27 de abril 2022
La reelección del presidente francés Emmanuel Macron por un cómodo margen frente a una opositora con quien comparte una aversión mutua casi ocultó una cierta codependencia entre sus facciones políticas. Es posible que Macron y Marine Le Pen —su opositora de extrema derecha— se detesten, pero crearon un tipo de simbiosis política que permite comprender bien los actuales aprietos en los que se encuentran Francia, Europa y otros lugares.
El fantasma de la victoria de Le Pen ha sostenido una tradición que ayudó a quienes ocupaban el cargo a volver al palacio del Elíseo. Antes de Macron, hace 20 años, Jacques Chirac unió al 82 % del electorado contra el padre de Le Pen, Jean-Marie Le Pen.
Pero esta vez fue diferente. En 2002, el miedo a Jean-Marie Le Pen forjó el triunfo de Chirac. En 2022 fue más un ida y vuelta: aunque Le Pen ciertamente ayudó a que Macron obtuviera una clara mayoría de los votos, Macron también impulsó a Le Pen. Los resultados hablan por sí mismos: una candidata de la ultraderecha cosechó el 42 % de los votos. Durante los últimos cinco años, la codependencia entre Macron y Le Pen aumentó. Esto no ocurrió a pesar de la mutua antipatía de ambos opositores sino, al menos parcialmente, debido a ella.
La reelección de Chirac en 2002 se basó en una coalición de la derecha, el centro y la izquierda contra la ultraderecha xenófoba. Hace cinco años, una vez más frente a la misma amenaza de la extrema derecha, Macron rompió el molde presentándose como alguien que no era ni de derecha ni de izquierda. Funcionó, pero demasiado bien: El mantra «ni de derecha ni de izquierda» de Macron infectó el pensamiento de sus más feroces opositores.
Los jóvenes, el precariado y (cada vez más) los segmentos más inseguros del proletariado se niegan a evaluar candidatos presidenciales en términos de la divisoria entre izquierda y derecha. Ven a una Francia gobernada por un mundo de dinero que les resulta ajeno y que no solo los marginó, sino que los mantiene atrapados en ese lugar. Ante sus ojos, Macron es la personificación de ese mundo. Para ellos, la nueva divisoria política se da entre los políticos respetables que prometen mantener este mundo y los disidentes que prometen demolerlo.
En el debate preelectoral televisado entre ambos candidatos Macron logró mostrarse como el arquetipo del administrador eficiente y competente que entiende al sistema y puede gestionarlo mejor. Pero eso no impresiona a los votantes, que no quieren un sistema mejor gestionado, sino dinamitarlo.
El enfoque de Macron me recordó a los británicos que defendían a ultranza su permanencia en la UE, que no lograron prever la agresiva mentalidad de los votantes más inclinados hacia la brexit. Cuanto más les decían, con gráficos y estadísticas, que la brexit los haría sufrir, más se emocionaban por la perspectiva de un sacrificio colectivo para derribar un sistema que, a su entender, estaba amañado contra ellos.
Volviendo a la comparación con la elección francesa de 2002, hay una gran diferencia entre la coalición que respaldó a Chirac a lo ancho del espectro y el mantra «ni de derecha ni de izquierda» de Macron. Hace 20 años los votantes de izquierda apoyaron a un político de derecha para evitar que Le Pen llegara al poder. Chirac entendió que estaba tomando votos prestados de fuerzas políticas establecidas como el Partido Socialista y el Partido Comunista, y gobernó como si se estuviera rigiendo por un contrato implícito con los críticos denodados del establishment. En 2017, por el contrario, Macron logró eliminar a los partidos de la izquierda y la derecha antes de invocar el fantasma de Le Pen y conseguir un dominio total.
Ya en el Elíseo, y con mayoría absoluta en la Asamblea Nacional, Macron procuró implementar su agenda sin los compromisos que habían anclado a Chirac, limitado solamente por las restricciones de las Grandes Finanzas y una Unión Europea «austeríaca», en deuda con los intereses corporativos. En unos pocos años logró que París se volviera más atractiva para los negocios, revitalizando la escena de las empresas emergentes francesas y logrando un impacto sobre el desempleo.
Pero el precariado creció. Muchos votantes vieron decaer sus perspectivas como resultado directo de políticas que percibieron como una guerra de clases declarada, dirigida personalmente contra ellos: regalos impositivos para los ultrarricos, desregulación de los despidos, impuestos regresivos sobre el carbono y la decisión de aumentar significativamente la edad jubilatoria en un país donde la expectativa de vida de los hombres pobres es 13 años menor que la de los ricos.
Esta realidad se convirtió en la base de una retroalimentación que se autorrefuerza en la obra de teatro entre Macron y le Pen. Aunque no se sienta un tufillo a connivencia —claramente son alérgicos el uno al otro—, la dinámica entre ellos forma un callejón sin salida que facilita un nuevo tipo de acumulación del capital para una nueva clase dirigente. Macron sirve en última instancia a esa clase y su hegemonía se fortalece cuando alguien como Le Pen es la opositora oficial.
No se debe interpretar nada de lo anterior como mi reticencia a tomar partido. Hace cinco años le pedí a todo quien quisiera escucharme que votara por Macron contra Le Pen. Lo único que necesitaba era la idea del absoluto terror que sentían mis amigos franceses —especialmente, los de piel más oscura— ante la perspectiva de que Le Pen se apoderara de la Policía y el Ministerio del Interior.
Este año, aunque el DiEM25 (el movimiento al que pertenezco) decidió dar la misma recomendación a nuestros miembros franceses, el pedido fue más arduo. El efecto de retroalimentación entre Macron y Le Pen redujo el espacio que solía separarlos en cuestiones de derechos humanos y dignidad básica. ¿Cómo podemos olvidar al ministro del Interior de Macron, Gérald Darmanin, que el año pasado denunció a Le Pen por ser «aflojar demasiado la mano con la inmigración»?
Por doquier, los políticos del estilo de Macron son incapaces de defender al racionalismo liberal que afirman propugnar. Ocultos tras su narrativa de «ni derecha ni de izquierda» apoyaron la combinación irracional de austeridad y rescates bancarios que llevó a 12 años de estancamiento e impidió que se invirtiera seriamente en energías verdes. Durante la pandemia agacharon la cabeza ante violaciones sin sentido de los derechos civiles. Hoy demonizan a los moderados —que advierten contra la escalada del conflicto entre la OTAN y Rusia y apoyan un acuerdo entre EE. UU. y Rusia que permita que Ucrania se mantenga neutral e ingrese a la UE, pero quede fuera de la OTAN—.
La moraleja de la reelección de Macron es que, en las sociedades muy clasistas, la división entre la izquierda y la derecha sigue siendo fundamental. Cuando los políticos centristas logran ocultarla quedan atrapados en un bucle de retroalimentación dinámico con la ultraderecha que los hace sonar frenéticos e irracionales, al tiempo que da a la ultraderecha una imagen engañosamente más aceptable. Aun cuando ganan, pierden.