26 de agosto 2023
Una agenda revanchista, impulsada por el deseo de rectificar los errores históricos percibidos, reside en el corazón de la política exterior de Rusia y explica el razonamiento detrás de su guerra en Ucrania. Pero lo que el presidente ruso, Vladímir Putin, parece haber olvidado es que reescribir la historia para servir a los intereses de quienes están en el poder tiende a generar disenso y, muchas veces, resulta contraproducente.
Los nuevos manuales de historia de Rusia para quienes están en décimo y undécimo grado son excelentes ejemplos. Los manuales, cuyos autores son el exministro de Cultura Vladímir Medinsky y Anatoly Torkunov, rector del alguna vez renombrado Instituto de Relaciones Internacionales (MGIMO), reflejan la “nueva estrategia” de Rusia de cara a la historia: hacer hincapié en la necesidad de reclamar los “territorios históricos” perdidos del país y elogiar la “operación militar especial” en Ucrania.
Sin embargo, el giro de Rusia hacia el revanchismo se remonta a febrero de 2022. Desde hace mucho tiempo, la propaganda estatal ha retratado a Rusia no como una potencia colonial sino, más bien, como una “civilización única” que debe mantener su esencia singular y cuya desaparición podría desatar un caos global.
Sin duda, la cultura rusa frecuentemente se ha dejado enredar en elucubraciones grandiosas y el colapso de la Unión Soviética ha intensificado el deseo de los rusos de narrativas menos caóticas y más dignificadas, lo que dio lugar a una industria artesanal de historias alternativas. Sin embargo, bajo el liderazgo de Putin, estos relatos embellecidos han pasado a ocupar la escena central.
La llamada “nueva cronología” del matemático y conspiracionista Anatoly Fomenko, por ejemplo, sostiene que los hechos relevantes que ocurrieron durante los antiguos imperios griego, romano y egipcio, en verdad, ocurrieron durante la Edad Media y giraron en torno de Rusia. Los argumentos de Fomenko sobre una gigantesca conspiración para falsear la historia global inundan sus libros, que se exhibían de manera prominente en las librerías rusas en los primeros años de la década del 2000.
A medida que Putin y sus aliados del servicio de seguridad (siloviki) se iban consolidando en el poder, los relatos fantásticos sobre una grandeza imperial, plagados de figuras históricas que viajaban en el tiempo para restaurar el honor de Rusia, se volvieron moneda corriente. Estos relatos, muchos de los cuales se originaron durante los tumultuosos años 1990, suelen definir a la democracia como un plan occidental destinado a desestabilizar a Rusia. Autores como German Romanov han caracterizado al zar del siglo XVIII Pedro III —derrocado por su esposa, Catalina la Grande— como un viajero del tiempo que regresa al pasado, frustra la rebelión de Catalina y transforma a Rusia en un nuevo Bizancio. Otros relatos populares hablan de un Stalin que viajó al futuro para impedir la disolución de la URSS.
En Rusia, la cultura muchas veces funciona como un barómetro político. En medio de la parálisis prolongada en Ucrania, los relatos se han vuelto más importantes que los hechos. Pero la ficción literaria y la propaganda televisiva no pueden hacerlo todo. En consecuencia, los nuevos manuales de historia apuntan a adoctrinar a los jóvenes de 17 años del país y hacerles creer que Rusia tuvo que invadir Ucrania para combatir a los nazis y defenderse de un Occidente invasor. Pero la promoción de esta narrativa por parte del Kremlin no ha logrado extraer una lección crucial de la era soviética.
Cuando yo crecía en el Moscú de Leonid Brezhnev, los manuales se reescribían constantemente para reflejar el clima político en cambio permanente. Bajo el liderazgo de mi bisabuelo, Nikita Khrushchev, se examinó a fondo el legado brutal de Stalin —particularmente la muerte y la encarcelación ilegal de millones de personas—. Durante los tumultuosos años 1930 y 1940, mi abuela Nina minuciosamente quitó las imágenes de amigos, hoy llamados “enemigos del Estado”, de las fotografías familiares. Cuando Khrushchev fue derrocado por Brezhnev en 1964, él también fue removido de las historias oficiales.
