6 de junio 2016
En la proclamación de su séptima candidatura presidencial para mantenerse en el poder por tres períodos consecutivos, el ¨Supremo¨ Daniel Ortega se quitó la careta de supuesto estadista de los grandes empresarios, para revelar el rostro puro y duro del autócrata. Un estalinista tropical que sueña con instalar un régimen de partido único, como admitió ante la televisión cubana en 2009, pero se resigna ante una realpolitik que, por ahora, no le permite otra cosa que convivir con una democracia electoral diseñada a su medida.
Su retorno al discurso ¨antimperialista¨ el pasado sábado durante el congreso del FSLN, al oficializar la conculcación del derecho a la observación electoral, ha sorprendido por la desfachatez de anular un derecho contemplado en la ley con un discurso amenazante y prepotente. Pero no es la primera vez que esto ocurre. Para citar solo un ejemplo, en 2011 Ortega violó flagrantemente la ley de la Policía Nacional al reelegir por la vía de facto a la primera comisionada Aminta Granera, pese a la existencia de una prohibición legal que obligaba a mandarla a retiro después de haber cumplido cinco años en el cargo. Entonces, ese mandato autoritario contó con el beneplácito de su principal aliado, el sector privado, que se hizo de la vista gorda ante un atropello a la legalidad considerado, igual que otros abusos de poder, como un mal menor pero conveniente. Ahora el ¨Supremo¨ ha decidido subir la parada, poniendo en juego todo el poder acumulado en sus casi diez años en la presidencia tras demoler la institucionalidad democrática.
Al atacar la observación electoral independiente, Ortega ha escogido el único tema en materia política que realmente goza de consenso nacional, para desafiar al país y a la comunidad internacional. La observación electoral, nacional e internacional, es un derecho instituido por la práctica de la revolución sandinista y luego refrendado en la ley electoral. Un derecho reivindicado por los votantes de todos los signos políticos --sandinistas, independientes y opositores-- que además cuenta con el pleno respaldo de la sociedad civil, la Conferencia Episcopal y el Cosep, para garantizar la transparencia electoral.
El mensaje de Ortega apunta en primera instancia a amedrentar a la oposición y desincentivar a los votantes independientes, pero también persigue alinear a los simpatizantes de su propio partido. A ambos les dice tajantemente que su modelo político no requiere de elecciones limpias y transparentes para legitimarse. Es también una descarada invitación para repetir el expediente de elecciones fraudulentas como las municipales de 2008, en las que colapsó el sistema electoral en al menos 40 de los 153 municipios --incluida la capital-- o las presidenciales y legislativas del 2011, caracterizadas por los observadores de la Unión Europea por su ¨opacidad y falta de transparencia¨, que le permitieron al FSLN alzarse con el control de dos tercios del parlamento.
Ortega también se ha burlado del Cosep y su campaña cívica ¨la nación demanda observación¨ y le restriega a los empresarios la vieja máxima de Somoza: ¨hagan (hagamos) plata, porque de la política me encargo yo¨, remarcando la esencia de su modelo corporativista con cero democracia.
Pero el objeto principal de su diatriba ha estado dirigido contra los actores externos, diplomáticos y organismos internacionales, a los que calificó de ¨sinverguenzas¨, invitándolos a ¨que vayan a observar a otros países¨. Necesitado de fabricar enemigos externos para justificar el control político interno, Ortega primero expulsó del país al PNUD de Naciones Unidas, y ahora reta a la Unión Europea, al Centro Carter y a la Organización de Estados Americanos, al cerrarle la puerta a cualquier iniciativa de observación electoral. Se trata de una provocación totalmente gratuita, porque ninguna de estas instituciones representa una amenaza para su régimen, de manera que la lógica de quemar el puente de la observación internacional pareciera responder más bien al impulso paranoico del gobernante que se adelanta a atrincherarse en el poder, ante el reflujo político y económico que atraviesan algunos de sus aliados, principalmente Venezuela.
Por ello no es correcto concluir, como alegan algunos dirigentes opositores, que Ortega prohíbe la observación electoral por temor a perder las elecciones de noviembre. Aceptar ese argumento equivale a sugerir que el orteguismo atraviesa por una crisis terminal como Maduro en Venezuela y que bastaría con que se produzca una participación electoral masiva, para generar un cambio político. Pero esa es una premisa equivocada, pues el régimen de Ortega no solo no está en crisis, sino que ha logrado construir una mayoría política, combinando clientelismo, cooptación y represión, en un clima de estabilidad económica y autoritarismo político. El desafío de la oposición, por lo tanto, además que generar una masiva participación electoral en las condiciones más adversas, es también conquistar una nueva mayoría política, vinculada a las luchas sociales de la gente ante los graves problemas que le afectan. Si esto es políticamente viable o no en solo cinco meses antes de la elección es bastante discutible, pero lo que está fuera de debate es que Ortega se siente tan seguro de ganar, que ha escogido este momento para instaurar su reelección indefinida, aún sin legitimidad electoral. Estamos pues ante la institucionalización de un nuevo modelo de elecciones de ¨manos sucias¨, y eso también representa una oportunidad política para la oposición si logra convocar a la gente a protestar y a luchar contra la corrupción, el desempleo, la falta de oportunidades, la represión, y la reelección.
La buena noticia para el país es que vamos a una contienda electoral sin máscaras ni subterfugios: el ¨Supremo¨ apuesta abiertamente al continuismo para consolidar su régimen como una dictadura dinástica familiar, mientras del otro lado aún está por verse cuáles son los alcances de la propuesta opositora y si logrará formular un proyecto alternativo que genere esperanza entre los pobres y los excluidos.
Al menos ahora queda más claro ante los que siempre abogan por soluciones externas, que la salida a esta encrucijada no reside en los organismos internacionales o la comunidad donante, sino en el propio pueblo. Al ilegitimar el proceso electoral, el ¨Supremo¨ ha legitimado el derecho a la protesta por todos los medios cívicos. Es hora de ejercerlo.