8 de septiembre 2022
La invasión de Ucrania y el amedrentamiento contra Occidente por parte de Rusia revivieron un debate sobre las armas nucleares. El año pasado, cuando entró en vigencia un tratado de las Naciones Unidas para prohibir por completo ese tipo de armas, ninguno de los nueve estados con armas nucleares del mundo estaba entre los 86 firmantes. ¿Cómo pueden estos estados justificar tener armas que ponen a toda la humanidad en riesgo?
Es una pregunta pertinente, pero se la debe considerar de la mano de otra: si Estados Unidos firmara el tratado y destruyera su propio arsenal, ¿podría de todas maneras disuadir nuevos actos de agresión rusa en Europa? Si la respuesta es no, también debemos considerar si la guerra nuclear es inevitable.
No es un interrogante nuevo. En 1960, el científico y novelista británico C.P. Snow concluyó que la guerra nuclear en el lapso de diez años era “una certeza matemática”. Tal vez haya sido una exageración, pero muchos creían que la predicción de Snow estaría justificada si ocurriera una guerra en el lapso de un siglo. En los años 1980, los partidarios de Nuclear Freeze (Congelación Nuclear) como Helen Caldicott se hicieron eco de Snow y advirtieron que la acumulación de armas nucleares “hará de la guerra nuclear una certeza matemática”.
Quienes defienden la abolición de las armas nucleares muchas veces observan que, si uno arroja una moneda al aire una vez, la posibilidad de obtener cara es del 50%; pero si uno la arroja al aire diez veces, la posibilidad de obtener cara por lo menos una vez aumenta al 99,9%. Una posibilidad del 1% de una guerra nuclear en los próximos 40 años pasa a ser del 99% después de 8.000 años. Tarde o temprano, las posibilidades se nos vendrán en contra. Aún si recortamos los riesgos a la mitad cada año, nunca llegamos a cero.
Pero la metáfora de arrojar la moneda al aire es engañosa en lo que concierne a las armas nucleares, porque supone probabilidades independientes, mientras que las interacciones humanas se parecen más a dados cargados. Lo que pase en un lanzamiento puede cambiar las probabilidades en el próximo lanzamiento. Había una probabilidad de guerra nuclear más baja en 1963, justo después de la Crisis de los misiles de Cuba, precisamente porque había habido una probabilidad más alta en 1962. La simple forma de la ley de los promedios no necesariamente se aplica a las complejas interacciones humanas. En principio, las elecciones humanas correctas pueden reducir las probabilidades.
La probabilidad de una guerra nuclear descansa tanto en probabilidades independientes como interdependientes. Una guerra puramente accidental podría encajar en el modelo de arrojar la moneda al aire, pero esas guerras son raras y cualquier accidente podría terminar siendo limitado. Asimismo, si un conflicto accidental sigue siendo limitado, puede generar futuras acciones que limitarían aún más la probabilidad de una guerra mayor. Y cuanto más largo el período, mayor la posibilidad de que las cosas puedan haber cambiado. En 8.000 años, los seres humanos pueden tener preocupaciones mucho más urgentes que una guerra nuclear.
Simplemente no sabemos cuáles son las probabilidades interdependientes. Pero si basamos nuestro análisis en la historia posterior a la Segunda Guerra Mundial, podemos suponer que la probabilidad anual no está en el rango más alto de la distribución.
Durante la Crisis de los misiles de Cuba, se informó que el presidente norteamericano John F. Kennedy estimaba que la probabilidad de una guerra nuclear estaba entre el 33% y el 50%. Pero esto no necesariamente implicaba una guerra nuclear ilimitada. En entrevistas con participantes en ese episodio en su 25 aniversario, nos enteramos de que, a pesar de la enorme superioridad del arsenal nuclear de Estados Unidos, Kennedy se vio disuadido por la más mínima perspectiva de una guerra nuclear. Y el resultado no fue una victoria norteamericana absoluta; implicó un compromiso que incluía la remoción silenciosa de los misiles estadounidenses de Turquía.
Algunos han usado el argumento de la inevitabilidad matemática para presionar por un desarme nuclear unilateral. En una inversión del eslogan de la Guerra Fría, las generaciones futuras estarían mejor rojas que muertas. Pero el conocimiento nuclear no se puede abolir y coordinar la abolición entre nueve o más estados con armas nucleares que son ideológicamente diversos sería, cuando menos, extremadamente difícil. Las medidas unilaterales no recíprocas podrían envalentonar a los agresores, aumentando las probabilidades de un final poco feliz.
No tenemos idea de lo que la utilidad y la aceptación del riesgo significarán para las generaciones futuras distantes, o de lo que la gente valorará en 8.000 años. Si bien nuestra obligación moral con ellas nos lleva a tratar la supervivencia con sumo cuidado, esa tarea no exige la falta absoluta de riesgo. Les debemos a las generaciones futuras un acceso aproximadamente equivalente a valores importantes, y eso incluye iguales posibilidades de supervivencia. No es lo mismo que intentar agregar los intereses de siglos de gente desconocida en alguna suma desconocida en el presente. El riesgo siempre será un componente inevitable de la vida humana.
La disuasión nuclear se basa en una paradoja de usabilidad. Si las armas son totalmente inutilizables, no disuaden. Pero si son demasiado utilizables, una guerra nuclear con toda su devastación podría ocurrir. Dada la paradoja de la usabilidad y las probabilidades interdependientes relacionadas con las interacciones humanas, no podemos buscar una respuesta absoluta a lo que constituye “sólo disuasión”. La disuasión nuclear no está ni bien ni mal. Nuestra aceptación de la disuasión debe ser condicional.
La tradición de guerra justa que hemos heredado a lo largo de los siglos sugiere tres condiciones relevantes que se deben cumplir: una causa justa y proporcionada, límites respecto de los medios y una consideración prudente de todas las consecuencias. Yo extraigo cinco máximas nucleares de estas condiciones. En términos de motivaciones, debemos entender que la autodefensa es una causa justa pero limitada. En cuanto a los medios, nunca debemos tratar a las armas nucleares como armas normales, y debemos minimizar el daño a gente inocente. Y, con respecto a las consecuencias, deberíamos reducir los riesgos de una guerra nuclear en el corto plazo e intentar reducir nuestra dependencia de las armas nucleares con el tiempo. Una bomba en el sótano implica cierto riesgo, pero no tanto como las bombas en el frente.
La guerra en Ucrania nos ha recordado que no hay manera de evitar la incertidumbre y el riesgo. El objetivo de reducir (no abolir) el rol de las armas nucleares con el tiempo sigue siendo tan importante como siempre. Richard Garwin, el diseñador de la primera bomba de hidrógeno, calculaba que “si la probabilidad de una guerra nuclear este año es del 1%, y si cada año logramos reducirla a sólo el 80% de lo que era el año anterior, entonces la probabilidad acumulada de una guerra nuclear para todos los tiempos será del 5%”. Podemos vivir vidas morales con esa probabilidad.
Texto original publicado en Project Syndicate