23 de febrero 2019
SAN JOSÉ — A las 11:15 del jueves 13 de diciembre del año pasado, la Policía Nacional tomó por asalto la redacción de Confidencial y Esta Semana, los medios de comunicación que dirijo desde hace más de veinte años. Sin exhibir una orden judicial o el mandato de alguna autoridad, los oficiales armados detuvieron a los guardas de seguridad privada, derribaron las puertas con violencia y durante más de cuatro horas saquearon nuestra redacción. Cuando logré entrar a la oficina en la madrugada del día siguiente, constaté que se habían robado todas las computadoras, equipos de edición y filmación de televisión, así como nuestros documentos institucionales, contables y privados. Unas horas después, en la noche del viernes 14, la policía regresó a ocupar nuestra redacción. Y hasta hoy la mantiene tomada manu militari, ejecutando una confiscación de facto.
El golpe contra la redacción de Confidencial no es la peor ni la última agresión del régimen del presidente Daniel Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, contra la prensa independiente de Nicaragua. Una semana después, la policía asaltó el canal de televisión por cable 100 % Noticias, lo sacó del aire y apresó a su director Miguel Mora y a la jefa de prensa, Lucía Pineda Ubau, quienes ahora están siendo sometidos a un juicio político, acusados de presuntos delitos penales de “conspiración”, “terrorismo” e “incitación al odio” por ejercer el periodismo.
Hasta el 18 de abril de 2018 —cuando gobernaba en contubernio con el gran capital y con un esquema corporativista que favorecía la estabilidad económica y las inversiones privadas a costa de la democracia y la transparencia— el Estado mantenía un esquema de intimidación contra la prensa y severas restricciones en el acceso a la información, pero toleraba las críticas de algunos medios independientes. ¿Por qué la virulencia de la dictadura Ortega-Murillo contra la prensa ahora? Porque por primera vez en once años de gobierno autoritario está en juego el poder político del dictador.
La rebelión de abril del año pasado nació como una protesta espontánea contra las reformas a la seguridad social que, al ser reprimida con extrema violencia, derivó en la demanda ciudadana de elecciones libres y la renuncia de Ortega y Murillo. La insurrección cívica encontró en la prensa independiente y en la comunicación a través de los teléfonos celulares un formidable vehículo de empoderamiento ciudadano que multiplicó la resonancia de la protesta. Como resultado, una dictadura institucional que se concibió en 2007 para gobernar sin oposición democrática colapsó ante el descontento masivo y derivó en una dictadura sangrienta.
En esta situación límite, los periodistas y la prensa independiente representan la última reserva en la defensa de las libertades. Si callan, si callamos, el régimen podrá prolongar su agonía. Nuestra resistencia, en cambio, alienta la esperanza de una mayoría política que demanda un cambio democrático con urgencia.
La criminalización del ejercicio del periodismo que hoy practica Ortega, como las dictaduras militares del Cono Sur en la década de los setenta, simboliza la culminación de una escalada represiva contra la prensa.
Igual que en 1979, cuando la Guardia Nacional de Anastasio Somoza Debayle ejecutó a Bill Stewart, un periodista de ABC News, el reportero Ángel Gahona fue asesinado de un balazo en Bluefields cuando realizaba una transmisión en Facebook Live. Radio Darío, en León, fue incendiada y destruida y los canales de televisión fueron censurados. Desde que el pueblo le arrebató al sistema Estado-partido-familia el control de las calles, los periodistas fuimos declarados “el enemigo” por el régimen. Desde abril de 2018 a enero de 2019, la Fundación Violeta Barrios de Chamorro ha contabilizado más de 700 agresiones contra la prensa.
Edison Lanza, relator especial para la Libertad de Expresión de la Organización de los Estados Americanos (OEA), que monitorea la situación de la libertad de prensa en el continente, me dijo en una entrevista que la supresión de la libertad, que “en Venezuela llevó varios años”, en Nicaragua se ha “concentrado en seis meses de una manera casi brutal”. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA ha documentado las cuatro etapas de este proceso.
Primero fue la represión armada, ejecutada por policías y paramilitares, que dejó más de 325 muertos. Después vino la “operación limpieza” contra las barricadas y la persecución de los que participaron en las protestas, con la detención de más de 700 presos políticos. La tercera fase ha sido la imposición de un estado de excepción de facto cuando, sin declarar un estado de emergencia, la Policía Nacional prohibió las marchas cívicas y eliminó los derechos de reunión, petición y libre movilización que tutela la constitución.
Por último, en diciembre del año pasado, se decretó la anulación de las principales organizaciones no gubernamentales que promueven derechos humanos y derechos políticos y se lanzó la embestida contra los medios de comunicación independientes. El ataque final contra la libertad de prensa y la libertad de expresión ha llegado al extremo de perseguir como delito el acto de ondear la bandera nacional azul y blanco en los espacios públicos.
Es una ironía que un régimen que ha sido señalado de perpetrar crímenes de lesa humanidad y de suprimir todas las libertades intente justificar un golpe “desde arriba”, alegando que la demanda de reformas políticas para convocar a elecciones anticipadas equivale a un “golpe de Estado”.
El dilema de Nicaragua hoy es si la negociación de las reformas para ir a elecciones libres se hará con o sin Ortega y Murillo, quienes después de la matanza están política y moralmente inhabilitados para seguir gobernando. El desenlace dependerá de si se logra alcanzar de forma simultánea el punto de máxima presión nacional e internacional para forzar una salida política y disminuir los costos del sufrimiento derivados de la represión y el derrumbe económico.
Dos meses después del asalto a Confidencial y Esta Semana, dirijo desde el exilio en Costa Rica una redacción que se mantiene disgregada entre Nicaragua, bajo el asedio del régimen, y en cuatro países, por razones de seguridad. Nuestro desafío cada día es seguir reportando la verdad y sortear la censura oficial a través de internet y las redes sociales.
La resistencia de la prensa nicaragüense, con el apoyo de la prensa internacional, es crucial para que se conozcan en el mundo los crímenes que la dictadura pretende ocultar, y para apuntalar la bases de un cambio con justicia. En esta batalla a contracorriente por la verdad, nos inspira el legado de mi padre, el periodista Pedro Joaquín Chamorro. Asesinado hace 41 años por sicarios de la dictadura de Somoza, proclamó: “La libertad de prensa es la primera de todas las libertades”.
Mientras esta llama se mantenga encendida, tengo la convicción de que mañana podremos contar la historia de cómo enterramos otra dictadura de forma pacífica. para que esta vez, como soñó mi padre, “Nicaragua vuelva a ser república”.
* Este artículo fue publicado originalmente en The New York Times el 18 de febrero y se reproduce aquí con la autorización de ese medio.