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La solitaria muerte de Alexéi Navalni

Son tiempos en los que para conseguirse un juicio amañado en Rusia basta recitar un poema contra la guerra

Flores y muestras de condolencia por el fallecido líder opositor ruso Alexéi Navalni a las puertas de la embajada de Rusia en Dinamarca. Foto: EFE | Confidencial

Nina L. Khrushcheva

22 de febrero 2024

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En 2013, cuando el crítico del Kremlin, Alexéi Navalni, se enfrentaba a un juicio por acusaciones falsas, recordé cómo mi bisabuelo, el líder soviético Nikita Jrushchov, comparaba a Rusia con un bol lleno de masa. "Si metes la mano hasta el fondo, cuando la sacas queda un pequeño agujero". Pero entonces, "ante tus ojos", la masa vuelve a su estado original: una mezcla "esponjosa e inflada". Más de una década después, la muerte de Navalni en una remota colonia penal del Ártico es prueba de lo poco que han cambiado las cosas.

La prisión en la que murió Navalni es particularmente brutal. Apodada "lobo polar", es un gulag helado para criminales violentos. Pero Navalni (un abogado y bloguero anticorrupción) no tenía conexión con la violencia. En 2013 lo acusaron falsamente de desfalco, y las condenas que lo enviaron en 2021 a Lobo Polar fueron por violación de libertad condicional, fraude y desacato. Durante su estadía en prisión, acumuló más condenas por acusaciones inventadas, incluida la de apoyar el extremismo.

Pero el delito real de Navalni, por supuesto, fue desafiar al presidente Vladímir Putin. Desde liderar protestas contra las elecciones parlamentarias arregladas de 2011 hasta investigar la corrupción de las élites rusas y tratar de sacar del poder a Putin (en una elección presidencial de la que las autoridades lo excluyeron), llevó adelante por casi dos decenios una campaña incansable contra Putin y su círculo. Los numerosos procedimientos legales que le iniciaron fueron farsas judiciales al estilo de Stalin; su verdadero propósito fue crear una ilusión de justicia y evitar que un crítico famoso del Kremlin apareciera en las papeletas electorales y en las pantallas de la televisión. En los juicios de la era Stalin se hacía amplio uso de la pena de muerte (y del gulag), pero ninguna de las acusaciones contra Navalni (ni las más fraudulentas) podían justificarla (al menos, en forma oficial).

El sistema carcelario ruso asegura que Navalni perdió la conciencia tras un paseo, y que a pesar de sus intentos, el personal médico de emergencia no consiguió reanimarlo. Pero a Navalni no se lo veía "indispuesto" el día anterior, cuando participó en una audiencia judicial a través de videoconferencia, o el día antes de eso, cuando recibió una visita de su abogado. No quiere decir esto que la muerte de Navalni haya sido un asesinato por orden directa de Putin más allá de toda duda: la vida en Lobo Polar destruiría la salud de cualquiera. Pero directa o indirectamente, fue Putin el que mató a Navalni.


Y no fue el primer intento. En 2020 a Navalni lo envenenaron con el agente nervioso Novichok (una creación soviética) y tuvo que ser trasladado de urgencia a Berlín para recuperarse. Sabía que volver a Rusia implicaba más persecución política, como la que sufrieron el exdirector ejecutivo de Yukos Mijaíl Jodorkovski y las integrantes de la banda de punk‑rock de protesta Pussy Riot. También sabía que podía terminar asesinado, como Borís Nemtsov, Anna Politkóvskaya y tantos otros. Pero eligió volver a Rusia para seguir enfrentando a Putin.

Apenas aterrizó en Moscú lo arrestaron. Las consiguientes protestas, en las que decenas de miles de rusos salieron a las calles para exigir su liberación, sólo reforzaron la idea del Kremlin de que Navalni era una amenaza a la que había que neutralizar. En las farsas judiciales que siguieron, ningún funcionario del gobierno se atrevió tan siquiera a llamarlo por su nombre; en vez de eso, se referían a él como el "paciente alemán". Fue como vivir en el universo de Harry Potter, donde al temido Lord Voldemort se lo llama "aquel que no debe ser nombrado".

Cuando en 2013 escribí sobre los juicios arreglados contra Navalni, señalé que tal vez Rusia estuviera evolucionando, aunque fuera lentamente. No sabía que más tarde a este período se lo recordaría como a una época "herbívora" en la que a los medios independientes se los reprimía pero no se los prohibía, a las protestas públicas se las castigaba pero sin largas condenas a prisión, y un enemigo muy visible del Kremlin como Navalni podía seguir dirigiendo una fundación anticorrupción y denunciando públicamente injusticias. Pero desde la invasión total de Rusia a Ucrania en 2022, el Kremlin se ha vuelto carnívoro.

Se han iniciado desde el inicio de la guerra casi 300 casos por el mero delito de "desprestigiar a las fuerzas armadas rusas". Son tiempos en los que para conseguirse un juicio amañado en Rusia basta recitar un poema contra la guerra. Pero para el déspota, la tragedia es que la lucha jamás se detiene. Más farsas judiciales celebra un régimen, más tiene que celebrar para mantener a la población controlada. Más represión soporta la gente, más represión se necesita para evitar una reacción. Más sangre se derrama, más sangre hay que derramar.

Para un autoritario como Putin no hay punto final, no hay línea de llegada. Tiene que aferrarse al poder hoy, y volver a hacerlo mañana. Es razonable suponer entonces que en las semanas previas a la elección presidencial arreglada del mes entrante en Rusia, la tolerancia de Putin al disenso estará en un mínimo histórico.

Es verdad que se espera que la elección se desarrolle sin problemas, y es probable que la muerte de Navalni haya atraído más atención que cualquiera de sus declaraciones anteriores desde la prisión; no deja de ser posible que el asesinato haya sido indirecto. Pero el mismo argumento se hubiera podido aplicar a los envenenamientos del doble agente ruso‑británico Serguéi Skripal y de su hija Yulia dos semanas antes de la elección presidencial de 2018. Ninguna de las dos víctimas planteaba una amenaza inminente a Putin, y el hecho atrajo mucha atención internacional negativa. Pero Putin tenía que enviar un mensaje: enemigos, cuídense.

Y la masa vuelve a llenar el bol.

*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate

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Nina L. Khrushcheva

Nina L. Khrushcheva

Profesora de Relaciones Internacionales en “The New School” de Nueva York. Dirigió el Proyecto Rusia en el Instituto de Política Mundial. Autora de los libros “Imaginando a Nabokov: Rusia entre el arte y la política” y “El Khrushchev perdido: Un viaje al Gulag de la mente rusa”.

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