3 de junio 2023
Pensaba escribir este fin de semana un artículo sobre las muy importantes elecciones municipales que tuvieron lugar en España. Mi interés, sin embargo, fue desplazado rápidamente hacia los intercambios polémicos entre los presidentes de Chile y Uruguay por un lado, y el presidente de Brasil por otro, acerca de la inclusión de Venezuela, por nadie cuestionada, en las cumbres latinoamericanas.
El problema —si es que lo podemos llamar así— fue provocado por el mismo Lula, al declarar no válida la narrativa que predomina sobre Venezuela, a saber, la de un Gobierno autoritario, incluso autocrático, aunque de origen electoral, pero a la vez irrespetuoso con los derechos humanos y con las normas democráticas. Esa narrativa —es lo que no dice Lula— está basada sobre hechos reales, como testimonia, entre otros muchos informes, el documento elaborado por la comisión Bachelet desde la ONU (2019). De más está decir que para un presidente chileno como Gabriel Boric, aceptar la narrativa de Lula habría significado, sin más ni menos, declarar como falsa la “narrativa” auspiciada por una expresidenta de Chile en dos periodos consecutivos: Michelle Bachelet.
La verdad, ni Boric ni Lacalle Pou pensaban poner condiciones a Maduro ni mucho menos cuestionar una participación que corresponde a Venezuela por derecho —podríamos decir, natural—. Las condiciones para una eventual exclusión las puso el mismo Lula al proponer una revisión de las opiniones que priman sobre el Gobierno de Maduro. No sabemos si fue una provocación consciente o una torpeza verbal del gobernante brasileño. Nos inclinamos por la primera opción. Maduro y Lula mantuvieron una secreta reunión —algo inusual según el presidente Lacalle— antes del inicio de la Conferencia. El hecho es que fue Lula —no Boric, tampoco Lacalle— quien puso a bailar a Maduro sobre la mesa de los invitados.
Lula, lo hemos visto continuamente, no oculta sus intenciones por aparecer como un líder continental, un estadista a cargo de una nación que, no sé por qué raras razones, es calificada como potencia emergente, más aún, de una nación cuyo Gobierno ha pasado a formar parte de un macroplan dirigido desde Beijing, elaborado en función de dos objetivos. Uno inmediato y otro a largo plazo. El inmediato es formar un frente de naciones “no alineadas”, bajo hegemonía china, cuyo propósito es crear una mediación en la guerra de Rusia a Ucrania. Ese frente o “club de la paz” (en las palabras de Lula) estaría formado por naciones como India, Sudáfrica, Irán, probablemente Arabia Saudita, y Brasil. De acuerdo al no oculto plan chino, se trataría de construir a largo plazo un bloque de decisión mundial alternativo al formado por las naciones occidentales, aliadas a Estados Unidos.
¿Y qué tiene que ver Maduro con esto? preguntará con razón, el amable lector. Más que algo.
Las razones del presidente Lula
Venezuela bajo Maduro puede ser considerada un aliado de la Rusia de Putin, quien es, al mismo tiempo, un aliado económico, político y probablemente militar de China. En breves palabras, Maduro puede ser una pieza importante en el tablero ruso-chino. No es casualidad que Sergei Lavrov, el brazo internacional de Putin, haya viajado a América Latina para entrevistarse con los gobernantes de Cuba, Nicaragua, Venezuela y Brasil (abril 2023). Los motivos del viaje no eran turísticos. Son precisamente los países que el eje ruso-chino observa como aliados potenciales en América Latina. En ese contexto, la Venezuela de Maduro podría llegar a ser una pieza política en el nuevo orden mundial que sueñan Vladímir Putin, Xi Jinping y Lula, el presidente del país latinoamericano más dependiente de China. No exageramos: China es la principal fuente de inversión extranjera en Brasil, con una inversión acumulada de 66 100 millones de dólares entre 2007 y 2020, según un estudio del CBCE. También representa el 47% de toda la inversión china en los países de América Latina.
El problema para el proyecto chino-brasilero es que, junto a Ortega, Maduro goza de desprestigio universal. En las palabras que usan los periodistas, un “paria”. De ahí entendemos el interés de Lula por blanquear al Gobierno de Maduro. Visto así, la narrativa que busca imponer Lula no habría sido resultado de un acto irreflexivo o un impulso provocado por la intemperancia, sino una jugada muy bien urdida con vista a la configuración de una estrategia internacional en el “Sur Global” (para decirlo con la neolengua del eje Moscú-Beijing). En fin, un putinista democratizado por acción y gracia de un líder continental llamado Lula. No sabemos si fue exactamente así. Pero las piezas encajan.
