21 de febrero 2020
El fenómeno de la movilización por autoconvocatoria que ha sacudido a Nicaragua a partir de 2018 fue la mayor virtud de la rebelión contra la dictadura. Sin embargo, a medida que han pasado los meses se ha convertido en uno de sus peores lastres. Lo que al inicio del estallido fue una corriente de aire fresco que multiplicaba los focos de rebeldía, hoy parece alimentar la atomización de las fuerzas que, coincidentes respecto al objetivo estratégico de acabar con el régimen opresor, tienen dificultades para resolver los trámites tácticos.
Hace dos años la movilización social venía de una larga sequía como resultado de al menos de dos corrientes: la gravitación excesiva de las organizaciones sociales respecto a las ONG y la campaña del régimen contra la sociedad civil autónoma. Conviene recordar la feroz campaña del orteguismo contra las ONG en los primeros años de su regreso al Gobierno. El ataque ocultaba la disputa por el poder en tres de sus fuentes: los recursos financieros, la influencia política en la sociedad que las ONG habían logrado en años anteriores y, no menos importante, la capacidad de fiscalizar y generar discursos alternativos a los dogmas oficiales.
Las medidas adoptadas fueron el incremento de los controles sobre las ONG y el acoso en contra de los movimientos sociales que habían mostrado mayor desarrollo autónomo, como las feministas, los ecologistas y en los últimos tiempos contra el movimiento campesino opuesto al canal interoceánico. Del lado de las organizaciones juveniles y estudiantiles no controladas por el FSLN, había expresiones aisladas como Techo, Puente y Misión Bosawás, que pese a no representar desafíos importantes para el orteguismo, también sufrieron la represión ilustrada por el ataque contra #OcupaINSS.
Ello se complementó con otra maniobra del manual de los regímenes autoritarios: la cooptación, el debilitamiento e incluso la desaparición de los partidos políticos.
Recapitulando: en 2018, a excepción de las movilizaciones campesinas anticanal, la protesta social estaba en cero. Había un ancho desierto entre las demandas de la población y el Gobierno. Ello daba pie a que fuera un lugar común decir que la sociedad civil era débil principalmente porque carecía de autonomía; es decir: le faltaba autoorganización, autorregulación o normas, demandas y liderazgos propios. Supuestamente estas deficiencias debilitaban su capacidad de movilización y de ser un interlocutor sólido frente a un Estado autoritario que cada vez invadía más la esfera o el campo de la sociedad civil.
Paradójicamente, este panorama de dispersión se volvió en contra del régimen, que a juzgar por los interrogatorios de los torturadores y por la propaganda oficial, todavía no ha querido aceptarlo: la autoconvocatoria fue la reacción de opciones individuales a la acumulación de tantos años de agravios. Desde este ángulo, la revuelta de abril tuvo muchas similitudes con las primaveras árabes, dinamizados más por redes de resistencia que por movimientos sociales en su acepción clásica. Al contrario, la movilización de abril, sin organizaciones transversales convocantes ni dirigencias reconocidas por todos los participantes, se aglutinó en torno a una identidad de oposición que transitó con rapidez de las reivindicaciones específicas relacionadas con la reproducción social (la seguridad social) al conflicto institucional (contra el aparato de Gobierno) y la esfera cultural (derechos humanos, libertades y democracia).
Sin embargo, hacia el interior del movimiento de protestas este punto de partida también trajo aparejado su primer hándicap: la frágil legitimidad de quienes aparecieron como la cara pública de las movilizaciones. Con liderazgos faltos de legitimidad política (reconocimiento y representatividad) y de legitimidad de desempeño (aciertos en la orientación de la lucha), se impuso de hecho una especie de legitimidad efímera dada por la coyuntura, por el lugar de actuación (las barricadas, las calles, las universidades) e incluso por al azar. A este tipo de liderazgos sobrevenidos también contribuyeron los medios de comunicación que, frente a la necesidad de poner nombre a los protagonistas, atribuyeron esa categoría de forma prematura a quienes tal vez estaban dando sus primeros pasos en la arena política.
El otro inconveniente fue la urgencia de construir mecanismos de acción colectiva sobre la marcha. De allí que no sea extraño que los grupos surgidos durante la rebelión lleven el sello de 18 de abril en sus denominaciones. Como suele ocurrir en las avalanchas sociales, la movilización antecedió a la organización dotándola de todos sus rasgos: la agrupación micro local sin referentes nacionales, el inmediatismo de las acciones versus la estrategia, las alianzas de corto alcance y las reivindicaciones vis à vis el programa de transformaciones. Pero en las condiciones que se desarrollaron los hechos tampoco podía ser diferente. No se podía esperar a que las contradicciones entre el “modo de producción y las fuerzas productivas” crearan “las condiciones objetivas” de la lucha para lanzar el desafío a la dictadura. Como casi siempre, en el camino se amarraron las alforjas y aquí estamos.
Si hace dos años se hizo de la necesidad virtud, ahora toca recorrer el camino inverso: armonizar la virtud de la autoconvocatoria para la lucha con la necesidad de la organización para el cambio, en dirección contraria a la atomización. Ello implica abandonar la parcela propia para salir a tender puentes con los diferentes, y ejercitar la tolerancia con la vista puesta en el objetivo estratégico del cambio de régimen.
En este terreno, las iniciativas autoconvocadas tienen mucho que aprender del movimiento feminista y sus años de experiencia en la construcción de su autonomía, en la demarcación de espacios y de una narrativa propia para converger con otros actores colectivos, incluso con partidos políticos.
No se trata de desandar lo andado para volver al desierto de antes de 2018; más bien se trata de trascender a organizaciones más complejas, más amplias e incluyentes de otras identidades. Seguramente esto llevará a crisis internas, como la salida de liderazgos iniciales, y a nuevas rupturas, pero la opción de quedarse encerrados para preservar la pureza de la comarca es desmerecer la herencia del movimiento autoconvocado, la innovación más hermosa de los últimos años en nuestra cultura política.