19 de mayo 2024
“Pinochet y Videla visitarán Washington”, fue el encabezado del diario New York Times en verano de 1977 cuando fue anunciada la firma de los Tratados Torrijos-Carter sobre hoja de ruta para el traspaso del Canal de Panamá. Aunque personalizando en los dictadores militares de Chile y Argentina, la nota más bien simbolizaba la precaria situación política de nuestra región latinoamericana para ese entonces, con solo dos gobiernos civiles fruto de elecciones competitivas al momento de la reunión. El resto encabezaban juntas de facto, lideraban “dictaduras perfectas” o celebraban farsas electorales sin participación libre de opositores por lo que en definitiva, la democracia era más bien un ideal ante una triste realidad autoritaria.
Menos de un año más tarde, República Dominicana celebró la elección presidencial que resultó en el primer traspaso pacífico del mando político que nuestro país veía en exactamente un siglo. El presidente Antonio Guzmán recibió del Dr. Joaquín Balaguer la presidencia en un acto que para entonces era muy poco común, pero que inició de este lado del Atlántico lo que Samuel Huntington llamó años después la tercera ola democratizadora. Comenzando en Europa con la Revolución de los Claveles que hace unas semanas cumplió 50 años, los dominicanos dimos los primeros picazos en aquel entonces, lo cual recibió continuidad inmediatamente posterior con cambios en Bolivia, Argentina, Uruguay, Guatemala, El Salvador, Honduras, Panamá, Chile, Paraguay y hasta Nicaragua, que era el país con menor tradición democrática, vio un traspaso en 1990.
Ya en 1991 cuando fue publicada la obra de Huntington, también se celebró la I Cumbre Iberoamericana y si la reunión de Washington fue un desfile de autoritarios, la cita en Guadalajara exhibió la mayor cantidad de gobiernos democráticos que nuestra historia regional había conocido, con la obvia excepción. Aquella década de los 90 fue una de mucho entusiasmo por su profundo significado en la agenda liberal política y parecía que finalmente había sido alcanzado aquello que tantas generaciones soñaron pero que frecuentemente veían frustrado.
Sin embargo, los finales en que todos vivieron felices para siempre existen únicamente en los cuentos de hadas. Tres décadas más tarde, el mundo en general vive un serio retroceso democrático y América Latina es la región de mayor erosión, lo cual no quiere decir que es la menos libre, pero sí la que muestra un mayor auge del discurso autoritario. De manera especial, los jóvenes encuestados cada vez más responden en el sentido de que están dispuestos a sacrificar libertades a cambio de un gobierno que “resuelva”.
Eso trae una falsa dicotomía en que se presentan como opciones contrapuestas a la democracia y la efectividad. Aunque quisiéramos decir que se trata de un pensamiento irracional, encuentra arraigo por las frustraciones naturales resultado de la corrupción, por un lado, y la lentitud burocrática, por otro. Si los procesos democráticos no están funcionando, sino que por el contrario, sólo sirven para auto aplausos superficiales, entonces mejor votar por una propuesta mesiánica que si me traerá soluciones aún a expensas de la institucionalidad.
No creo estar equivocado al plantear que este será el debate político central por varios años más, teniendo la dificultad de que ahora, la democracia no es un ideal en medio de un mar autoritario, sino una realidad que de manera justa o injusta ha decepcionado a muchos. Los ejemplos del hombre fuerte que “canta sus verdades”, que no le importan las oenegés vendepatria y mejora los índices económicos o de seguridad apuntan a ser más comunes y la propaganda a su vez más intensa.
Fue Madeleine Albright, sin embargo, quien acuñó la descripción que yo he asumido para mí mismo cuando digo que soy “un optimista que se preocupa”. Esta introducción aparentemente lúgubre que hago, es más bien planteando los desafíos que tenemos por delante los demócratas latinoamericanos y a nivel mundial, pero sin dejar de resaltar que tenemos ejemplos positivos a valorar.
Quizás mi opinión no es la más imparcial posible al hablar de República Dominicana, pero por formación académica, hago grandes esfuerzos en busca de mantener la objetividad. Por eso, creo, sin mucho temor a equivocarme, que de la misma manera que en 1978 nuestro proceso electoral puso en marcha la tercera ola democratizadora, en 2024 estamos enviando un poderoso mensaje liberal.
Luis Abinader, quien hoy se presenta a la reelección, es el segundo mandatario más popular del continente y ha logrado esta valoración sobre la base del consenso así como de la ucha anticorrupción acompañada por fortalecimiento institucional. Es el primer gobernante de nuestro país que propone límites al poder, teniendo claro que el destino democrático no puede estar sujeto a la voluntad loable de un hombre. Igualmente, ha roto con la tradición dominicana de silencio cómplice ante los abusos cometidos en nuestra comunidad, más bien levantando la voz cada vez que se ha querido desconocer la voluntad popular o suprimir la disidencia consciente.
Rindiendo cuentas de forma constante, atendiendo los reclamos ciudadanos y estableciendo un régimen de consecuencias a la vez que disminuyendo la burocracia en aras de promover un rápido accionar, dos tercios del electorado apuntan a revalidar su mandato. Pero más allá de la persona, entiendo que ejemplos como este bien servirán para mostrar que sí, que se puede ser un gobernante popular hoy en día manteniendo valores republicanos. Si esto se viene logrando en la República Dominicana que tanto tiempo sufrió espeluznante satrapía, el cielo es el límite.
Cuando termine el conteo se hablará mucho del porcentaje obtenido por el presidente, candidato a un único período adicional consecutivo y nunca más, puesto que cerró la campaña con ventaja superior a los 40 puntos por encima de su más cercano rival. Pero más bien, quiero invitar a que se analice el caso dominicano, convencido de que sirve para promoción de una nueva ola, la de la consolidación democrática frente al auge autoritario.