Guillermo Rothschuh Villanueva
21 de junio 2020
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Tenemos que reconocer la existencia de múltiples identidades, moldeadas por las interacciones sociales en todos los niveles.
I
Treinta años después Francis Fukuyama vuelve a seducirnos con una nueva propuesta. El estruendo de su ensayo en el verano de 1989 ¿El fin de la historia?, sacó ronchas y produjo escozor entre quienes creyeron exageradas sus afirmaciones. Pese a que nunca ha querido admitirlo, su teoría se resumía a exponer que mientras el socialismo naufragaba, las democracias liberales gozaban de buena salud: vivían en el reino de la abundancia. El libro más reciente del politólogo japonés-estadounidense Identidad, La demanda de la dignidad y las políticas del resentimiento (Ariel, 2019), vuelve a encender los ánimos. Cierta izquierda rechaza sus planteamientos acusándole de no tomar en consideración las desigualdades económicas existentes. Algo que no es tan cierto. Valora la importancia de la economía, para añadir que no lo explica todo.
Vuelve a Hegel, reitera que a lo largo de la historia las luchas políticas tienen como objetivo el reconocimiento de la dignidad humana. El problema consiste que ha sido una conquista parcial, basada en la raza, nación, secta, sexo, religión u origen étnico, aspectos valorados por algunas personas como superiores. Acabamos de comprobarlo. La muerte de George Floyd desencadenó protestas a lo largo de Estados Unidos. Trump volvió por los supremacistas blancos y eludió el debate generado por la muerte de Floyd. Una muerte que sacudió la conciencia de los estadounidenses. Para Fukuyama las democracias liberales seguirán amenazadas si no dirigen su mirada hacia valores más universales. Todavía no trascienden el racismo, ni el sexismo. Los seres humanos tienen otros estímulos para explicar los conflictos del presente.
En las motivaciones anteriores se apoyaron líderes de distintas procedencias (Trump, Putin, Erdoğan, Orbán, etc.) para movilizar a sus seguidores. Lo hicieron bajo la percepción que la dignidad del grupo había sido ofendida, ignorada o humillada. Estos incentivos políticos tienen mayor importancia emocional que centrarse solo en la búsqueda de ventajas económicas. Las movilizaciones en Estados Unidos se originaron por el desprecio que mostró un policía blanco hacia un hombre negro. Consideraciones similares fueron esgrimidas por líderes tercermundistas (Fanón, Guevara, Malcolm X, Cleaver, Machel, etc.), para atraer hacia sus filas y enrolar en sus luchas, a centenares de seguidores. Sus acciones manifestaban un profundo resentimiento. Las humillaciones sufridas acicateaban su ánimo. Siguen motivándoles.
La mirada retrospectiva de Fukuyama se remonta hasta Platón, pasando por Lutero, (a quien considera como uno de los primeros pensadores occidentales en valorar el yo interno sobre el yo externo), Rousseau, Hobbes, Locke, Hegel, Kant. Busca reconciliar las posiciones teóricas de Carlos Marx con Max Weber. Sus visiones, asegura el politólogo, plasman parte de la verdad: la causalidad se mueve en ambas direcciones. Para volver entendible su tesis señala el giro radical de la política mundial a mediados de la segunda década del siglo veintiuno; cambio que trata de explicar. En el siglo veinte la política se organizaba de izquierda a derecha: la izquierda quería más igualdad, la derecha exigía mayor libertad. El vuelco se traduce hoy en exigir respeto por la dignidad humana. Una lucha histórica cargada de nuevos matices.
El nacional-populismo acertó al reconocer esta dignidad. Una política que comprende gran parte de los enfrentamientos políticos contemporáneos. A partir del examen de las exposiciones de distintos autores, estima que si las desigualdades económicas surgidas en los últimos cincuenta años, “son un factor importante para explicar la política actual, los agravios económicos se agudizan cuando se unen a sentimientos de humillación y falta de respeto”. Discrepa de la teoría económica moderna. Para comprender nuestra conducta hay que tomar en consideración otras motivaciones que sobrepasan el modelo económico dominante. Nuestra sicología es mucho más compleja de lo que este modelo económico sugiere. Por lo que se vuelve urgente postular “una teoría del alma humana”. Todo su discurso se orienta en esta dirección.
A Sócrates debemos la introducción de la palabra espíritu, no es otra cosa que el thymós, una parte independiente del alma. “El deseo y la razón son partes integrantes de la psique humana (alma), pero una tercera parte, el thymós, actúa de manera completamente independiente de los dos primeros”. El thymós constituye la base de los juicios de valor. Los seres humanos no solo desean cosas externas (comer y beber), también anhelan juicios positivos sobre su valor o dignidad. No solo de pan vive el hombre, reza el adagio. Si reciben juicios positivos sienten orgullo, caso contrario sienten ira al saber que no están siendo justamente valorados o vergüenza, cuando se dan cuenta que no están a la altura de los demás. Esta tercera parte del alma es la base de la identidad. La economía no alcanza la trascendencia que tiene el reconocimiento de la dignidad.
