26 de julio 2016
En la mañana del lunes 25 de julio, a horas del inicio oficial de la Convención Demócrata en Filadelfia, desayuné con una extrañeza reconfortante. Bebí café, probé un croissant con almendras y degusté el penúltimo ejercicio de convicción política de Bernie Sanders: cuando su gente, reunida para escucharlo, comenzó a abuchear a Hillary Rodham Clinton (HRC), Sanders El Honorable, movió la boca como un abuelo un poco cansado de haber agitado tanto al nieto que se le puso levantisco, y cambió el foco. En vez de entrar en un juego de retórica inflamada, sacudió la cabeza y, sin despegar los brazos del estrado, dijo: “T***p” (Trump). Y cuando segundos después el griterío era un estruendo que reclamaba por él y no por Hillary como candidato demócrata, Sanders elevó la mano y otra vez no vaciló: pidió parar a T***p again.
Diez segundos más tarde, el abuelo adoctrinó de una sola pasada a toda esa rebeldía embroncada y sin fueros: “Real politics is not necessarily sexy”, dijo, como si luego sólo quedase cerrar el pico, bajar la cabeza y tomar la sopa. La frase es un brillante resumen de madurez y realpolitik. Después de tragar polvo de acero durante toda la campaña ninguneado por los barones del Partido, Sanders se sacudió de los hombros la derrota electoral y la caspa y dedicó algún tiempo a jugar al ajedrez político. Esperó. Esperó. Y esperó. Y a última hora, cuando ya no quedaba pundit sin reclamarle que dejase de fastidiar y concediera la victoria, confirmó su apoyo a Hillary. En medio, sus bases hacían saber al partido que no podrían negarle espacio y calentaban los programas de TV y Twitter mientras Sanders El Honorable dibujaba casillas sobre el mantel y llenaba cada una con un policy a negociar con los jefes del Partido Demócrata. En privado, Sanders convirtió su derrota de candidato de primaria en una victoria de estadista.
Pero estábamos en la mañana del lunes 25 y, bajo el calor de Philly, las bases de Feel The Bern ya no parecen una banda de Millennials y hippies de Peace & Love sino el Ejército de Trotsky en proceso de sublevación. Cada vez que Sanders mencionó la necesidad de apoyar a Hillary, la multitud abucheó, chifló, gritó, pidió su nombre y estiró una queja que se balanceó entre el enojo comprensible y el tantrum de un niño de tres. En cada una de esas ocasiones, Sanders, que no es un general ni un jerarca, sino un viejo astuto y un buen lector del escenario político, respondió levantando en la palestra los pilotes de cualquier educación socialista: sin necesidad de ser más explícito, ante al fervor jacobino, Sanders hizo la mueca cansada de quien ha visto la pataleta antes y pidió no confundir adversario con enemigo.
Hillary y el establishment demócrata, a sus ojos y sin dudas, son una contradicción secundaria. T***p y el republicanismo medieval, la primaria. El problema central de su revolución política, les dio a entender, no es HRC, sino todo cuanto Donald T***p y este Partido Republicano representan: ignorancia, divisionismo, exclusión; segregación, racismo, xenofobia, violencia; intolerancia y fanatismo, anti intelectualismo y anti secularismo; dogmas; un mundo de privilegios y exhibicionismo rampante en la cara misma de los cagados de toda fortuna; todas las malas horas del capitalismo más burdo, rapaz, desconsolador e indiferente.
Errar en ver eso, supone Sanders, es falsear las prioridades y empujar a Estados Unidos —y al mundo— a la incertidumbre en manos de un autócrata anaranjado que se cree por encima de todo y todos, dueño de la soberbia elemental y patotera de un tirano de los trópicos o la tundra rusa. Es democracia versus una versión improvisada del putinismo.
Es comprensible el enojo de la multitud que sigue a Sanders —los ha jodido su propio partido dentro mismo de su propio partido—, pero crecer es doloroso: la batalla es afuera, no adentro. Por eso por la noche, durante su discurso en la Convención, Sanders demostró qué piensa como estadista: puede perder la elección, pero no la disputa ideológica. Después de las palabras impecables de Michelle Obama —el discurso presidencial más inspirador viniendo de quien no compite por nada—, Sanders eligió el camino del “policy”, de la razón por sobre el corazón. Anunció, en público, los compromisos de HRC que retoman las principales banderas de Feel The Bern: entre otras, un seguro de salud público, universidades gratuitas, medicamentos asequibles; una reforma migratoria razonable; controlar y restar poder a Wall Street; modificar los estatutos de financiamiento de los partidos políticos para que los millonarios no secuestren el proceso político, con dinero y cabildeo, al 99% de los ciudadanos.