La política de glasnost (apertura) de Mijaíl Gorbachov expuso estas distorsiones históricas, pero Putin ha revivido la práctica. Al igual que en la era de Stalin, la mayor ofensa en Rusia hoy parece ser percibir la realidad tal cual es, en lugar de adherir a la narrativa aprobada del Kremlin.
En noviembre pasado, cuando Ucrania recuperó con éxito la ciudad de Jersón de manos de Rusia —apenas meses después de que el Kremlin declarara que “Rusia está aquí para siempre”— Vasily Bolshakov de Riazán bromeó sobre la retirada de las fuerzas rusas en las redes sociales. Como consecuencia de ello, fue multado y ahora enfrenta hasta tres años de cárcel. En la Rusia de Putin, reconocer abiertamente la realidad equivale a “desacreditar a las Fuerzas Armadas rusas, reducir su efectividad y ayudar a las fuerzas que se oponen a los intereses de la Federación Rusa y de sus ciudadanos”.
En sus esfuerzos por justificar la guerra, Putin ha acelerado al máximo la máquina propagandística del Kremlin. En los manuales de historia revisados, se retrata el uso de la fuerza por parte de Rusia como una respuesta necesaria a las amenazas contra la seguridad nacional. Esos relatos describen a Rusia como una víctima perpetua de la hostilidad occidental, trasladando la culpa del Kremlin a adversarios externos. El subtexto es claro: más allá de lo que uno opine de Putin, está protegiendo a Rusia, como lo hizo Stalin durante la Segunda Guerra Mundial.
De hecho, el régimen de Putin hoy se encuentra en una posición más precaria de aquella en la que estaba la Unión Soviética en sus últimos días. Mientras que un compromiso oficial inquebrantable con el comunismo animó a la URSS durante más de siete décadas, el sistema de creencias de la Rusia contemporánea es una mezcolanza de “valores” encontrados: la Cristiandad en medio de un culto a la guerra, un stalinismo que convive con el desprecio por Lenin (que pretendía aceptar la identidad ucraniana) y sentimientos antioccidentales junto a un consumismo llamativo. Desde el principio, Putin ha fomentado este pastiche posmoderno al revivir el himno nacional de la época de Stalin, hacer flamear las banderas del Ejército soviético y compararse, él mismo, con Pedro el Grande.
Los libros de texto de Medinsky y Torkunov encarnan esta incoherencia. Además de pesos pesados literarios como Mijaíl Shólojov, incorporan trabajos que critican las injusticias soviéticas, como La casa del malecón (The House on the Embankment) de Yuri Trifonov y, sorprendentemente, hasta novelas conmovedoras sobre la Rusia contemporánea, como Trilogía del hielo (Ice Trilogy) de Vladímir Sorokin. En los tiempos soviéticos, yo habría interpretado esto como un intento clandestino por minar al Kremlin introduciendo sutilmente perspectivas opositoras. Hoy, lo veo como un testimonio del cinismo descarado y de la arrogancia delirante del régimen.
La novela de Trifonov, por ejemplo, gira en torno de apparatchiks partidarios de alto nivel que, repentinamente, son enviados al Gulag —la misma gente que mi abuela recortaba de sus fotografías—. ¿De qué manera una historia semejante está en línea con el argumento oficial de que Rusia solo ha perpetrado guerras defensivas y que nunca persiguió a los individuos por cuestiones de religión, ideología o etnicidad?
No lo hace. Y los estudiantes de Rusia, incapaces de analizar estas contradicciones en clase, probablemente las discutan en sus casas, tal como lo hicieron sus padres y abuelos.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.