23 de abril 2024
El Parlamento de Georgia avanza con un proyecto de ley sobre “influencia extranjera”. El mismo exige a organizaciones periodísticas y grupos de la sociedad civil registrarse bajo la noción de “defender los intereses de un poder extranjero” si más del 20 por ciento de sus recursos provienen del exterior. Dos rondas más de votación y la aprobación del presidente serán necesarias para convertirlo en ley, pero se supone que el partido oficialista, “Sueño Georgiano”, contaría con los votos.
Grupos de la sociedad civil se movilizaron en Tbilisi en protesta. Lo hicieron con el lema “no a la ley rusa”, obvia fuente de inspiración del proyecto de ley en cuestión. Una exrepública soviética, Georgia postuló a ingresar en la Unión Europea en marzo de 2022, tan solo días después de la invasión de Rusia a Ucrania, recibiendo el estatus de “país candidato” en junio siguiente. Por ello, Bruselas ha advertido ahora que, de aprobarse dicha ley, ello podría impedir el acceso del país por diferir con las normas fundamentales de la Unión.
Entre la aspiración europea y el expansionismo ruso transcurre la realidad de las naciones que fueron parte del mundo soviético. En el caso de Georgia, dicho expansionismo ha incluido la agresión de Rusia de agosto de 2008 en apoyo de Osetia del Sur y Abjasia, enclaves étnicos dentro de Georgia con una larga historia de intentos secesionistas. Similar agresión había ocurrido en el Dombás, región del oriente ucraniano en 2014, y luego con la invasión de 2022. Es la antigua estrategia rusa, exacerbar diferencias étnicas dentro de países que busca dominar.
Criminalizar a grupos prooccidentales de la sociedad civil es parte de dicha estrategia en el presente. Dentro de Rusia, la primera ley acerca de “agentes extranjeros”, personas y oenegés que reciben contribuciones desde el exterior, es de 2012. Desde 2018 el Gobierno de Putin adoptó más de 50 leyes adicionales a tal efecto. Ellas incluyen, entre otras, censura en medios y en redes sociales, regulaciones en el uso de internet, restricciones al derecho a la protesta, leyes contra “organizaciones indeseables” y leyes contra las “relaciones sexuales no-tradicionales”, la criminalización de la homosexualidad.
Asimismo, en junio de 2017 el Parlamento de Hungría aprobó legislación restrictiva de oenegés con fondos extranjeros. Esta ley intima a toda organización que reciba más de 24 000 euros al año desde el exterior, a registrarse como tal y declarar sus donantes, bajo apercibimiento de ser clausuradas.
La ley fue presentada como un mecanismo para combatir el lavado y robustecer la transparencia de las oenegés, pero desde las organizaciones de derechos humanos se denunció que el objetivo es obstruir y desacreditar voces críticas de la sociedad civil. De hecho, la ley también incluye contribuciones de Europa; es decir, provenientes desde dentro del Estado y el sistema político-jurídico al que Hungría pertenece; peculiar noción de “exterior”. En su momento, la Comisión de Venecia la objetó por interferir con la libertad de expresión y de asociación.
En Eslovaquia, la coalición nacionalista, en el gobierno desde octubre pasado, acaba de proponer una enmienda a la legislación de oenegés categorizando como “organizaciones con apoyo extranjero” a aquellas que reciban más de 5000 euros al año. El aire de familia es innegable, el Gobierno justifica su propuesta como un instrumento para incrementar la transparencia en las finanzas de dichas organizaciones y fortalecer la confianza pública verificando los montos y el origen de sus fondos.
Idéntica ley existe en Nicaragua, de hecho, la cual clasifica como “agente extranjero” a personas y organizaciones que cuenten con financiamiento externo y utilicen esos recursos para realizar actividades sobre los asuntos internos y externos del país. Además, prohíbe a dichos “agentes extranjeros” participar en la vida política nacional u optar a cargos públicos o de elección popular, incluso si son nicaragüenses.
Obviamente, una intensificación de la represión de la dictadura Ortega-Murillo. Cientos de organizaciones fueron clausuradas con base en esta legislación, en vigencia desde septiembre de 2020.
En Venezuela, la Ley en Defensa de la Soberanía y Autodeterminación Nacional de 2010, establece multas para partidos políticos y organizaciones no gubernamentales que defiendan derechos civiles y políticos, y reciban financiamiento internacional. Recientemente, el proyecto de “Ley de Fiscalización, Regularización, Actuación y Financiamiento de las Oenegés y Afines” fue aprobado en una primera discusión por la Asamblea Nacional. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos instó al país a abstenerse de aprobar dicha legislación por limitar el derecho de asociación, la libertad de expresión y la participación en asuntos de interés público.
Pero tomemos nota, el Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, TSJ, anunció el jueves último la reunión de los magistrados del cuerpo con el fiscal general de la Federación de Rusia, Igor Krasnov, llevada a cabo en el Salón de Sesiones de Sala Plena del TSJ con el objeto de ampliar y fortalecer los lazos de cooperación en el ámbito judicial entre las dos naciones.
La magistrada Caryslia Beatriz Rodríguez Rodríguez manifestó que esta reunión robustece las ya amplias relaciones que existen entre los sistemas de justicia de Venezuela y Rusia, al tiempo que expresó su disposición de ampliar la cooperación para combatir delitos internacionales como la corrupción, el terrorismo y la legitimación de capitales, entre otros.
Con coincidencias hasta en la terminología, difícil ser ingenuo. Esta legislación debe ser vista como un instrumento cada vez más importante en la política exterior rusa, hacia Europa excomunista y más allá, una embestida contra la sociedad civil a ambos lados del Atlántico diseñada para fortalecer autocracias.
*Artículo publicado originalmente en Infobae