Los ejemplos a los que recurre Fukuyama son múltiples, el matrimonio entre homosexuales es un marcador de dignidad; quienes se oponen desean lo contrario: la reafirmación de una dignidad superior basada en la unión heterosexual. La aparición del movimiento #MeToo se fundamenta en la exigencia de respeto. Las mujeres no deben ser valoradas solo por su sexualidad o belleza, poseen otros atributos: su personalidad o competencia. Una demanda planteada por hombres y mujeres con igual riqueza o poder. Fukuyama reconoce, igual que muchos, que el surgimiento de la democracia moderna está enlazado por el desplazamiento de la megalotimia por la isotimia: sociedades que únicamente reconocían a una élite, fueron reemplazadas por otras que reconocen la igualdad entre todos los seres humanos. Algo sabido.
II
En la actualidad la política de la dignidad contemporánea está impulsada por la búsqueda de igual reconocimiento para grupos tradicionalmente marginados. El nudo gordiano de la isotimia obedece a que ciertas actividades humanas conllevan un mayor prestigio que otras. El hecho de reconocer un valor similar para todos los seres humanos no supone aceptar que algunas personas sean superiores a otras. Algunas poseen enorme talento musical, otras una gran capacidad para escribir, otras para dibujar, otras como atletas. Esto no implica obviar la igualdad de valor (isotimia) que guardan todos nuestros semejantes. Igualdad que algunas personas se niegan a aceptar por razones raciales, sexuales, sociales o económicas. El thymós es un aspecto de la naturaleza humana que siempre ha existido. Se lucha por conquistarlo.
Tzvetan Todorov insistía desde inicios de los noventa del siglo pasado, que las identidades no están determinadas biológicamente. Contrario a lo prescrito por algunos teóricos del posmodernismo, la solución pasa por no abandonar el concepto de identidad, clave para entender la manera cómo las sociedades modernas se piensan a sí mismas. La lucha para ser exitosa debe trascender las identidades específicas (las exigencias desplegadas por negros, migrantes, comunidad LGTB, mujeres, etc.) Ver el conjunto y no las partes. El reconocimiento social basado en la raza, la etnia o género, se fundamentan en características biológicas que no pueden intercambiarse. La solución pasa por definir identidades más amplias, que tomen en consideración la diversidad de las sociedades democráticas. Somos sociedades variopintas.
La mala fama de la identidad nacional se debe a su vinculación con “un sentido excluyente de pertenencia étnica conocida como etnonacionalismo… el problema estaba en la forma cerradamente étnica, intolerante, agresiva y profundamente iliberal que tomó la identidad nacional”. En las democracias liberales las personas siguen siendo juzgadas de acuerdo con el color de su piel, su origen nacional, su orientación sexual, su género y apariencia. El éxito de Trump, Putin, Orbán, Erdoğan, se debe a que sostienen políticas nacional-populistas destacando y valorando estos componentes. Diversos grupos se sienten invisibilizados por las élites políticas. “La indignidad de la invisibilidad resulta a menudo peor que la falta de recursos”. El thymós, es esa parte del alma que desea el reconocimiento de los demás. Una reivindicación creciente.
La mejor forma de superar este embrollo, lo que importa considerar es la cultura, no las entidades étnicas o religiosas. Tenemos que reconocer la existencia de múltiples identidades, moldeadas por las interacciones sociales en todos los niveles. Existen “identidades definidas por nuestra raza, género, educación, afinidades y nación”. Una visión semejante planteó Tzvetan Todorov, en Nosotros y los otros (Siglo XXI Editores, 1991). Al estudiar quince autores franceses, se percata que durante dos siglos estos centraron la reflexión sobre la diversidad de los pueblos, en torno a “la oposición entre juicios universales y juicios relativos, las razas, la nación y la nostalgia exótica”. En el ensayo de Fukuyama se escucha el eco de Todorov, para quien Montesquieu es el pensador más sobresaliente de esos años. Esto mismo reconocimiento le formula Fukuyama.
Aunque el japonés no se atreva a citarlo, a lo largo del texto son perceptibles afirmaciones similares a las vertidas por Todorov. Los desafíos que plantean el nacionalismo y la identidad, se resuelven pensando a la raza y la nación como cultura. La cultura preexiste al individuo. No se puede cambiar fácilmente de cultura como se cambia de ciudadanía. La cultura no es innata, se adquiere de manera voluntaria a través de un largo proceso de aprendizaje. “La cultura es un aprendizaje que lleva muchos años y no es necesario haber nacido en ellas”, enfatiza Todorov. No todo se explica por la sangre o los genes. Los que nacemos en un mismo país podríamos tener o no la cultura de ese país. El fenómeno puede darse a la inversa. Se puede nacer en Nicaragua sin participar de la comunidad cultural nicaragüense. Un hecho tangible.
Las demandas de reconocimiento se deben a grupos que opinan ser invisibilizados. Sienten una disminución sensible de su estatus, lo que genera “una cultura política del resentimiento”. Fukuyama vuelve a subrayar que la identidad sirve para dividir o para integrar como acontecía en el pasado. Para que las democracias liberales salgan del pantano, sus esfuerzos políticos deben estar orientados a crear identidades integradoras más amplias. Este es el quid de su tesis. Salir de las viejas identidades, respetar el thymós, para evitar que los liderazgos nacional-populistas continúen seduciendo y captando a estos grupos. La raza y la nación conducen a callejones sin salida. Volvió a evidenciarse. La experiencia más reciente —la muerte de Floyd— constituye un testimonio inobjetable. Tenemos que librarnos de este anacronismo.
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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