Guillermo Rothschuh Villanueva
22 de enero 2017
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El libro impreso en papel alcanza hasta los setenta años de duración. Los soportes mecánicos, eléctricos y electrónicos caducan muy pronto.
Sin importar en que país estemos, ahora disponemos de una gran cantidad de libros digitales. La revolución del libro electrónico también está en Nicaragua.
“… aglomeraciones de conocimiento científico-técnico,
instituciones, empresas y trabajo cualificado constituyen
las calderas de la innovación en la Era de la Información”.
Manuel Castells
I
Un bibliófilo como Umberto Eco, inevitablemente tenía que reflexionar — en la denominada sociedad de la información— sobre la importancia de los soportes mediáticos. Se retrotrae hasta los orígenes, su goce inicia con la estela egipcia, prosigue con la tablilla de arcilla, el papiro, el pergamino, el papel, hasta empalmar con los soportes electrónicos. Se sobresalta ante la escasa temporalidad de estos últimos. Siente orgullo destacar que el libro ha sobrevivido con más altas que bajas durante quinientos años. Nada más que se trata de libros hechos con papel de trapo. Sin nostalgia se asoma al presente. Aprecia y valora los aportes provenientes de las tecnologías de la información. No puede quedarse anclado en el pasado. Testigo cuyas deliberaciones merecen ser atendidas.
La breve existencia de los soportes modernos, proporciona el deleite de acreditar las ventajas del libro. Más durables y de uso más fácil. Eco se siente tentado de reconfortar a los descorazonados. El libro impreso en papel alcanza hasta los setenta años de duración. Las nuevas invenciones poseen menor tiempo vida. Algo explicable. Business is business. Lamenta que hayamos tenido tiempo para medir cuánto duraba un disco de vinilo sin rayarse —ahora de regreso— y que no hayamos podido verificar cuánto dura un CD-ROM. ¿Una manera adecuada de contrastar la permanencia del libro? Se ubica a medio camino. Una aproximación crítica. Las transformaciones son inevitables, también los descalabros. Eco no puede hacer concesiones estériles.
Se interroga sobre el tiempo que dura una película en DVD, y se inquieta que no sepamos en qué momento empieza a dar problemas. Tampoco ha existido interés en cerciorarnos por saber lo que duraban los discos flexibles—llegó el relevo— aparecieron los disquetes, en un parpadeo fueron suplantados por los discos reescribibles, luego vendrían los pendrives. Los soportes mecánicos, eléctricos y electrónicos caducan muy pronto. Eco argumenta que no sabemos cuánto duran y probablemente no llegaremos a saberlo nunca. Su mirada está dirigida a las contramarchas derivadas del uso de internet. Pertenece a la época en que el libro ejercía gracia y belleza, conocimiento y sensibilidad. Abierto hacia el futuro, el italiano no renuncia a su hermandad con los libros. Ni como escritor ni como lector.
Se angustia por las consecuencias funestas que produciría un apagón prolongado; sigue a la carga: los libros grabados en las memorias electrónicas, no pueden leerse a la luz de una vela, en una hamaca, metidos en una bañera o en el columpio, los libros permiten ser leídos en las condiciones más difíciles. Diagnóstica que “los soportes modernos parecen apuntar más a la difusión de la información que a su conservación”. Aunque no hay duda que los CD-ROM o una memoria USB, tienen mayor capacidad de almacenamiento, Eco cuestiona que las formas de conservación del saber sean transitorias. Un fenómeno irreversible, forman parte de las transformaciones en marcha. Son un tsunami devastador. Estamos en el despegue. ¿Qué nos depara el futuro? Apenas se vislumbra.
Bibliómano, grabó en un disco duro portátil de 250 gigas, las mayores obras maestras de la literatura universal y de filosofía. Apostilla que es más cómodo recuperar una cita de Dante en un disco duro, que buscar un libro pesado en libreros demasiado altos. En eso radica la magia. Su amor por los libros lo inducen a proclamar —en términos similares lo había hecho antes Jorge Luis Borges— el goce de que sigan en sus estanterías, garantía de la memoria para cuando se le crucen los cables a los instrumentos electrónicos”. Para él no existe mayor gloria que vivir entre libros. ¡Su más grande pasión! Los libros pueden tocarse y olerse. El aprecio que siente por los libros le llevaba a cuidarlos como la niña de sus ojos. Se pasó toda la vida buscando títulos desparecidos, obras de las que nadie se acordaba.
Borges, ciego como Homero, seguía comprando libros en los países que visitaba. Sus obras eran resultado de sus muchas lecturas. El Minotauro lamentaba, son libros que nunca leeré, pero el lecho de saber que están en mi biblioteca, me provoca goce. Mi fascinación por los libros es similar a la felicidad desmesurada que expresan los jóvenes por los teléfonos móviles. El vicio de la lectura tiene su contrapartida en la adicción que ellos sienten por estar pegados en Facebook o aferrados a los videojuegos mañana, tarde y noche. Son pasiones absorbentes. Los padres viven atormentados ante la fruición compulsiva de sus hijos por los aparatos electrónicos. Por mucho que los conminan, ¡no renuncian a ellos! ¡No lo harán! Ninguna persona debe vivir de espaldas a la época que le correspondió vivir.
