12 de junio 2017
No tiene desperdicio la entrevista que Vladimir Putin concedió a la periodista Megyn Kelly para la NBC. Recordemos que esta periodista, cuando era presentadora de Fox News, fue ofendida por Donald Trump en uno de los debates presidenciales y, tras el incidente, se convirtió en una crítica del machismo del entonces candidato y ahora presidente de Estados Unidos. Pero en los últimos meses, Kelly ha coincidido con Putin en diversos foros internacionales y ha logrado entrevistarlo para los grandes medios norteamericanos.
En sus respuestas a Kelly, el mandatario ruso demuestra un conocimiento preciso y un interés exhaustivo en asuntos de la política interna de Estados Unidos. Pero a cada pregunta de la periodista sobre el hackeo electrónico de las elecciones, sobre Michael Flynn, sobre Jared Kushner, sobre Jeff Sessions o sobre su propio embajador en Washington, Serguei Kisliak, Putin responde con evasivas o negaciones. Para empezar, dice no conocer con qué miembros de la campaña de Trump se reunió su embajador en Estados Unidos, lo cual es inverosímil.
Putin explota al máximo ese hieratismo, esa opacidad, que ya forma parte de la marca geopolítica de Rusia en el siglo XX. Sabe perfectamente que la trama rusa ha colocado a Trump al borde del colapso de su gabinete y, eventualmente, de un proceso de destitución, pero aparenta ser ajeno al proceso. Las fotos de una cena en la que compartió mesa, codo a codo, con el exasesor de Seguridad Nacional, Michael Flynn, han dado la vuelta al mundo, y aún así niega haber conocido al general.
El gesto recuerda la escena del debate en Naciones Unidas sobre la instalación de misiles en Cuba, cuando el embajador Adlai Stevenson mostraba las fotos aéreas de los cohetes, mientras el representante soviético, Valerian Zorin, negaba tajantemente que la URSS tuviera armas nucleares en Cuba. Putin dice no conocer a Flynn ni a Kushner, el mediático yerno del presidente, que propuso una línea secreta directa con el Kremlin a solicitud de diplomáticos rusos en Washington.
Esa mezcla de ironía y cinismo, en el ejercicio de las relaciones internacionales, hace de Putin un discípulo aventajado de Stalin y los líderes soviéticos. Ahora se ve con claridad que toda la operación rusa en el último proceso electoral en Estados Unidos y en los primeros meses de la presidencia de Donald Trump ha sido un juego muy hábil, para impedir la reelección de Hillary Clinton y, a la vez, dejar al nuevo mandatario en una posición desventajosa.
Putin y su aparato de inteligencia diseñaron un típico escenario en que cualquier opción es beneficiosa. Con un Trump sólido podía haber mejores relaciones entre Estados Unidos y Rusia, lo que haría avanzar objetivos comunes como el debilitamiento de la Unión Europea o el fin del Acuerdo Transpacífico. Pero con un Trump débil, la ganancia también es neta: pérdida de liderazgo global de Washington y aumento de la hegemonía de Rusia, sobre todo, en el Medio Oriente y Europa del Este.
*Este artículo se publicó originalmente en ProDaVinci