2 de noviembre 2024
La guerra en Gaza no ha terminado, pero ya ha tenido amplias repercusiones en las universidades estadounidenses. Tras los atroces ataques de Hamás contra civiles, la posición inicial en la mayoría de los campus universitarios fue de apoyo a Israel. Pero a medida que pasaba el tiempo y se iban acumulando las imágenes de la guerra, muchos jóvenes empezaron a protestar por lo que consideraron una excesiva cantidad de muertes civiles en Gaza. Se produjo entonces en los predios universitarios una profunda división, conforme los estudiantes propalestinos exigían que las instituciones cancelaran inversiones en empresas que trabajaban con Israel, y los estudiantes proisraelíes sostenían que el ambiente hostil ponía en riesgo su seguridad y su educación.
A las juntas directivas de las universidades y a sus rectores les ha costado hallar una respuesta adecuada, y tras las audiencias celebradas en el Congreso sobre este tema en la primera mitad de este año, renunciaron muchos directivos de alto nivel, incluso en mi universidad. El nuevo rector de Harvard ha indicado que la universidad ya no emitirá declaraciones oficiales sobre asuntos públicos, a menos que sean una amenaza directa a la libertad académica o afecten las funciones principales (enseñanza e investigación) de la institución. ¿Es la respuesta correcta?
La medida tomada por la universidad es nueva, pero el problema no lo es, y fue todavía peor durante la Guerra de Vietnam. Aunque los acampes y protestas de este año por la guerra de Gaza han violado a menudo viejas políticas de derechos y responsabilidades de Harvard en lo referido al momento, el lugar y la forma de las protestas, han sido relativamente moderados en comparación con las protestas de los años sesenta.
Como relato en mi libro de memorias A Life in the American Century, en aquella época mi oficina estaba en el Centro para los Asuntos Internacionales (CFIA). Nuestro edificio fue ocupado varias veces, sufrió un atentado con bomba y un ataque que envió a un miembro del personal al hospital. Citando un panfleto del grupo radical Weather Underground que guardo desde noviembre de 1969: «Quienes dirigen el CFIA son asesinos a sueldo. Escriben informes para el gobierno sobre cómo mantener a unos pocos estadounidenses ricos y gordos. Los profesores que ayudan al gobierno son cerdos. ¿No te gustaría cazar a un cerdo?». Los atacantes se jactaban de irrumpir en edificios, lanzar a los «porcinos» por las escaleras y destrozar ventanas. Los acampes obstructivos de hoy no son nada en comparación.
La violencia no es el único problema que existe. La libertad de expresión es esencial para las universidades, y una protesta que respete límites apropiados en lo referido al momento, el lugar y la forma es a la vez esperable y merecedora de tolerancia, siempre que sea a título personal o en nombre de determinados grupos de personas, no en nombre de la institución.
El papel de las universidades ya era objeto de cuestionamientos en los años sesenta, y no sólo de parte de los estudiantes. En una cena con algunos profesores de mi facultad, sostuve que las sociedades democráticas serían más pobres si los académicos rebajaran la búsqueda de la verdad y las universidades se convirtieran en un grupo de presión más. Algunos colegas no estuvieron de acuerdo, y dijeron que la institución tenía el deber de distanciarse públicamente de políticas inmorales como la Guerra de Vietnam. Prefigurando una vez más el momento actual, señalaron que los fondos financieros de las universidades invertían en empresas que fabricaban material bélico.
Con el correr del tiempo, las protestas en favor de las desinversiones se han extendido a otros temas, por ejemplo el apartheid en Sudáfrica, el cambio climático y ahora Israel. Los economistas señalan que el efecto económico de esas acciones es limitado (porque enseguida aparecerá alguien dispuesto a comprar los títulos desinvertidos), pero los promotores de la medida responden que lo que importa es la declaración política implícita en la denuncia. Consideran que la desinversión es una declaración institucional más efectiva que cualquier cosa que puedan hacer los miembros de la comunidad universitaria a título personal.
El problema es que los costos para la universidad son mucho mayores que los beneficios para la causa que se defiende. Grupos de presión política mucho más poderosos podrán contrarrestar el impacto político de la cancelación de inversiones de las universidades, que por su parte incurrirán en costos no sólo para la libertad académica y la independencia, sino también para la comunidad universitaria. Como sostiene un informe reciente del grupo de trabajo «Voz Institucional» de Harvard, «debido a que son pocos o ninguno los acontecimientos internacionales que puedan aislarse por completo de puntos de vista conflictivos, cualquier declaración oficial de apoyo a una causa supone el riesgo de ofender a algunos miembros de la comunidad al expresar solidaridad implícita con otros». Por eso hace poco Harvard rechazó los pedidos de cancelar inversiones en empresas que hacen negocios en Israel.
Pero la abstención de formular declaraciones políticas es sólo una parte de la solución. Igual de importante es que se apliquen las normas vigentes. Que una administración universitaria apele a la fuerza policial es problemático desde el punto de vista táctico y desde el punto de vista ético, y ha sido un tema de tensión en muchas universidades durante el último año. Harvard se equivocó en 1969 cuando llamó a la policía del estado (que a su vez se extralimitó). La enseñanza duradera para el presente es que medidas de esa naturaleza tienen que ser el último recurso.
Sin embargo, si no se hacen cumplir las reglas universitarias referidas al tiempo, el lugar y la forma de las manifestaciones de la libertad de expresión (incluidas las protestas), la institución ya no podrá sostener su objetivo central de enseñanza e investigación. Además, la impunidad para los infractores pone en peligro el intercambio razonado de puntos de vista opuestos y reduce el discurso a una mera competencia de fuerza. Habrá manifestantes que digan que infringen las reglas a propósito, para darle más dramatismo a la causa y amplificar el mensaje, pero deberían recordar a Martin Luther King y su postura de que la fuerza moral de la desobediencia civil radica en estar dispuesto a sufrir el castigo. Eso también es parte de la educación.
Por supuesto, las universidades no pueden ser enteramente neutrales en todos los asuntos políticos. Pero deben reservar su influencia institucional para casos con impacto directo y significativo en sus funciones esenciales de enseñanza, investigación y búsqueda de la verdad independiente. En la situación actual, la libertad académica implica que hay que escuchar las dos campanas (la proisraelí y la propalestina) y que las universidades no deben ceder a intimidaciones por parte de comisiones del Congreso o de donantes que amenazan con quitarles el apoyo financiero. Los años sesenta tienen mucho que enseñarnos sobre la importancia de la protesta y sobre sus límites, así como sobre el papel institucional que les corresponde a las universidades. Esperemos hacerlo mejor en estos años veinte.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate