12 de diciembre 2015
Para empezar, una conclusión: el chavismo y la oposición derrotaron al gobierno en Venezuela. Una versión expandida de este axioma sería que el chavismo aprovechó la oportunidad que le ofreció la oposición para formar con ella una poderosa coalición con el fin de hacerle llegar un mensaje de repudio a la nomenklatura, que ha secuestrado los poderes públicos y la toma de decisiones de espaldas a la tradición democrática del país y de las necesidades generales de la población. El misil para enviar ese mensaje fue el voto, pero también la propia figura de Chávez, que le permitió a su feligresía diferenciar de manera nítida entre el difunto líder y una cúpula gobernante autoritaria, corrompida y arrogante. El meme “soy chavista pero no madurista” –Maduro no es Chávez– fue como una bala de plata, la vacuna perfecta para castigar al gobierno sin traicionar una identidad política. De ahí que el resultado haya generado también una ruptura entre el chavismo y el oficialismo, ruptura que se hará más indiscutible en las próximas semanas.
Esta conclusión lleva al siguiente análisis: ha surgido, al menos de modo temporal, un tercer espacio político. No aquél tantas veces invocado de los ni-nis o no-nos, que en definitiva nunca tuvo entidad propia. Este nuevo espacio se produce de la combinación del esfuerzo de la Mesa de la Unidad Democrática y los partidos opositores por dar una conducción democrática a los antagonistas del chavismo, en particular en lo que respecta a los modos y usos del gobierno, y los distintos sectores de la población que antes se adherían al chavismo.
Política sobre ideología
En la lectura que hay que darle a este momento debe primar la política sobre la ideología. El ideologismo en forma de mensajes tóxicos de intolerancia, exclusión de la diversidad y odio de clases; de sofismas doctrinarios que buscaban aplastar la diferencia bajo los dogmas de un pensamiento único y de demagogia goebbeliana, ya había dado claras señales de recalentamiento e ineficiencia en los años recientes e incluso en la última cruzada de Chávez. Esta vez, simplemente, saturó y tuvo un efecto paradójico. Lo que algún momento había tenido el poder de atracción de una verdad ahora, sencillamente, por efecto tanto del mensaje como del mensajero, se volvía una mentira evidente –mostraba la simulación que pretendía encubrir. El propio chavismo cerro sus oídos al líder para verlo perorar en interminables arengas televisivas, como si fuera un locuaz gesticulador al que es más sano ignorar. Los más de dos millones de votos obtenidos por la oposición por encima del oficialismo, lo confirman: nadie compró el cuento de las conspiraciones magnicidas, de la guerra económica, de la contrarrevolución de la derecha.
Y lo contrario también es cierto. Reconocer los problemas reales y concretos de la población –inseguridad, inflación, desabastecimiento–, abordarlos desde una sencilla lógica costo-beneficio representada políticamente por la oposición como continuidad-cambio, le dio a la oposición la oportunidad de sacar su acción política de la esfera de los principios, que también se encontraba ya saturada, para resignificar –perdonénme el uso de este anglicismo– su causa. En otras palabras, al optar por la política por encima de la ideología, logró darle a sus luchas un contenido concreto con una conexión clara y directa con los padecimientos de las mayorías.
Mejor unidos
El gobernador de Miranda sintetizó el significado de la jornada electoral del 6-D de un modo simple: se derrotó a las posiciones extremas. La votación alcanzó 75% del universo electoral, una cifra realmente espectacular, y se llevó a cabo en pacífica normalidad, salvo por contados incidentes. A consecuencia del intenso periodo de protestas de 2014, conocido como #LaSalida, la oposición quedó una vez más dividida entre quienes apostaban a una solución a la crisis de modo institucional y democrático y aquellos que promovían un destronamiento del chavismo por la vía de la desobediencia cívica y la protesta callejera.
