24 de junio 2020
NUEVA YORK/ROMA – La pandemia de COVID-19 debería impulsarnos a redefinir la manera en que nos alimentamos como humanidad. Hoy el mundo tiene ante sí una oportunidad única para adoptar medidas de largo alcance para promover dietas más sanas, motivar a los agricultores a producir una gama más variada de alimentos y fortalecer la colaboración entre los sectores agrícola, alimentario y de salud pública. La investigación agrícola puede desempeñar un papel crucial en la transformación de los sistemas alimentarios, haciéndolos más sostenibles y resilientes.
Es evidente lo necesario del cambio. Para comenzar, las dietas poco sanas son uno de los principales factores de riesgo de fallecimiento por el COVID-19. El virus SARS-CoV-2 afecta desproporcionadamente a personas con sobrepeso, diabetes o con cardiopatías, todas ellas afecciones vinculadas a dietas de baja calidad.
Asimismo, esta crisis ha puesto al desnudo la extrema fragilidad del sistema alimentario global. Las medidas de distanciamiento social y confinamiento para limitar la propagación del virus han reducido de manera importante los ingresos de las personas y, en consecuencia, la demanda global de alimentos. El declive resultante de los precios de los alimentos entre enero y mayo de 2020 ha afectado profundamente el sustento de cientos de miles de pequeños agricultores en todo el planeta.
Más aún, los cierres de restaurantes y escuelas, las disrupciones logísticas y la falta de mano de obra migrante han hecho que se desperdicien inmensas cantidades de producción agrícola. Muchos agricultores sienten una incertidumbre cada vez mayor sobre cuándo iniciar un nuevo ciclo de cultivos, aunque algunos productores altamente competitivos han prosperado: por ejemplo, las exportaciones brasileñas de soja a China alcanzaron un máximo histórico en los primeros cinco meses de 2020.
Sin embargo, considerando la fragilidad del sistema alimentario, cualquier contracción adicional de la oferta o restricción de las exportaciones podría revertir rápidamente las tendencias recientes de los precios, que podrían elevarse significativamente y socavar todavía más la seguridad alimentaria global.
En efecto, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura estima que al menos 14,4 millones de habitantes de los 101 países importadores netos de alimentos podrían sufrir desnutrición como resultado de la crisis económica generada por el COVID-19. En un escenario extremo –la reducción de diez puntos porcentuales en el crecimiento del PIB real global en 2020- ese total aumentaría a 80,3 millones.
En consecuencia, en el corto plazo los gobiernos no solo deben proporcionar apoyo financiero a personas y empresas afectadas por la pandemia, sino también tomar medidas para prevenir una crisis alimentaria. En vez de interrumpir el comercio, las autoridades deberían facilitarlo, mejorando la coordinación y el intercambio de información entre productores y compradores de alimentos, especialmente en el nivel local.
Entre las medidas de más largo plazo se deben incluir hábitos de alimentación más saludables. En los últimos 60 años, las dietas globales se han vuelto más homogéneas y con un predominio cada vez mayor de alimentos básicos altos en energía y bajos en micronutrientes. Tres cereales (el arroz, el maíz y el trigo) proporcionan más del 50% de las calorías que los seres humanos obtienen de las plantas. La gente en general, pero principalmente los más pobres, no consumen suficientes alimentos con alta cantidad de nutrientes, como frutas, frutos secos, semillas y cereales sin procesar. Y cerca de 11 millones de personas mueren cada año a consecuencia de dietas poco sanas.
Una gran prioridad es la identificación de cultivos nutritivos que se puedan reintroducir en las dietas. Por ejemplo, la quínoa, el fonio (un cereal altamente nutritivo para el que existe una creciente demanda) y la nuez africana bambara contienen proteínas de mejor calidad que la mayoría de los principales cereales y pueden crecen en ambientes difíciles. Si se estudian con mayor profundidad podría llegarse a mejores cosechas y menores precios, permitiendo que se vuelvan más disponibles. Los gobiernos y donantes pueden ayudar asignando más fondos a productores locales de estos y muchos otros cultivos huérfanos.
Más aún, los investigadores pueden hacer uso de métodos tradicionales de cultivo de plantas para biofortificar las cosechas que en la actualidad predominan en las dietas actuales, en particular en las poblaciones más pobres. La biofortificación es el resultado del desarrollo de variedades ricas en nutrientes mediante el cruce selectivo de una variedad con alto contenido de nutrientes con variedades que tienen un gran rendimiento. Para ello, se aprovechan los rasgos genéticos de variedades de la planta que se preservan en bancos genéticos o todavía existen en los paisajes de sus lugares de origen.
Los ajustes por el lado de la demanda no acaban aquí, ya que la producción de alimentos es el principal factor de la degradación ambiental y la pérdida de biodiversidad. La agricultura usa grandes cantidades de agua dulce, representa un 30% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero y destruye hábitats naturales para hacer espacio al ganado y a cultivos. Y, sin embargo, por largo tiempo la investigación agrícola se ha centrado en elevar la productividad más que la sostenibilidad, con inversiones dirigidas a desarrollar mejores semillas, animales más resistentes a las enfermedades y técnicas de producción más eficientes para una pequeña cantidad de especies animales y vegetales. Los gobiernos han fomentado esta tendencia con apoyo financiero, normativas y acuerdos comerciales.
Pero la carrera para producir y entregar calorías baratas ha causado efectos secundarios, principalmente en términos de nutrición y desarrollo locales. Debido a que la “carrera por las calorías” depende de cadenas de valor centradas en unos cuantos productos básicos de una cantidad limitada de países, muchos otros países se han convertido en importadores netos de alimentos. La pandemia ha desnudado su excesiva y frágil dependencia de unos pocos productores ubicados a miles de kilómetros de distancia y subrayado la necesidad de cadenas de valor más cortas y diversas.
Además, el actual modelo de producción alimentaria está impulsado por lo que, se estima, son $600 mil millones en subsidios anuales a agricultores y granjeros, principalmente en las economías avanzadas. Son programas que generan un exceso de oferta y reducen los precios, limitando así la producción en países que carecen de la capacidad fiscal para apoyar a sus propios campesinos.
Para cortar este nudo gordiano es necesario tomar medidas decisivas en varios frentes. Necesitamos estudios adicionales sobre productos alimenticios que puedan sostener una dieta más diversa y sana, y los países emergentes podrían producir muchos de ellos. Además, las autoridades deben fomentar sistemas de producción regenerativos que promuevan la biodiversidad y mejoren la calidad hídrica y del suelo, lo cual podría contribuir de manera importante a la adaptación al cambio climático. Los gobiernos, las organizaciones internacionales y las ONG deben estar a la vanguardia de la creación de un entorno institucional que haga posibles estos cambios de gran alcance en la agenda de la investigación agrícola.
La pandemia ha recalcado la urgente necesidad de transformar la agricultura. Y la reconstrucción económica que le seguirá es una oportunidad perfecta para proporcionar una mejor nutrición y más salud para todos.
Este artículo se publicó originalmente en Project Syndicate.