Guillermo Rothschuh Villanueva
21 de enero 2018
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Juan Rulfo sigue siendo —dato en mano— el escritor mexicano más leído dentro y fuera de México.
La aventura emprendida por Guelfenbein termina de igual forma: rompe los muros. Sorteó escollos y se deslizó como experta bailarina sobre una pista de
“Juan Rulfo dijo lo que tenía que decir
en pocas páginas, puro hueso y carne sin grasa,
y después guardó silencio”.
Eduardo Galeano
I
La conmemoración del centenario de nacimiento de Juan Rulfo (1917-2017), constituyó el momento más adecuado para rendirle homenaje. La primera vez que leí Pedro Páramo (Fondo de Cultura Económica, 1955), navegué perdido. Su única novela me la entregó mi padre sin advertencia alguna. Me adentré en sus aguas y me fui escurriendo sin darme cuenta que los personajes con los que despunta el diálogo —Juan Preciado y Abundio— eran seres fantasmales. Comala es un pueblo lleno de muertos. Sin tiempo en el tiempo. Sus ánimas recorrían las calles. Lo supe hasta después, posando mis ojos ante una o dos críticas. Al principio no comprendí que las voces y rumores me llegaban desde la otra orilla de la vida. La irrupción del relato es lapidaria: Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Rulfo logró que Comala alcanzara las alturas de La Mancha y Macondo. Un microcosmos nacido del esplendor de su pluma. Un lugar para siempre.
Con mucho regocijo —creo acontece igual a todos sus devotos— vuelvo cada cierto tiempo a su lectura. Desde entonces Dorotea Dayda, Juan Preciado, Miguel Páramo, Pedro Páramo, Susana San Juan, Fulgor Sedano y el padre Rentería, habían sido incorporados a nuestro imaginario, como seres intemporales, dueños de su propio misterio. Un misterio difícil de descifrar. Se desplazan por un mundo sostenido por el caos, en un tiempo muerto, con el que nos identificamos gracias a la narrativa sombría de Rulfo. Muy pocas veces la felicidad asoma su cara. Hay un deje amargo. Pedro Páramo sufre en carne viva la peor de las derrotas: el desprecio enajenado de Susana San Juan, única mujer por la que sintió amor. Susana terminó enclaustrándose en la torre de su locura. Comala será para mí la antesala del infierno. Los muertos no sienten la intensidad sofocante del calor. Un calor abrasivo que alcanza a rozarme. La asfixia que provoca es intensa. Sofocante.
Tal vez me hubiera librado de extravíos si el ritual lo hubiese realizado a la inversa, internándome primero por el mundo encantado de El llano en llamas (Fondo de Cultura Económica, 1953). Solo hasta después de su lectura pude regocijarme realizando una nueva incursión en los predios baldíos de Pedro Páramo. Las rayas sanguíneas entre ambas obras son evidentes. Cargan la tinta indeleble con las que Rulfo coloreó su universo narrativo. Un mundo sombrío. Sus personajes jamás son delineados. Son lo que describen y dicen. La manera como los imaginamos se debe a su capacidad para crear la atmósfera insufrible que desprende el entorno por donde se mueven. Un territorio cargado de susurros y voces, que el viento dispersa más allá de los linderos de la vida. El paisaje resulta desolador. Tétrico. Rulfo recuerda a los olvidados de la tierra. A las inclemencias de la naturaleza, suma la maldad humana. Una maldad que no respeta parentelas. Es para escarmentar.
Los relatos constituyen un engarce perfecto. Uno solo de sus cuentos —Luvina— resulta emblemático, sintetiza su agudeza creativa y el mundo sobrecogedor por donde transitan y viven sus criaturas. Luvina, el más alto y pedregoso de los cerros altos del sur, condensa la tristeza con que puebla sus creaciones. La amargura y falta de futuro de quienes la habitan. Una palabra —el viento— con la que está construido el relato atraviesa y perfora esta creación. El viento no deja crecer las dulcamaras; el viento rasguña el aire con sus ramas espinosas; un viento color pardo; un viento que hace ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar; un viento que se lleva los techos de las casas como si se llevara un sombrero de petate; un viento que se prende de las cosas como si las mordiera. Un viento que arrastra el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines. Un viento que no cesa de rugir. ¡Viento huracanado!
