27 de junio 2021
“Si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor”.
Cita obligada cada vez que se invoca aquella difusa noción de no-injerencia, supuesto principio de no-intervención, porosa línea que separa los asuntos internos de los externos. Cada vez que se recurre a todo ello, la abstención, inevitablemente el Arzobispo Desmond Tutu viene a la mente.
Se trata de la vieja falacia de la neutralidad, hoy postura habitual de los gobiernos de Alberto Fernández de Argentina y Andrés Manuel López Obrador de México. “Se abstienen” frente a las violaciones de Derechos Humanos de las dictaduras de la región. O sea, se hacen cómplices del opresor.
Así ocurre en relación a Venezuela y Nicaragua en diversos foros internacionales. En enero de 2020 Argentina y México se abstuvieron ante una resolución del Consejo Permanente de la OEA—luego aprobada—condenando del uso de la fuerza contra la Asamblea Nacional de Venezuela, cuando fuerzas militares impidieron el ingreso de Guaidó y 100 diputados al Palacio Legislativo.
También en enero de aquel año se abstuvieron ante similar declaración del Grupo de Lima. Ya en enero de 2019, México se había abstenido de firmar una declaración condenatoria de Maduro al asumir un nuevo período presidencial a través de una elección plagada de irregularidades. La cancillería mexicana justificó su abstención invocando el principio de no intervención. Fernández todavía no era presidente entonces.
En junio de 2020, a su vez, Argentina y México se abstuvieron en la resolución de la OEA, igualmente aprobada, que condenó el acoso del régimen de Maduro contra la Asamblea Nacional y otras instituciones democráticas. Concretamente, por el ilegal nombramiento de los miembros del Consejo Nacional Electoral y la ilegal designación de las directivas de los partidos Acción Democrática y Primero Justicia.
Argentina por su parte abandonó formalmente el Grupo de Lima el 24 de marzo de 2021. Ese mismo día, la Cancillería argentina retiró la demanda por crímenes de lesa humanidad contra Maduro y su cadena de mando ante la Corte Penal Internacional. La remisión del caso a la Fiscalía de la Corte la había realizado en 2018 en conjunto con Canadá, Chile, Colombia, Paraguay y Perú.
Que lo anterior sirva como antecedente para comprender ahora la política exterior de Argentina y México en relación a Nicaragua. El día 15 de junio volvieron a abstenerse ante la resolución del Consejo Permanente de la OEA condenatoria de Daniel Ortega por la persecución de periodistas y adversarios políticos, estos últimos probables candidatos en las elecciones de noviembre próximo. Lo hicieron por medio de un comunicado conjunto y lo justificaron por “el principio de no intervención en asuntos internos”.
El día 22, 59 países firmaron en Ginebra una declaración conjunta en el marco de la sesión del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, condenando las violaciones de derechos humanos en Nicaragua. Pidieron elecciones libres y la liberación inmediata de los opositores y precandidatos presidenciales detenidos en las últimas semanas. Argentina y México se abstuvieron.
El día 23 en la OEA, en ocasión de la presentación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre el sombrío estado de los mismos en Nicaragua, ambos países volvieron a tener una posición conjunta. La peculiaridad ahora fue que la representación diplomática mexicana habló en nombre de la República Argentina y México, los dos países, y se refirió a decisiones institucionales relativas a ambos embajadores en Nicaragua, ambos llamados a consulta.
Pues resulta que las Cancillerías de Argentina y de México no solo alinean y comunican su política exterior de manera conjunta—un hecho frecuente en bloques y agrupamientos de Estados—sino que sus representantes también hablan en foros internacionales de manera indistinta en nombre de “los gobiernos de Argentina y México”.
