29 de octubre 2022
En 1897, el magnate de los medios norteamericano William Randolph Hearst envió al ilustrador Frederic Remington a cubrir la Guerra de Independencia de Cuba. Cuando Remington le transmitió que “no habrá ninguna guerra”, se dice que Hearst le respondió: “Ponga usted las fotos que ya pondré yo la guerra”.
Es una vieja historia con una moraleja bien conocida: la riqueza confiere poder y el poder engendra un afán de más poder. Sigue un corolario familiar: quien controla los medios de comunicación masiva controla cómo se construye y se transmite la realidad.
Los medios de comunicación masiva han cambiado desde los tiempos de Hearst, no así el comportamiento de los plutócratas. Tras haber utilizado Twitter de manera bastante efectiva para promover sus propios negocios, Elon Musk reconoce que la plataforma ejerce una influencia significativa en la vida pública contemporánea. Si bien desde entonces ha intentado salirse del acuerdo que firmó para comprar la plataforma, tal vez no le quede otra alternativa que seguir adelante. En cualquier caso, vale la pena considerar la razón que él mismo expresó para querer comprar la compañía.
“Dado que Twitter funciona como la plaza pública del pueblo de facto”, tuiteó Musk el 26 de marzo de 2022, “no adherir a los principios de libre expresión mina fundamentalmente la democracia”. Al decidir comprar la compañía, explicó alrededor de una semana después, “no me importa en absoluto la economía … mi sensación fuerte e intuitiva es que tener una plataforma pública que sea sumamente confiable y ampliamente inclusiva es extremadamente importante para el futuro de la civilización”. Y así, al definirse a sí mismo como un “absolutista de la libre expresión”, Musk dice estar salvando la plaza pública de la sociedad revirtiendo las políticas de Twitter para prohibir que políticos como el ex presidente Donald Trump y la representante norteamericana Marjorie Taylor Greene utilicen la plataforma para difundir mentiras y desinformación comprobables en nombre de la libertad de expresión.
El llamado de Musk a una “libertad de expresión absoluta” puede sonar muy simple desde lo abstracto, pero las implicancias son perturbadoras. Por ejemplo, lo que Musk entiende por libertad de expresión validaría la defensa del teórico de la conspiración Alex Jones de sus mentiras temerarias e injuriosas, incluido su argumento indignante de que la masacre escolar de Newtown en 2012, en la que un hombre armado asesinó a 26 personas (20 de ellas niños de seis y siete años), fue perpetrada por “actores de crisis”. Una corte de Connecticut acaba de rechazar esa postura, condenando a Jones a pagar casi mil millones de dólares a las familias de las víctimas de Newtown.
La corte tiene razón. Ninguna libertad –ya sea de expresión o de acción- es absoluta. Por el contrario, una libertad significativa exige reglas básicas para limitar los abusos que de otra manera la tornarían una carta mortal. Es por ese motivo que tenemos leyes contra el fraude en el mercado de bienes y servicios. Sin esas restricciones, proliferarían los argumentos falsos y engañosos, fomentando niveles de desconfianza que inevitablemente invitan al fracaso del mercado.
Lo mismo es válido para el mercado de opiniones e ideas. La libertad de expresión no es una licencia deliberadamente o imprudentemente para emitir comentarios que dañan a otros o ponen en riesgo sus derechos de propiedad. Es por eso que tenemos leyes contra la difamación y la provocación intencional de sufrimiento emocional –como refleja el caso de Alex Jones-. Es por eso también que tenemos leyes que proscriben la incitación a una violencia inminente, la perjuria y la mentira a las autoridades sobre cualquier actividad criminal.
Algunos límites a la libertad de expresión también se han considerado esenciales para salvaguardar las elecciones libres y justas. Por ejemplo, existen leyes en muchos estados en Estados Unidos que proscriben deliberadamente la difusión de información falsa sobre los lugares donde se vota, los horarios de votación, la autenticidad de las boletas o las instrucciones para votar, y tampoco uno puede hacer declaraciones comprobablemente falsas sobre su propia condición de titular o sus filiaciones de campaña. Y como deja en claro el procesamiento criminal de los participantes en la horda violenta que intentó impedir la transición pacífica de poder en el Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021, la libertad para esgrimir opiniones políticas impopulares no confiere el derecho a una insurrección violenta.
Inclusive con las políticas de moderación de contenidos actuales, las plataformas de redes sociales están plagadas de desinformación que está socavando la confianza pública y minando la función esencial del discurso político libre e informado. Estas tácticas subversivas destinadas a dañar el mercado de opiniones e ideas son, por cierto, “actos en contra de la libertad de expresión”. Su único propósito es degradar el propio discurso político.
Musk ya ha ofrecido un adelanto de los cambios que podría implementar en Twitter. Lo que empieza con restituir la cuenta de Trump, permitiéndole diseminar más mentiras demostrables sobre fraude electoral y sus opositores políticos, puede implicar, en términos más generales, una mayor evisceración de los estándares de Twitter. El argumento de Musk de que salvará la “plaza pública” de la sociedad es esencialmente falaz. Lo que hará es alimentar su desintegración permitiéndole estar sobrepasado de desinformación tóxica, falsedades profundas, una propaganda insípida, llamados a la violencia, divulgación de información privada y otras formas de actos intolerantes en contra de la libertad de expresión.
*Richard K. Sherwin es profesor de Derecho y director del Proyecto Persuasión Visual de la Escuela de Leyes de Nueva York. Es el co-editor (junto con Danielle Celermajer) de A Cultural History of Law in the Modern Age (Bloomsbury, 2021).
** Publicado originalmente por Project Syndicate