1 de agosto 2016
Muchos fuimos sandinistas. Era casi una ecuación natural: teníamos 18 años, Somoza era un dictador, los rebeldes parecían más modernos y diversos que la nomenclatura cubana, entre sus filas había gente como el poeta Ernesto Cardenal o el narrador Sergio Ramírez. En 1979, en América Latina, la palabra revolución volvió a llenarse de esperanzas.
Un poco antes del triunfo sandinista, Daniel Ortega realizó una gira por Venezuela, buscando apoyo, recursos. En Barquisimeto, un grupo de jóvenes, más o menos radicales, realizamos todo un día de “batida”, recogiendo fondos en apoyo a la “lucha sandinista”. Nos montábamos en autobuses o nos parábamos en las esquinas, dábamos fugaces discursos, llenos de lugares comunes, y extendíamos un botellón de plástico exigiendo solidaridad con los revolucionarios. Hacia el final de la tarde, en una punta de la Avenida Vargas, debía darse el acto público que habíamos organizado. Y el mismísimo Comandante Ortega se dirigiría desde una tarima a la multitud.
Pero no hubo multitud. Éramos nosotros y unos cuantos más. No demasiados. El Propio Ortega prefirió que nos acercáramos, que hiciéramos una rueda, que tuviéramos un encuentro más íntimo. Ahí, de manera breve, nos agradeció el esfuerzo pero aseguró que, más allá de las ideologías, en esos momentos, el sandinismo necesitaba dinero, municiones, medicinas, botas militares… Nos contó que el entonces Presidente Carlos Andrés Pérez les había dado una ayuda importante. Fue un balde de agua fría. Un aterrizaje forzoso en los límites de la realidad.
Pocos meses después, los rebeldes entraron triunfantes en Managua. Diez años después, la revolución sandinista solo era otra oportunidad perdida en el pantano de la ineptitud y de la corrupción. Treinta y cinco años después, Daniel Ortega es el nuevo Anastasio Somoza de Nicaragua.
La historia no se repite: solo se aprovecha del pasado para avanzar de manera más perversa. Esta semana el orteguismo destituyó a 28 diputados de la oposición. Se trata de un régimen que intenta someter por las fuerza a las instituciones. Es la reinvención de la dictadura desde la aparente legalidad democrática. En un imperdible artículo, el periodista nicaragüense Carlos F. Chamorro describe la situación de esta manera: “Estamos pues ante un régimen autoritario que no tolera ninguna clase de competencia en los espacios institucionales o autonomía en los poderes del estado, y ante cualquier protesta social o desafío político en los espacios públicos, recurre a la represión paramilitar o policial. El monopolio de la política en las calles, sin oposición, ha sido siempre uno de los pilares de la estabilidad autoritaria, en la que se apoya la alianza económica con el gran capital”.
A los venezolanos esta historia, por desgracia, nos suena conocida, lamentablemente familiar. El pasado regresa de pronto trastocado, reformulado pero insistiendo en lo peor de sí mismo: la violencia, el autoritarismo, la exclusión. Esta semana, en nuestro país, el alto gobierno realizó un acto para recordar un aniversario más del asesinato de Jorge Rodríguez: un homicidio político, un espantoso crimen de Estado, ocurrido hace ya cuarenta años. Escuchando los discursos, cualquier ha podido también pensar en las trágicas vueltas que da la vida. En los presos políticos que hay hoy. En las denuncias de violación a los derechos humanos. En todos los casos de abuso que el poder voluntariamente ignora ¿De quién está más cerca ahora el gobierno? ¿De Jorge Rodríguez o de sus victimarios?
La historia no se repite: solo se aprovecha del pasado para avanzar de manera más perversa. Esta semana, el Tribunal Supremo de Justicia ratificó una resolución que le permite a los militares venezolanos usar armas de fuego en las manifestaciones. En América Latina, la violencia institucional también se está reinventando.
*El artículo se publicó originalmente en ProDaVinci