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La Unidad existencial

La decisión adoptada por Falcón es tan relevante que amerita ser analizada desde un punto de vista estrictamente electoral

El opositor candidato a las elecciones presidenciales en Venezuela, Henri falcón. EFE

Michael Penfold

11 de marzo 2018

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Henri Falcón tomó una decisión política que movió el tablero. Ahora debe demostrar electoralmente que puede iniciar un proceso de cambio para Venezuela. La apuesta es riesgosa. La puesta en marcha de esta decisión supone en la práctica una ruptura de la unidad opositora que continúa sin encontrar una fórmula para resolver los dilemas en torno a la participación, la abstención y las famosas condiciones electorales que fueron abortadas en Dominicana.

Mientras que una parte de la oposición se lanza al ruedo electoral bajo condiciones adversas, con miras a movilizar el descontento -que es lo que está haciendo Falcón-, la otra explora un frente amplio, tanto nacional como internacional, para articular una coalición social que sea capaz de forzar unas elecciones libres. Este drama opositor refleja cómo, en un momento histórico especialmente crítico, los distintos grupos han optado estratégicamente por dividirse. El resultado es lamentable para todos: reduce significativamente las probabilidades de iniciar con éxito un proceso de transición para el país.

La decisión adoptada por Falcón es tan relevante que amerita ser analizada desde un punto de vista estrictamente electoral. ¿Tiene realmente posibilidad de ganar una elección presidencial que es vista internacionalmente como un proceso que carece tanto de suficientes garantías como de legitimidad? Tanto los organismos internacionales como la misma empresa de software que, hasta hace poco, licenciaba al CNE el sistema de conteo de la votación electrónica, Smartmatic, han alertado que, bajo las condiciones actuales, el proceso comicial venezolano adolece de integridad.

Es indudable que todavía es muy temprano para hacer un análisis definitivo. El Gobierno siempre puede volver a cambiar la fecha, habilitar selectivamente a ciertos candidatos o incluso continuar deteriorando las condiciones a tal punto que el mismo Falcón se retire de la contienda. La presión internacional también puede, en la medida en que se intensifique, obligar a los factores de poder del chavismo, en especial a los militares, a forzar un cambio favorable a esas mismas garantías electorales, permitiendo que otros candidatos y partidos puedan entrar en el proceso. De modo que, independientemente de la decisión de inscribir una candidatura, estamos en un escenario que todavía está sujeto a muchas potenciales transformaciones futuras.


En el papel, Falcón pareciera estar hecho para la transición. Conoce el mundo castrense, militó en el chavismo y ha sido parte de la oposición por casi una década. Es una figura que, si llegase a ganar la presidencia, podría convertirse en un factor que le bajaría los costos de salida del poder tanto a los chavistas como a los militares y podría estar en condiciones de negociar con la comunidad internacional la reinstitucionalización democrática del país, remover las sanciones y enfrentar la emergencia social, la estabilización macroeconómica y la reactivación productiva.

En todas las encuestas del país, Falcón muestra una ventaja significativa sobre cualquiera de sus contrincantes opositores, pero no despunta frente a Leopoldo López (injustamente preso e inhabilitado) ni Lorenzo Mendoza (que optó por autoexcluirse). En una contienda cerrada contra Maduro -como resultado del  macabro juego de descarte que utiliza el gobierno para seleccionar a su competidor-, Falcón ganaría nominalmente en promedio por 8 puntos de ventaja. Sin embargo, en las elecciones regionales de octubre del 2017, esas mismas encuestadoras le daban a Falcón una ventaja muy amplia en Lara y, curiosamente, terminó perdiendo contra una contrincante del madurismo que tenía un alto nivel de rechazo. Si en el caso de las elecciones regionales las condiciones parecieran haber importado, ¿podría ocurrirle lo mismo en las presidenciales?

En cualquier escenario electoral, para poder blindar su triunfo, el candidato Falcón pareciera tener tres grandes retos por delante: recomponer la unidad opositora, producir una mejora en la percepción de confianza del ciudadano en el sistema electoral y atraer el voto inconforme del chavismo. Estos objetivos no son necesariamente compatibles, pues movilizar la base opositora conlleva a la construcción de un discurso creíble de cambio político en el marco de un acuerdo unitario (algo que en estos momentos pareciera un simple deseo) y debe simultáneamente minar la base social del chavismo.

