2 de noviembre 2022
En los rituales de cremación no pueden participar las mujeres. ¿Y por qué? le pregunté a nuestro guía en Varanasi, India. Me respondió colocando su índice derecho bajo del ojo bajándolo en forma una lágrima.
Era de noche y estábamos en una lancha frente a Manikarnika Ghat, donde diariamente se creman más de 300 cuerpos en esta sagrada ciudad.
Según el hinduismo reducirse a cenizas frente a su río sagrado les asegura Moksha; “convertirse en uno” con Brahma (Dios) y poner fin del ciclo de reencarnaciones. Mientras nos contaban sobre los rituales que se desarrollaban, mis ojos fijaron la atención en un cuerpo que iban bajando sobre una camilla de madera hacia el río donde fue sumergido varias veces. En ese instante, recordé a mi padre acostado sobre otra en el porche de su finca en San Rafael del Sur donde de un balazo se suicidó. Recordé la llamada “venite que tu papá se disparó", dejé a la gente en vilo de mi clase virtual de cocina en plena pandemia y prácticamente volar a su casa a 60 kilómetros de Managua. Caos. Todo el mundo fuera de sus casillas, su cuerpo todavía tibio, su semblante tranquilo, acostado con las manos cruzadas sobre su plexo solar, con residuos de lo que parecía pólvora y sangre.
Yo: “¿llamaron a la Policía?” Ellos: “Todavía no”. De ahí mi mente tomó control como un robot, ayudé en diligencias peritales, compra de caja, anuncios a familiares, solamente yo de mis hermanas en el país, con la cabeza fría para despedirlo en un discurso del que ni me acuerdo. La única imagen que tengo es cargando su féretro. En Nicaragua las mujeres no lo hacemos, me imagino que por la misma razón que estamos vetadas en las cremaciones, somos de fácil llanto y nos descomponemos. Pero yo no era mujer en esos momentos, era un trozo de hielo.
Hasta que frente a decenas de piras funerarias ardiendo le pedí a Arun, mi niño, que entre sus deseos al lanzar la Diya (ofrenda de luz y flores) al Ganges pidiera paz para el alma de su abuelo, las lágrimas fluyeron furiosas como la corriente del caudaloso río que navegábamos. Era el llanto que no había llorado. Era mi derecho a expresar el infinito dolor de haber perdido a ese que me engendró, apenas conociéndolo.
Mi padre, ausente la mayor parte de vida fue una figura paterna para mi hijo e incondicional apoyo en los más duros momentos, cuando creí, por un pleito de custodia, perderlo.
Arun lo adoraba y yo no había tenido el coraje de explicarle cómo había muerto.
Al llegar al hotel, después de haber presenciado las imágenes más crudas de la muerte, de haberla visto, sentido, y hasta olido todavía con espasmos de llanto le conté a mi hijo Arun como había sido la muerte de su abuelo. Por más de dos horas hablamos, mi hijo; ¿Con qué fue? Una pistola, ¿Dónde estaba? Sentado en el patio viendo en dirección al mar. ¿Cómo le quedó la cara? Linda, se veía tranquilo, el disparo fue en el pecho. ¿Crees que le dolió mucho? Mientras se tiraba en llantos a mi regazo.
La última noche en Nueva Dehli fue muy dolorosa. Sumado a la sensación de que mi corazón había estallado como el de él por esa bala, mi estómago gritaba hinchado.
Escribo en las alturas del vuelo que nos aleja de India. Arun duerme a mi lado en profunda paz. Gracias a la luz azulada que entra por la ventana del avión sus pómulos se dibujan perfectamente, esos que heredó idénticos de mi guapísimo padre mientras me envuelve certeza de que hace dos días finalmente dejé su alma volar libre en ese Ghat de Varanasi.
*OMS: La salud mental debe de ser prioridad en sistemas nacionales de salud. Estas muertes no deben de ser estigmatizadas. Cada año pierden la vida más personas por suicidio que por VIH, paludismo o cáncer de mama, o incluso por guerras y homicidios. Pedir ayuda y crear redes de apoyo es más importante que nunca.