II
Eco no indaga las causas que producen esta caducidad perentoria, no explora los motivos que vuelven efímera su existencia. La rapidez con que son relevados los soportes la imponen las reglas del mercado. La vida útil era la forma más común para determinar la caducidad de los artefactos. En el mundo de la electrónica esta modalidad desapareció. Apenas tiene vigencia. La celeridad con que aparecen los móviles —para citar un solo artefacto— permite tomar conciencia del carácter radical de estas transformaciones. Vivimos a la espera de nuevos dispositivos. Una carrera desenfrenada que mantiene expectante a los seres humanos dispersos por el universo. Una inquietud nacida de las invenciones e innovaciones ocurridas durante los últimos veinte años.
Los usuarios no habían terminado de disfrutar las funciones del IPhone 6, cuando Apple desplegó una campaña publicitaria a nivel planetario, elogiando las virtudes del IPhone 7. La complicidad de intereses entre empresas productoras de móviles y medios de comunicación fue determinante para mostrar a través de la televisión, a cientos de compradores agolpados frente a las puertas de las tiendas neoyorkinas. Todos deseaban adquirir el suyo. Se tropellaban unos a otros. Enloquecían. Una molotera sin sentido. En término de meses, aparecerá una nueva generación de móviles envejeciéndola. Aun sabiéndolo no se contienen. Son rehenes de sus gustos. Se jactan de renovar sus celulares y ven por arriba del hombro a quienes portan portátiles de cuarta o quinta generación.
Igual acontece con el hardware; las tabletas, los eBook Kindle, relojes, televisores, etc. su existencia no está determinada por el tiempo de uso, se suceden en cascadas. Vivimos a la velocidad del vértigo. No hay manera de contener la fluidez con que aparecen en el mercado. Los compradores apenas reparan que en los ligeros cambios introducidos entre una generación y otra. Nadie quiere quedarse a la saga. Los móviles han pasado a ser signo de distinción. El objeto que se luce en la mano. En la sociedad de la apariencia, entre más recientes, las personas se sienten mejor valoradas. La presión proveniente de la publicidad ablanda sus defensas, genera entre ellos un complejo de tontos. Son los hijos predilectos del consumismo a ultranza. Su mejor clientela.
Marcas y modelos reflejan mejor la aspiración de los publicistas. Confieren estatus, han terminado imponiéndose sobre cualquier otra consideración. En Nicaragua la mayoría de los jóvenes se guía por las marcas de mayor aceptación y prestigio entre sus amistades. Están convencidos que entre más caro el teléfono mejor serán percibidos. Nada ejemplifica mejor la vieja metáfora del burro y la zanahoria, que la angustia y el desasosiego que les aflige por no exhibir móviles de última generación. Temen ser discriminados. Olvidan que más temprano que tarde, a la vuelta de la esquina, aparecerá un nuevo móvil que volverá caduco el suyo. Su actitud es muy parecida a los compradores compulsivos de automóviles de marcas renombradas. Cada quien es dueño de sus propios gustos.
La raíz de todas estas mudanzas las encontramos en la destrucción creadora, fuerza propulsora ubicada en la base del desarrollo capitalista. Joseph Schumpeter fue quien se encargó de ampliar los alcances de este fenómeno. La pujanza del capitalismo se debe a la existencia de individuos y empresas innovadoras, dispuestas a sobresalir en un mercado altamente competitivo. Las fronteras entre inventores e innovadores han quedado desdibujadas. Las nuevos magnates —tengamos en cuenta a Bill Gates, Stephen Wozniak y Steve Jobs— geniecillos cuyos inventos innovan los mercados. Los heraldos del porvenir —como sus más connotados artífices— son celebrados por donde quiera que vayan; agoreros felices, predican alborozados la buena nueva del mercado.
Gates, Wozniak y Jobs, creadores de marcas y forjadores de imperios económicos, mastodontes mediáticos con ingresos superiores a muchos Estados; creadores de nuevos monopolios, han introducido nuevos bienes y expandido los mercados. Son actores privilegiados del presente y de un sistema que ha demostrado ser pésimo distribuidor de la riqueza. Los beneficios de la globalización continúan repartiéndose mal. Sus promesas han sido incumplidas. El creciente rechazo obedece a que no llega a los pobres, cada día más pobres. El impulso de las creaciones en curso torna todo obsoleto. Una mayoría hace lo imposible por comprarlos. Para dicha nuestra, en algún momento, los soportes y formatos, serán innovados, para volver imperecedera la existencia de los libros. ¡Quedo a su espera!
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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