Esta última dimensión del problema implica evadir la polarización y articular una oferta focalizada en aquellos sectores no alineados que potencialmente podrían conectarse con su liderazgo. Paradójicamente, en la medida en que ese discurso apunte a ese segmento, en esa misma medida Falcón va a encontrar cada vez más difícil motivar a la base opositora más radical que desconfía abiertamente de las condiciones electorales.  Éste es el centro medular de los dilemas estratégicos que su equipo de campaña tiene que resolver.

Todos estos retos lucen aún más cuesta arriba sin el apoyo logístico de un aparato partidista. Su candidatura carece de una estructura nacional de este tipo que le ayude a proteger el voto ante un proceso institucionalmente cargado en contra de los derechos democráticos más elementales de los venezolanos y que busca instrumentalizar la consolidación de un sistema abiertamente autoritario. Enfrentar una arquitectura electoral que es capaz de inhabilitar candidatos, ilegalizar partidos, cambiar fechas, avalar fraudes (como el que ocurrió en el estado Bolívar) e incluso inhibir la participación y sembrar dudas alrededor del secreto del sufragio por medio del condicionamiento social del voto es un esfuerzo monumental que sólo puede ser superado por medio de una sociedad organizada y desplegada alrededor de un liderazgo altamente confiable.

El único sustituto ante semejante debilidad logística es que los militares opten por defender el voto en las urnas el día de las elecciones, al aceptar que esta opción se transforme sorpresivamente en una mejor salida para proteger sus intereses institucionales que una potencial reelección de Maduro. A estas alturas, los militares probablemente comprenden que un triunfo de Maduro, sin el aval internacional, llevaría a Venezuela a una aceleración de las sanciones tanto económicas como individuales. De modo que Falcón debe aceptar el tamaño del escollo que tiene por delante. Tanto su partido como su candidatura están luchando no sólo contra un sistema corrompido sino contra una cúpula que pareciera no estar dispuesta a dejar el poder aún.

La apuesta electoral de Falcón tampoco es descabellada. Casi el 80% de los ciudadanos sueña con un cambio político y económico. Desde el momento en que Maduro llegó al poder en abril de 2013, el tamaño de la economía se redujo de 300 mil millones de dólares a apenas rasguñar 120 mil millones para finales del 2017. Es la primera vez en la historia del país que se realizan unos comicios –que no son libres ni justos– en medio de un proceso hiperinflacionario que, para los dos primeros meses del año, sobrepasó el 100% intermensual y que podría fácilmente representar una tasa de aumento de precios que desborde los cinco dígitos anuales. El poder de compra del salario actual es, en términos reales, apenas 10% de lo que tenían los venezolanos cinco años atrás. El “voto castigo” o el “voto de bolsillo”, en principio, debería convertirse en un mecanismo eficaz contra Maduro y también debería ser un buen augurio para el cambio del país.

En condiciones electorales “normales”, la economía sería uno de los mejores predictores del voto presidencial. Además, el hecho de que sean unas elecciones presidenciales y que Falcón no enfrente ningún otro competidor visible dentro del mundo opositor, a menos que liberen a López con todos sus derechos políticos restituidos, que habiliten a Capriles o que Ramos Allup decida lanzarse bajo la plataforma de la MUD, le ayudaría a atraer a sus filas a todos aquellos votantes chavistas, opositores e independientes que estén descontentos y que decidan participar en estos comicios. En función de esta realidad, el objetivo superior de su campaña es sacar a la gente a votar. Si lo hace, podría, en principio, competir contra Maduro. No obstante, sin unidad opositora y sin condiciones electorales robustas, ese objetivo de movilización ciudadana resulta tremendamente complejo de alcanzar.

La razón es que las reglas electorales venezolanas son esencialmente tramposas. Las reglas se modifican al antojo del árbitro y el TSJ reduce judicialmente la competencia electoral a su más mínima expresión para garantizar la continuidad del proyecto revolucionario. Pero estas reglas son tramposas no sólo en un sentido formal, sino también informal. La causa tiene que ver con el impacto del Carnet de la Patria, el cual tiene dos efectos muy potentes. Primero, cohesiona y moviliza la base chavista por medio del condicionamiento social del voto. Segundo, tiene la capacidad de voltear una parte del voto opositor.

