que se puede platicar en el barrio sin miedo a que empiece el tiroteo en cualquier momento y que una bala perdida nos alcance. La última niña que murió en el barrio se llamaba Fernanda, tenía siete años y estaba jugando a saltar en el lugar equivocado. Pero es que todo este lugar es equivocado, 130.000 personas que se equivocaron de lugar para vivir en una de las ciudades más violentas y, aunque no lo crean, a ratos bella y triste de Sudamérica.
“¿Por qué crees que algunos de tus compañeros o vecinos se meten a narcos?”, le pregunto a Julia. El tema es recurrente, así que suelo predecir la respuesta. Algunos me hablan de la desigualdad. Un economista que trabajó en un proyecto de desarrollo para la favela contaba que en Inglaterra, en muchas empresas, se estipula que el salario más alto de los directivos no puede superar en 7 veces el salario más bajo del último trabajador de la empresa. “En Río, he hallado que la diferencia entre el salario más alto y más bajo de muchas empresas es de 100. Mientras eso no se reduzca, no acabaremos con la desigualdad”.
Los salarios más frecuentes varían entre los 200 y los 800 dólares al mes. Un antiguo narco de las favelas me contó lo que puede ganar un “gerente”, como llaman aquí a los que reparten la droga entre los chavalos y se encargan de recaudar el dinero de la venta. A veces llegan a cobrar 1.000 dólares a la semana. Todo un reto para un gobierno que debería hacer de la reducción de la desigualdad su primer objetivo.
Una amiga de Julia se enamoró de un “comandante” de una facción narco. Y entre otras cosas, me dice que el tipo no tiene nada que atraiga, sólo que va a buscarle en carro, lleva un reloj muy caro, un celular enorme y una pistola. Pero de ahí, dice, ni habla y ni siquiera sabe bailar. Entonces le pregunto de broma si no habrá algún comandante que sepa bailar. “Ninguno que baile bien”, dice con rotundidad y riéndose.
Pienso entonces en el poder. En lo que nos mueve para, sin necesitarlo, ostentar y abusar de cualquier poder. Un negocio, una pandilla, un gobierno. Algunas veces he conversado con líderes de la revolución nicaragüense y les he pedido que me definan el poder. Uno me dijo que para él era como llegar a una plaza llena de gente, durante un mitin, y elegir a una muchacha, estando seguro de que esa noche podría acostarse con ella. Otro líder de la Contra le confesó a un periodista, durante los ochenta, que lo que más deseaba era ser sexy. Los muchachos que fueron narcos y pistoleros a sueldo suelen argumentar que les movía el tener dinero y mujeres cuando quisieran.
Pero volviendo a lo que me dijo Julia, encuentro que es difícil encontrar entre los líderes autoritarios alguno que sepa bailar bien. Seguro que hay explicaciones fisiológicas para explicar que un tipo que ampare y se junte con violadores o desprecie a las mujeres gane elecciones. Y hasta le voten muchas mujeres. El fenómeno de Trump en Estados Unidos, de Duterte en Filipinas, y si quieren más, no nos vayamos tan lejos. Quizá el autoritarismo sea una manera torpe de canalizar una acumulación anómala de testosterona.
Cuántos problemas nos habríamos evitado si algunas de “esas joyas” hubieran al menos aprendido a bailar. Julia da Sousa me enseñó que seguramente hay algo en común en los comandantes: no saben bailar. Pero, ¡ojo!, bailar bien, quiere decir.
@sancho_mas
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