Encajan más si vinculamos lo sucedido en la cumbre de Brasilia con el reciente comportamiento internacional de Lula. Es sabido que desde que gobierna, Lula no ha manifestado el más mínimo asomo de simpatía por la lucha de liberación nacional del pueblo de Ucrania. Todo lo contrario. Ha llegado incluso a culpar a Ucrania de la invasión perpetrada por Putin. Si bien Lula tuvo que reconocer ante la presión internacional, que la guerra de Rusia surgió de una invasión, se ha negado a escuchar a las representaciones oficiales ucranianas, llegando al punto de esconderse de Zelenski, cuando el presidente ucraniano, en la cumbre del G7 en Hiroshima, solicitara entrevistarse con su colega brasileño. Uno de los acompañantes de Lula dijo a los periodistas: “nos pusieron una trampa”. Lula, advirtiendo la metida de pata, agregó que no habla con Zelenski por temas de agenda. Rara expresión la de un presidente que quiere presentarse como fundador de un “club de la paz” cuando se niega a intercambiar palabras con una de las partes involucradas en la guerra. Esa fue la razón por la que los Gobiernos de países cuyos Gobiernos se han hecho escuchar rara vez en la arena internacional, como son los de Chile y Uruguay, no quisieron aceptar la narrativa lulista que nos presenta a un Maduro democrático, remarcando que esto no significaba oponerse a la participación de Venezuela en el evento.
Decimos como Lula, “narrativa”. En efecto, si seguimos a Jean-François Lyotard, la realidad está construida por diferentes narrativas. Pero las narrativas dependen de quien las narra y del cómo se hacen. Hay narrativas construidas sobre opiniones y hay otras construidas sobre hechos reales. Esa es la diferencia entre la narrativa de Lula, construida sobre sus opiniones personales, y la de Boric-Lacalle, construida sobre la base de hechos reales.
Probablemente los presidentes de Chile y Uruguay piensan que es más conveniente mantener a un Gobierno como el de Maduro dentro del marco diplomático latinoamericano. Fuera de ahí, podría, junto con Cuba y Nicaragua, intentar generar de nuevo un mamarracho antidemocrático como fue la fenecida ALBA, fundada por Hugo Chávez.
Las asociaciones internacionales no deben ser regidas por determinaciones ideológicas. En ese punto hay coincidencia general. La Unión Europea es un ejemplo. Incluso, a un Gobierno que se ha propuesto dinamitar todas las resoluciones de la UE, como es el del húngaro Viktor Orban, jamás le ha sido negado su derecho de pertenencia a la asociación. Lo mismo podría suceder con la Venezuela de Maduro. Sin embargo, así como en la UE nadie calla sobre la falta de libertad de opinión, de prensa, e incluso hostigamiento al Parlamento en Hungría, también los presidentes Lacalle y Boric hicieron uso del derecho que les corresponde al oponerse al blanqueamiento de Maduro por parte de Lula. En el caso de Lacalle-Pou, perfectamente explicable. El presidente uruguayo pertenece a una derecha democrática y liberal opuesta radicalmente a todas las antidemocracias, y con mayor razón a las de izquierda. Algo más complejo es el caso de Boric.
Las razones del presidente Boric
El presidente chileno proviene de una izquierda irredenta en donde tienen cabida todas las posiciones habidas y por haber en el mundo izquierdista. Fracciones de esas izquierdas, sobre todo las que controla el partido comunista, mantienen relaciones e incluso ensalzan a los Gobiernos antidemocráticos de América Latina. Boric, en cambio, es fiel a una posición mantenida desde sus tiempos estudiantiles. Repetidamente ha dicho: “no se puede estar en contra de una dictadura de derecha si al mismo tiempo no se está en contra de las dictaduras de izquierda. Los derechos humanos son universales o no son”.