En su alocución, luego de conocerse el primer boletín oficial del Centro Nacional Electoral, Jesús Torrealba dijo que cuando la oposición actuaba unida avanzaba hacia grandes conquistas mientras que cuando lo hacía por separado se hundía sin remedio. Después de la #LaSalida, la oposición pasó por una etapa de intenso faccionalismo en la que las distintas posturas opositoras parecían irreconciliables. Le tomó un gran esfuerzo a la nueva dirigencia de la Mesa de la Unidad Democrática, bajo la conducción de Jesús “Chuo” Torrealba, articular y reunir a los partidos para llevar a la unidad opositora a la resonante victoria del 6-D. Esta victoria pasó por descartar las posiciones extremas de la desobediencia cívica e incluso en las formas legítimas de la lucha no violenta defendida por Leopoldo López, líder opositor que sigue detenido arbitrariamente. También ayudó a que otras propuestas, como la recolección de firmas para una asamblea constituyente, tomaran el cause electoral. Por su parte, el chavismo rechazó radicalizarse aun más para profundizar la revolución como lo había planteado el presidente Nicolás Maduro. En ese sentido, el pueblo chavista derrotó de modo contundente a los sectores radicales del chavismo.
La reorientación de las causas opositoras a través del voto, como principal canal de expresión, de la democracia, llevó a derrotar a los sectores extremos y apocalípticos de cada bando, como bien lo dijo Capriles Radonski.
Reconstrucción institucional
La supermayoría lograda por la oposición pone al alcance de la mano de la oposición la capacidad de renovar los poderes públicos y de activar mecanismos constitucionales que podrían llevar a abreviar el gobierno de Nicolás Maduro. Esa supermayoría deja claro que se ha llegado al fin del ciclo de casi dos décadas de hegemonía chavista. De hecho, que esta semana se cumplan exactamente 17 años del arribo de Chávez al poder, sólo subraya la perfecta inexorabilidad, la fatalidad, del círculo. El chavismo no ha muerto, por supuesto, pero vivirá un reflujo del que le tomará algunos años recuperarse. Eso es cierto, pero también no debe olvidarse que los dos millones de votos por encima del oficialismo, votos en buena medida trasvasados del electorado chavista, hablan de un claro mandato a actuar por los canales regulares de la democracia, a recomponer a través del poder legislativo el tejido institucional del Estado venezolano. Este mandato debe ser interpretado con sumo cuidado en vista de la muy precaria situación económica e institucional que atraviesa Venezuela. El pueblo manda a sus tribunos a procurar la solución de la crisis económica, en primer lugar. Acto seguido, debe atender la emergencia social empezando por la epidemia de violencia criminal. En tercer lugar, tiene que actuar sobre la polarización para aplacar la intolerancia y resolver la crisis política.
Hoy, en el chavismo hay una situación inédita: no tiene líder. Al ser derrotado de manera avasallante, Maduro se ha vuelto un peso muerto para el chavismo, lo que podría causar un desmoronamiento súbito de su gobierno. El posible desplome del chavismo sería también peligroso para la sociedad por los intereses encubiertos que cruzan al gobierno, la nomenklatura y distintas mafias que le son consubstanciales. De modo que la nueva legislatura tendrá también que lidiar con la potencial carga de violencia que podría generar la caída del gobierno de Maduro.
El reto de la nueva Asamblea Nacional será quizás el más grande que ha tenido el cuerpo legislativo desde 1958, cuando, tras el derrocamiento de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, tuvo que ayudar a echar las bases de una democracia funcional –imperfecta pero operativa. Y todos los diputados deben entender a cabalidad el tamaño de este desafío. La oposición debe tender puentes firmes, no puentes de guerra, que le permitan arribar a soluciones para la sociedad. Esto, en alguna medida, le exigirá postergar legítimas reivindicaciones políticas a favor de la resolución de la crisis, por ejemplo, a través de una urgente reactivación económica. El chavismo tiene que abandonar el discurso sofista de la conspiración apátrida y sus prácticas camorreras y mafiosas, para atender la emergencia de la sociedad. De lo contrario, el proyecto de Chávez, incluyendo sus aspectos progresistas, naufragará de modo irremediable. Como ha dicho el diputado Miguel Pizarro: “No hay tiempo para venganzas”.
2016 pondrá a prueba a ambos campos, pues la tarea es más grande de lo que ninguno de los dos puede asumir por separado. Ante el enorme desafío de sacar a Venezuela del atolladero, es deseable que la promesa hecha por “Chuo” Torrealba al final de su discurso se haga realidad: “Ahora es que hace falta más la unidad. Ahora es que vamos a estar más y mejor unidos”. En el corto plazo, esa unidad debe hacerse todavía más plural para darle espacio político a los sectores democráticos del chavismo. Es la hora de la reconstrucción: chavismo y oposición deben actuar juntos.
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Publicado en ProDavinci.