Y eso es inusual, no tan solo peculiar, en tanto la política exterior es un acto de Estado con rituales que deben observarse puntillosamente, pues no son meras formalidades sino también solemnes definiciones de la identidad nacional. Para eso existe una diplomacia competente, justamente. En el caso argentino dicha falencia tal vez se explique por la propia inexperiencia de su Canciller, cuya primera responsabilidad internacional es precisamente el cargo que ostenta hoy.
“Argen-Méx”, la ironía es por el Imperio Austro-Húngaro; en todo caso su versión plebeya, a este lado del Atlántico y en el siglo XXI. Último capítulo de los Habsburgos, aquel Estado tenía dos capitales, dos parlamentos y sus respectivos primeros ministros. Según el Compromiso de 1867 gobernaban con autonomía, excepto en defensa y política exterior que eran prerrogativas del emperador, Francisco José, quien además residía en Viena. A los efectos de las relaciones internacionales, fue un solo Estado hasta su disolución en 1918.
El paralelo refleja que las asimetrías de esta alianza son comparables a aquella en términos de poder estratégico, recursos materiales y simbólicos, y el profesionalismo de su cuerpo diplomático. Ello le permite al gobierno mexicano definir los términos de la “estrategia conjunta”. Ni que hablar de la relación de México con Estados Unidos. Si el gobierno de Alberto Fernández habla con Evo Morales con frecuencia, el de López Obrador lo hace con la Casa Blanca y el Departamento de Estado regularmente.
No queda claro qué busca el gobierno argentino con su obsecuencia, sumisión que exhibe asimismo en el “Grupo de Puebla”; bloque que queda en Puebla, justamente, y que a su vez expresa los intereses estratégicos del castro-chavismo. Para Argentina ello significa una verdadera abdicación de los valores históricos y los objetivos más preciados de su política exterior: los derechos humanos. ¿A cambio de qué?
En cada una de estas abstenciones, juntos invocan la “no intervención”, noción que descansa sobre una concepción arcaica de la soberanía: aquella que asume que un gobierno puede actuar a voluntad dentro de sus fronteras.
Pues no es así, los Estados tienen compromisos internacionales que deben honrar, sobre todo cuando son asumidos libre y voluntariamente. Es el caso del Sistema Interamericano, un conjunto de convenciones y tratados que obligan a los Estados parte a observar la democracia y los derechos humanos. Piénsese en simples términos contractuales: la condena equivale a una demanda por incumplimiento.
Como en todo régimen internacional—de derechos humanos, comercio, proliferación nuclear o de lo que sea—el principio de reciprocidad es fundante entre las partes. De este modo, una porción de la soberanía es cedida y transferida a dicha instancia supra-nacional. Los objetivos perseguidos—en este caso, los derechos humanos, bienes públicos indispensables—se derivan de las normas compartidas y se logran por medio de la fiscalización mutua.
La fiscalización es mutua porque la reciprocidad se expresa del lado de la oferta y del de la demanda. Por ejemplo, la CIDH visitó Argentina en 1979 para verificar los crímenes de lesa humanidad de Videla. Ello ocurrió a solicitud de la sociedad argentina y de países solidarios, México entre ellos. De ahí que los argumentos de Argentina y México de hoy requieran que se acompañen de otro en paralelo: que aquella misión de 1979 también fue una intervención en asuntos internos. Su neutralidad los pone del lado de Videla; los violadores de derechos humanos siempre invocan la no intervención.
De hecho, la intervención que México impugna hoy es la que practicaba cuando censuró a Mussolini, Franco, al Tercer Reich y al fascismo en general; la misma que produjo una histórica política de asilo; y la que condenaba a todas las dictaduras del cono sur en los setenta. Nadie le pide otra cosa a López Obrador.
Persiste la duda, por ende, si tantos sinsentidos de esta “Argen-Méx” son producto de la ignorancia o simplemente de la hipocresía, una suerte de reciprocidad fundante entre autócratas. Pues todo esto no tan solo supone elegir el lado del opresor, también implica encubrirlo.
* Texto original publicado en Infobae