19 de septiembre 2018
“Seguramente la oscuridad de la guerra cubre cualquier resplandor de lo que pudiera llamarse civil…No hay guerra de nombre más controvertible que la guerra civil”
David Armitage
Daniel Ortega quiere una guerra civil. De todos los escenarios posibles para ponerle fin a la tragedia que vive Nicaragua, es el único que puede asegurarle la permanencia en el poder. En todos los demás su salida está asegurada.
Se atribuye al general William Sherman haber llamado a la guerra civil como el peor de los infiernos, por cuanto se libran entre parientes, vecinos y ciudadanos de la misma comunidad política. Peor aún. Como lo atestigua la historia, desde los antiguos romanos (que acuñaron el término bellum civile) hasta la fecha, cada guerra civil nace de los rescoldos dejados por la anterior. Las heridas entre hermanos no se cierran con los últimos disparos.
Nicaragua es la mejor prueba de ello. A pesar de nuestro himno nacional -salvo en muy breves períodos- llevamos 197 años de historia matándonos, encadenando una guerra con otra y tiñendo de sangre nica el “glorioso pendón bicolor”. Pero ahora es la primera vez que no hay otro bando dispuesto a empuñar las armas. Este quizás sea el momento de quiebre de un determinismo fatal: una parte que lanza el guante de la guerra frente a otra que en vez de recogerlo insiste en las vías no militares. ¿Gandhi redivivo? No, inteligencia colectiva de un pueblo aparentemente dispuesto a no repetir los errores de la última guerra. Y no es que falten ganas de buscar un fierro ante tanto atropello de esbirros y sicarios; es que se ha ido imponiendo la convicción de que en la fuerza de los opresores también está su debilidad.
Fiel a su esencia, el orteguismo declaró la guerra al pueblo de Nicaragua ante el empuje cívico de las protestas ciudadanas. Incapaz de dar respuestas que no fueran la violencia, ha ido escalando la represión: primero fueron las pandillas de la Juventud Sandinista, luego las fuerzas combinadas de la policía y el FSLN, y por último el despliegue de los matones enmascarados como tercer cuerpo armado del Estado. A este zafarrancho de combate se han sumado los tribunales, la Asamblea Nacional y los ministerios de Salud y de Educación para configurar un Estado en guerra civil. Es decir, el bando en guerra civil del orteguismo.
Sin autoridades que garantizaran la seguridad ni los derechos ciudadanos de todos -lo que implicaba dejar a merced de los violentos a la otra parte de la población-, la trampa estaba servida. Solo era cuestión de empujar la protesta social a reagruparse en el otro bando, a organizarse para la guerra y armarse; cambiar los moteros artesanales y piedras por fusiles y pasar al escenario que habían planeado para que entrara en acción a cara descubierta el ejército.
Con ambos bandos en armas la dictadura declararía oficialmente la guerra civil y obtendría todos los réditos para ganar. El argumento de la conspiración encontraría por fin asidero para presentarse como víctima de una “trama imperialista urdida en los despachos de Washington”. La pose victimista le ayudaría a romper el aislamiento internacional en que se encuentra, daría argumentos a la izquierda jurásica para acerar las posiciones cómplices y ofrecería asidero a las expresiones de solidaridad de otros regímenes autoritarios, incluida la ayuda militar.
Pero la estrategia les ha salido mal. No hay guerra civil en Nicaragua. Lo que ocurre es la perpetración de una barbarie, la puesta en práctica de una política de atrocidades, el aniquilamiento a cualquier forma de protesta contra la opresión, por muy pasiva o silenciosa que sea. La prisa por restaurar la normalidad de antes del 18 de abril los ha llevado a utilizar toda la fuerza del Estado, pero el tiro les ha salido por la culata. Con ello solo ha quedado en evidencia que el uso desproporcionado de esa fuerza revela la vena dictatorial de un régimen que no está dispuesto a transigir con las demandas de democracia, justicia y libertad de la población que exige un cambio político.
Sería un error caer en la tentación de la guerra civil. Experiencia y arrojo no faltan, pero sería un error caer en la trampa del enfrentamiento militar. En cambio, seguir dando la lucha en el terreno político se ha visto que es más efectivo. Sí, ya se sabe que no es fácil estar aguantando detenciones arbitrarias, torturas y asesinatos, pero es lo que el régimen quiere, que provocados por la represión nos asomemos una vez al abismo de la guerra civil total. En este terreno tendrían todas las de ganar.
Sin embargo, en el plano político no. Desde el 18 de abril cada movimiento del pueblo los ha descolocado haciéndolos ver lentos, erráticos y desalmados. Lo fueron contra las primeras protestas de los jubilados en León y en el Camino de Oriente (Managua), como lo han sido, ridículos e impotentes, contra las chimbombas (globos) azul y blanco de septiembre.
Con toda seguridad que el camino de la resistencia civil será más largo y a veces desesperanzador, pero el de la guerra civil sería más doloroso y sembraría la semilla de nuevos enfrentamientos. Como dijo Lucano hace más de 2000 años, “jamás una espada extranjera se ha hundido de esta manera: son las heridas inflingidas por manos de conciudadanos las que más profundamente han penetrado”.
Ortega quiere, necesita con urgencia, una guerra civil para seguir aferrado al poder, porque no concibe otra forma de vida que no sea encaramado al sillón presidencial. Pero si no puede desarrollar toda su capacidad de matar no tendrá más opciones que bajarse de su trono por las vías políticas. Entonces, como ha ocurrido con otros tiranos, la cives, la ciudadanía plena, se encargará de reconstruir el Estado democrático que lleve a juicio a los asesinos y a su jefe máximo. Solo así podremos exterminar el germen maldito de las dictaduras y de las guerras civiles que han destrozado nuestro país.
Por no caer en la trampa de la guerra civil, también vamos ganando.