8 de junio 2018
Cuando el obispo de Matagalpa, monseñor Rolando Álvarez, decidió organizar en Sébaco una procesión en medio de una balacera para apaciguar la localidad, quedó claro el compromiso de la Iglesia de Nicaragua para encontrar una salida pacífica a la crisis que vive el país, originada por la intransigencia del comandante Daniel Ortega y agudizada por la matanza ordenada desde El Carmen, el refugio súper resguardado del Dictador y su esposa, desde donde Ortega gobierna aislado de la realidad.
Álvarez salió del pequeño templo cargando la imagen del Santísimo y a pesar del sonido de las balas que oficiales antidisturbios y huestes del Frente Sandinista lanzaban contra jóvenes que mantenían la protesta contra Ortega, avanzó por las calles del barrio San Jerónimo, en una procesión que tenía mucho de surrealista, digna de una novela garcíamarquiana. Pero no era ficción. A lo largo de la procesión se fueron uniendo los vecinos, algunos de ellos todavía temerosos y otros ahogados en llanto. Álvarez demostró valentía, coraje y la convicción de que el odio de unos cuantos no puede apagar el grito de libertad de todo un país.
Esa ha sido la posición de la Conferencia Episcopal, por lo que hemos podido ver a lo largo de estos 50 días de crisis, que han dejado más de 130 muertos. Los obispos se jugaron su reputación al aceptar ser mediadores de un diálogo envenenado por Ortega, que esperaba marear a todo un país con unos delegados que cumplían la orden de no ceder en nada de lo que se discutiera en el plenario de ese diálogo. Ya lo había advertido con claridad monseñor Silvio Báez, obispo auxiliar de Managua, amenazado de muerte: “Es un riesgo”, admitió, “puede ser una estrategia del gobierno para volver a lo de siempre, a lo mejor no se logra nada. Pero los Obispos queremos la verdad, no nos dejaremos instrumentalizar y solo buscaremos lo mejor para Nicaragua”, aseguró el religioso.
El jueves los obispos le dieron a Ortega la oportunidad de demostrar una apertura, le pusieron personalmente una escalera para que saliera con cierta dignidad de la crisis que él creó, pero el mandatario mantuvo su intransigencia. Los obispos salieron de la reunión con el Dictador con las manos vacías, pero el país entero leyó el mensaje: Ortega no dejará el poder, mantendrá la represión y, como me dijo Azahalea Solís, representante de la sociedad civil en el diálogo, está dispuesto a ahogar en sangre la protesta pacífica. El Dictador, aislado en su búnker, no quiere ver lo obvio: que debe dejar el poder y pagar por los crímenes cometidos.
La insurrección pacífica que vive Nicaragua arreciará en los próximos días y el país se hundirá en una situación más crítica que la vivida en estos 50 días de muerte, dolor, pero también de un despertar cívico. El país entero sabe que la Iglesia cumplió, como lo demuestra el compromiso de Álvarez, Báez, el cardenal Leopoldo Brenes y los otros miembros de la CEN, pero también de sacerdotes de parroquias, como Edwin Román, héroe cívico, que a riesgo de perder la vida no solo abrió su iglesia de San Miguel, en Masaya, para atender a los heridos, sino que bajo la balacera se encaró a oficiales y turbas para que le entregaran los presos ilegalmente detenidos. Lo vimos llorar desconsolado por la muerte de un muchacho de apenas 15 años, una vida segada por las balas del Dictador. Es una conmovedora demostración de humanismo, un puñetazo en la cara de Ortega y su esposa, Rosario Murillo, cuyas manos llenas de sangre ojalá algún día veamos esposadas, con ellos en un banquillo frente a un tribunal que les haga pagar por la matanza desatada desde su búnker.