De tal modo, cuando Boric lidia en contra de la narrativa antidemocrática de Lula, lo hace también en contra de las tendencias antidemocráticas que forman parte del Frente Amplio chileno, de las que hacen gala algunos representantes del partido comunista (Jadué, entre otros). Boric, evidentemente, sigue la ruta trazada por sus antecesores de izquierda. Tanto Lagos, directamente, tanto Bachelet, por medio del Ministerio del Exterior, se pronunciaron repetidamente en contra de la violación a los derechos humanos cometida en la Venezuela de Chávez y de Maduro. En ese sentido Boric se encuentra en continuidad y no en ruptura con sus antecesores de izquierda. Tanto o más necesaria si se toma en cuenta que en Chile han surgido posiciones que, conjuntamente con el auge del nacional-populismo de derecha encabezado por José Antonio Kast (tan similar al franquismo ideológico del Vox español), intentan reivindicar a la dictadura de Pinochet. De acuerdo a la encuesta CERC-MORI (mayo de 2023) un 36% de los chilenos justifica a la dictadura de Pinochet. La réplica de Boric desde Brasilia, fue muy clara: “Augusto Pinochet fue un dictador, esencialmente antidemócrata, cuyo Gobierno mató, torturó, exilió e hizo desaparecer a quienes pensaban distinto. Fue también corrupto y ladrón. Cobarde hasta el final hizo todo lo que estuvo a su alcance para evadir la justicia”. Pero también Boric debe haber comprendido que el hecho de que Pinochet, pese a todos sus crímenes siga siendo popular en Chile, tiene también que ver con el apoyo de sectores de izquierda a regímenes como los de Cuba, Nicaragua, Venezuela, Rusia y China. Efectivamente, esa izquierda es responsable de haber convertido el concepto de dictadura en agua potable.
Con su rechazo a la narrativa de Lula, Boric intentó marcar una línea tanto hacia el interior como al exterior de su país. En ese intento fue unos pasos más allá que Lacalle. No solo desmintió la falsa narrativa de Lula, además se pronunció en contra de las sanciones impuestas desde EE. UU. a Venezuela. ¿Lo hizo para equilibrar sus palabras en contra de Maduro? Puede que sí. Pero también para distanciarse de una fracción antidemocrática de la oposición venezolana que, bajo la conducción extremista de Guaidó, López y también, Machado, han jugado a la carta de una insurrección, sin tener siquiera los medios para realizarla.
Evidentemente, Boric es un fenómeno nuevo en el contexto latinoamericano. Aunque nunca, por cierto, va a ser un líder continental. Proviene de un país alejado del mundo, sin peso internacional y, por si fuera poco, carece de un fuerte apoyo nacional.
En política no hay hermandades
En el Chile de Boric se repiten de modo asombroso las tendencias que se dieron en las elecciones municipales de España (sobre las que pensaba escribir): Una izquierda en retroceso, una avanzada fuerte de la derecha y de la extrema derecha populista y un muy peligroso vacío de centro. Pero al menos Boric ha entendido que la tarea primordial de nuestro tiempo es defender los espacios democráticos frente a una ola autocrática que crece y crece. Una narrativa autocrática de la que Lula, al igual que su antecesor Bolsonaro, se han hecho parte.
Lula tampoco puede aspirar al liderazgo continental. No es un autócrata, pero carece de una narrativa coherentemente democrática. Sus silencios frente a la guerra de Ucrania, su sometimiento político a los dictados que provienen de China, sus distanciamientos frente a las democracias occidentales, lo inhabilitan para ejercer cualquiera pretensión de liderazgo. Frente a esa ausencia de conducción, los Gobiernos latinoamericanos se verán obligados a crear coaliciones puntuales entre sí, sean de carácter bilateral, como la que se dio de modo espontáneo entre Boric y Lacalle, sean de carácter multilateral. Esa es también la razón por la cual, reuniones como las de Brasilia, son tan necesarias. Allí los Gobiernos pueden discutir desde sus respectivas posiciones, fijar acuerdos y desacuerdos, unirse y dividirse, en breve, hacer política.
Al fin y al cabo, todos los pensadores de la política, llámense Antonio Gramsci, Max Weber, Carl Schmitt, Ernesto Laclau, Hannah Arendt, y otros, están de acuerdo en un punto: no la unidad forzada sino la que surge de la división y del debate, es condición de la política. Los quejidos nostálgicos de Lula con respecto a que hoy no existe en Latinoamérica la hermandad que había ayer, cuando volaban de lado a lado maletines llenos de plata, están fuera de lugar. Nunca ha habido —ni debe haber— hermandad en la política. Si la hubiera, la política y los políticos estarían de más.
*Artículo publicado originalmente en el blog Polis.