Es extraño ver a un perdedor tan ganador como Bernie Sanders. Resignó la elección, pero jamás capituló su proyecto. Tiene leverage, sobre todo con el escándalo de la filtración de emails en los que miembros del Comité Nacional Demócrata parecían competir para diezmar su potencial, para demandar cambios en la gestión del partido. Sanders ha estado a cada minuto viendo el futuro: una revolución política que ya ganó la disputa discursiva hoy debe dar la batalla política en 2020 y la electoral en 2024.
La agenda electoral del Partido Demócrata en 2016, merced a que la incontestable campaña de Sanders hizo inviable su exclusión, es la más progresista jamás construida en Estados Unidos desde el New Deal de Franklin D. Roosevelt, más de 85 años atrás. Sanders perdió la primaria pero condicionó la agenda de HRC para la elección general. Su victoria intelectual podría modelar el Partido Demócrata por décadas. Si Hillary mantiene su compromiso, Bernie Sanders habrá creado el discurso demócrata más progresista del siglo para una de las candidatas más conservadoras del partido.
Por eso en la noche Sanders tuvo otra vez que jugar un balance difícil: convencer a sus seguidores de que deben seguir encendidos como en las primarias para ayudar a que Hillary gane sin sonar ni increíble ni claudicante. Los abucheos cuando pidió apoyar a HRC fueron menores, escasos, intrascendentes comparados con la vocinglería del inicio del día. Sanders había dedicado media hora a elaborar su caso y garantizar la razón por cual su plan no se detendrá: él se involucrará personalmente. (Es otra discussion, y no un debate que corresponda ahora, cómo el movimiento sucederá a su líder, pues no parece tener cuadros políticos visibles que puedan reemplazar el carisma fenomenal de Sanders.) Mientras, dada su experiencia política como negociador en el Congreso y su historia política consistente, consiguió mostrar a una Convención en parte dubitativa y beligerante que el futuro puede ser promisorio.
Sanders elevó su discurso a estatura de jefe de Estado antes que de candidato de salida: más argumentos que sensiblería. Ante eso, las cámaras de televisión mostraron escenas extrañas, propias de nuestras sociedades telenoveleras y calenturientas más que de los actos políticos de Estados Unidos, antes operaciones logísticas programadas de pudor controlado que un desafuero de amores. Cuando subió al estrado, Sanders debió comenzar su discurso tres veces, cada una de ellas sin poder pasar apenas de unas palabras, interrumpido y silenciado por una ovación que no parecía tener intención de detenerse jamás. Decenas de personas —señoras mayores, ancianísimos caballeros, chicas y chicos muy jóvenes— lloraban mostrando sus carteles de Bernie como si fuesen puños en alto, entregadas al último duelo frente al único candidato que combinó emoción con inteligencia en partes sólo imposibles de creer sólo para un animal con grava por cerebro. La histeria colectiva era palpable, paralizante. Sanders era un beatle, el chico más sexy de la clase a los 74 años, Guevara o Springsteen, un Obama judío encorvado con canas como un nido revuelto peinadas para la ocasión y su adorable acento de carnicero de Brigton Beach. (“Shtrongetuggeda.”)
Muchas de esas personas conocen ya de derrotas progresistas. La izquierda estadounidense es un paria que ha debido hablar de socialismo democrático en privado pues vive en un país que sólo tolera —vaya paradoja— a los rojos del Partido Republicano. Los veteranos han dado ya su mejor revuelta, en muchos casos la última, pero los más jóvenes tienen un panorama prometedor: un discurso, tiempo, su primera derrota para reforzar carácter. En la noche del lunes 25 de julio, ante su gente, para el mundo y el oído de su candidata presidencial, Bernard Sanders de Brooklyn, senador por Vermont, confirmó de qué madera está hecho un líder. Él piensa cómo avanzar paso a paso inmediatamente después de un tropiezo mientras los demás aún no salieron del pantano de la derrota circunstancial. No hay revolución sin compromiso y Sanders El Honorable, que ha construido una carrera indudable por la suya, seguirá empujando su joroba hasta que no tenga zapatos ni voz.