En estos momentos, más de un 63% de la población tiene acceso a este mecanismo electrónico y, por lo tanto, una proporción muy grande del electorado está sujeto a cualquiera de estos efectos. La probabilidad de que una persona que se autodefina como chavista y que, teniendo acceso al Carnet de la Patria, salga a votar y efectivamente sufrague por el gobierno es de más de un 90%. La probabilidad de que una persona que se identifique a sí misma como opositor y que, teniendo acceso al Carnet de la Patria, termine votando por el gobierno es más de un 25%. De modo que la base chavista puede perfectamente estar descontenta con Maduro debido al mal desempeño de la economía, pero el Carnet de la Patria los termina entubando. Y, en el caso del mundo opositor, el Carnet de la Patria es un instrumento tremendamente efectivo para intimidar e incluso convertir a una porción significativa de su electorado.

En una encuesta nacional realizada recientemente por DATINCORP, se logró medir el impacto de las preferencias de los ciudadanos tomando en cuenta un escenario en el que se mantienen las actuales condiciones electorales y otro escenario con un cambio de las condiciones que logren aumentar la percepción de confianza en el CNE. Los resultados son pasmosos. En el marco de una diferenciación de condiciones, con un cambio de reglas, el 66% de los ciudadanos estaría totalmente seguro de salir a votar. Sin un cambio de reglas, tan sólo el 51% saldría incondicionalmente a ejercer su derecho al sufragio. Lo más sorprendente es que, con un cambio en la percepción sobre las condiciones electorales, la aprobación de Maduro caería de 27% a 21%. Incluso, en una contienda a dos bandas, Maduro sólo obtendría, en caso de que mejore la percepción de confianza en el CNE, un 34% de la votación. En este caso, la oposición, con un candidato unitario, ganaría cómodamente cualquier contienda. Estos datos sugieren que incluso los mismos chavistas se sienten intimidados por el sistema actual y que, con una modificación en la percepción del CNE, votarían de una forma radicalmente diferente.

La única forma de cambiar tal percepción es a través de una observación internacional integral que lidere las Naciones Unidas, algo que tanto la oposición como Falcón están exigiendo, y que fue el punto neurálgico de la negociación en Dominicana. Sin esta observación y sin un cambio significativo en el funcionamiento del CNE, que toma tiempo y recursos, es difícil revertir la percepción ciudadana sobre el sistema electoral. Esta realidad implica que, para “inmunizarse” frente a esta percepción en torno a las condiciones, Falcón no tiene otra opción que ampliar su ventaja nominal a una diferencia de 16 puntos contra Maduro. Tan sólo un aumento en la diferencia de esta magnitud permitiría hipotéticamente compensar este problema. En ningún momento estaría vacunado contra el fraude.

Materializar esa meta va a depender exclusivamente de una campaña milimetricamente bien ejecutada que venza el miedo del elector y que lleve a la sociedad a movilizarse voluntariamente a los centros de votación. La última vez que vimos un fenómeno de esta naturaleza fue con Hugo Chávez Frías, en 1998, en unas elecciones observadas en pleno, tanto por la OEA como por el Centro Carter. Hasta ahora, Falcón pareciera no lograr despertar las mismas pasiones que Chávez, pero también es cierto que, con un proceso hiperinflacionario, la desesperación de los votantes puede llevarlos a las urnas.

Éste es el tamaño real del reto electoral que enfrenta el exgobernador. Cerrar todas esas brechas implica ineludiblemente retomar la unidad y, en el mejor de los casos, lograr modificar las condiciones electorales. Sin ellas, cualquier opción se va a encontrar con unos obstáculos formidables, pues el enemigo es colosal. Es por ello que muchos se preguntan qué ocurriría si esas brechas no se cerrasen. Por ejemplo, si una observación internacional integral por parte de las Naciones Unidas no llegara a materializarse, ¿se retiraría Falcón de la campaña? Y si efectivamente logra superar todos estos escollos, ¿va a tener la fortaleza política para cantar fraude en caso de que le toque revertir los resultados? Éstas son algunas de las interrogantes fundamentales que tenemos muchos en mente, aunque las respuestas parecieran llevarnos inexorablemente a un solo destino: la unidad como asunto existencial para restaurar la democracia.

Publicado en Prodavinci


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