II
México continúa siendo país de grillas y discusiones, el país que aprendí a querer durante mis años de estudiante en la Universidad Nacional Autónoma de México, (UNAM). Un país solidario y abierto al mundo. México es más que drogas, tacos y rancheras. El país donde nació mi hijo Marcelo. Un lugar donde el trato dispensado a Rulfo no ha sido el mejor. Hay quienes dudan de la autenticidad de su autoría. La crítica persiste. Algunos continúan viéndole de reojo. No conciben que el autor de quien Alí Chamucero, al concluir el análisis sobre su novela cumbre, afirmara: Más no olvidemos, en cambio, que se trata de la primera novela de nuestro joven escritor, se haya pasmado después en el silencio. La frase sobrevive en el tiempo. Algo así como que nos dejaste a la espera. Otros la han leído de manera perversa. Como un canto al cisne. Un anticipo a lo que vendría después: un silencio eterno. Un silencio que se hizo leyenda, apostrofó el escritor mexicano Federico Campbell. Un silencio que habla.
Cuando la revista Proceso decidió en abril de 1980, hacer una entrevista a Rulfo, Armando Ponce llegó acompañado de su director, Julio Scherer García, quien no pudo eludir la tentación. Nunca sospeché que estaba aquejado de la misma fiebre y los mismos males. Víctima de los prejuicios que rondan sobre Rulfo, Scherer García pertenece al círculo de suspicaces. Cree que debió escribir algo más que El Llano en llamas y Pedro Páramo. Ponce fue el eco. Aprovechó una respuesta de Rulfo relacionada con la intuición, para dejarle caer encima: —¿Y esa intuición se perdió? Aludía a su parquedad; un interés mal sano proveniente de una concepción errónea del acto creativo. Como si escribir en demasía convirtiese a cualquier escribano en mejor escritor. Rulfo sigue siendo —dato en mano— el escritor mexicano más leído dentro y fuera de México. Una validación más allá de su condición de autor únicamente de dos joyas bien engastadas. Con ellas sobra y basta.
Célebres autores latinoamericanos han salido en defensa de Rulfo. El primero de todos, Gabriel García Márquez. El colombiano universal piensa que los reproches que se le formulan son erróneos. Como autor prolífico evita escurrirse por la misma pendiente por donde resbalan los mexicanos. Para mí los cuentos de Rulfo —expresa Gabo— “son tan importantes como su novela Pedro Páramo, que lo repito es para mí, si no la mejor, si no la más larga, si no la más importante, sí la más bella de las novelas que se han escrito jamás en lengua castellana. Si yo hubiera escrito Pedro Páramo no me preocuparía, ni volvería a escribir nunca en mi vida”. El parco y quisquilloso Jorge Luis Borges, crítico implacable, dijo a Rulfo: “Le voy a confiar un secreto: mi abuelo decía que no se llamaba Borges, que su nombre verdadero era otro secreto. Sospecho que se llamaba Pedro Páramo, yo entonces soy una reedición de lo que usted escribió sobre los de Comala”. ¡Señores y señoritos! ¡Para que lo haya dicho Borges!
Al haberse cumplido el 16 de mayo de 2017, el centenario del nacimiento de Rulfo, los mexicas debieron haber hecho acto de contrición. ¿Dejaron atrás sus desconfianzas? ¿Se asomarán a su vida y obra con otros ojos? ¿Estarán dispuestos a desprenderse las legañas que le impiden ver su grandeza? ¿Se percatarán al fin que están frente a un autor canonizado universalmente? ¿Dejarán de lado la cuestión de números y se remitirán a la calidad de su obra? En la mismísima línea de García Márquez y Borges, se ubica el cronista uruguayo, Eduardo Galeano. Aprecia justamente la solidez del mundo narrativo creado por Rulfo. Con economía de palabras, el mismo estilo al que solía recurrir el hijo dilecto de Sayula, el celebrado autor de la trilogía Memoria del Fuego, (Siglo XXI Editores, México, 1982-1986), expresó convencido: “…hizo el amor de hondísima manera y después se quedó dormido”. Con estas soberbias expresiones, lo demás es retórica. ¡Puros escarceos!
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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