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La experiencia de Nicaragua sugiere que Maduro podría seguir en el poder

Con el control total de las instituciones, Nicolás Maduro optó por el modelo de Nicaragua, que ha mantenido a Daniel Ortega en el poder

Daniel Ortega y Nicolás Maduro

El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro (der.), saluda a homólogo de Nicaragua, Daniel Ortega, en una fotografía de archivo. Foto: EFE / Miguel Gutiérrez

David Smilde

24 de septiembre 2024

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Siete semanas después de las elecciones del 28 de julio, el nuevo contexto político de Venezuela aún no es claro. Esto fue lo que cambió —y lo que no— en el proceso electoral de Venezuela.

Algo que cambió, pero no del todo, fue que en los dieciocho meses previos a las elecciones del 28 de julio de 2024, la oposición más radical de Venezuela comenzó a adoptar de manera decidida la ruta electoral, a pesar de enfrentarse a un terreno de juego desigual e injusto. Aunque gran parte de la oposición había participado en elecciones durante la era de Maduro, este sector no había abordado el proceso con tanto vigor desde las legislativas de 2015.

Con un llamado unificado a las urnas, la oposición mostró disposición para sortear los numerosos obstáculos kafkianos que el Gobierno de Maduro había impuesto. Este esfuerzo colectivo resultó en un tsunami de votos a favor del candidato opositor Edmundo González. La líder de esta movilización fue María Corina Machado, quien, solo unos años antes, había afirmado: “el dictador no sale con votos”.

Esto representó una expansión del ámbito político dentro de la oposición dura, marcando un regreso a las consultas y reformulaciones que buscan equilibrar lo ideal con lo práctico y avanzar hacia objetivos comunes. De hecho, todo el movimiento opositor estuvo coordinado en este esfuerzo. Algunos de los mismos influencers y periodistas que promovieron la abstención en 2021, en 2024 justificaron y apoyaron abiertamente el voto.


Sin embargo, este reencuentro con la política no se tradujo completamente en un enfoque renovado hacia la negociación. Aunque existía una disposición general a dialogar desde la cúpula y se alcanzaron algunos acuerdos sobre las garantías a ofrecer, estos tendían a parecer más un indulto del verdugo que una oferta atractiva para quienes controlan el aparato estatal y sus beneficios. La simple protección contra el enjuiciamiento necesitaba ir acompañada de garantías políticas y económicas para que se pudiera iniciar una conversación. Además, el ambiente era hostil, ya que periodistas e influencers alineados con la campaña insinuaron constantemente que quienes promovían la negociación tenían motivos ocultos.

Un segundo cambio importante que se produjo fue que la oposición contaba con un plan claro para defender el voto. En 2013, tras la ajustada victoria de Maduro, la oposición liderada por Henrique Capriles reaccionó de forma improvisada, formulando demandas que carecían de sentido estratégico y eran fácilmente desviadas por el Gobierno. En este contexto, anticipando que el Gobierno intentaría robar los votos reteniendo las actas, la campaña opositora se preparó para recolectar y publicar todas las actas disponibles en una página web. Esta estrategia fue brillante y dejó pocas dudas sobre su victoria, lo que mostró una expansión efectiva del espacio político.

Sin embargo, lo que faltó fue un plan claro sobre cómo proceder después de esa fase. Si bien habían ampliado el ámbito de la política y la movilización al incluir la publicación de los resultados, este fue realmente el límite de su estrategia. Nuevamente, la teoría del cambio parecía basarse en la creencia de que cuando la rectitud se enfrentara a la maldad, los muros de Jericó caerían por sí solos.

Un tercer cambio notable fue la movilización de las clases populares de Venezuela tras el fraude electoral. La noche del 28, tanto María Corina Machado como Edmundo González, decidieron no llamar a la gente a salir a las calles temiendo una represión y enfocándose en su plan de reunir y publicar las actas.

Sin embargo, al día siguiente, la población, especialmente de los barrios más pobres, salió a manifestarse. Este fenómeno no es nuevo; en enero de 2019, justo antes de que Juan Guaidó asumiera la presidencia interina, un levantamiento en Cotiza evidenció el descontento general con Maduro. Sin embargo, al igual que en 2019, la movilización popular no fue reconocida significativamente por la cúpula de la oposición, que centró su atención en la clase media. Machado, por ejemplo, organizó actos en las zonas seguras del este de Caracas.

Es importante señalar que esta movilización popular no fue completamente espontánea; gran parte se debió a la activación de opositores en los barrios. También comprendo las dificultades de movilizar fuera de los espacios de clase media en momentos críticos. Sin embargo, un discurso que resaltara el protagonismo y liderazgo heroico de las clases populares podría haber generado una movilización exponencialmente mayor. En cambio, tras unos días, la represión selectiva de las fuerzas de seguridad logró disuadir a la gente de salir a las calles.

Una cuarta configuración que cambió, parcialmente, fue la crítica de los aliados de izquierda de Venezuela en la región. El primer líder en cuestionar el resultado electoral fue Gabriel Boric, de Chile. Más importante aún, tres de las democracias más grandes de América Latina —México, Colombia y Brasil— no han reconocido los resultados y han impulsado, aunque de forma tímida, una solución diplomática.

Históricamente, Venezuela ha navegado relaciones tensas con estos países, bajo los Gobiernos de Jair Bolsonaro, Iván Duque y Enrique Peña Nieto. Sin embargo, la situación es diferente con presidentes de tendencia de izquierda. A pesar de esto, la ineficacia de estos esfuerzos para abordar la crisis venezolana permanece sin cambios. Este contexto sigue siendo el más interesante para la innovación política, pero hasta ahora no ha alcanzado su verdadero potencial.

Un último cambio que ocurrió fue que el Gobierno de Maduro jugó mal su carta electoral. Después de casi una década desorientando y dividiendo a la oposición, se encaminó hacia una derrota histórica. En los meses previos a las elecciones, las especulaciones sobre su estrategia se convirtieron en un pasatiempo entre analistas: ¿cancelarían la candidatura de Edmundo González en el último minuto? ¿Pospondrían las elecciones? ¿Invadirían Guyana? ¿Tenían información privilegiada que les permitía confiar en su victoria?

Todas estas hipótesis resultaron equivocadas. El Gobierno de Maduro se dirigía directamente hacia el abismo, desarrollando un plan B solo poco antes de las elecciones, el cual fue mal ejecutado. Se encontraron atrapados en el clásico dilema del dictador, donde la información procesada es deficiente porque todos temen revelar la verdad que todos conocen. Subestimaron no solo la movilización de la oposición, sino también el creciente espíritu de desobediencia dentro de su propia coalición.

El 28 de julio, la “maquinaria” chavista dejó de funcionar. El esquema de movilización electoral 1x10 no operó como estaba previsto. En muchos lugares, los Puntos Rojos —donde se registra el voto y que inhiben a quienes desean votar en contra del Gobierno— no se instalaron o resultaron ineficaces. Lo mismo ocurrió con la exigencia de que los empleados públicos se fotografiaran al votar. Los números indican que muchos de los movilizados por el chavismo optaron por votar por González en lugar de Maduro.

Lo que no cambió fue que esta situación no condujo a un colapso, sino a una represión inmediata, tanto dentro como fuera del Gobierno. Bajo la presión de la supervivencia, el régimen de Maduro optó por reprimir, sin que se produjeran deserciones significativas en la coalición gobernante.

Con cambios en su gabinete, Maduro cerró filas y unificó todos los posibles puntos de diversidad. Por ejemplo, integró a su rival de línea dura, Diosdado Cabello, en el centro del Gobierno, posicionándolo en el Ministerio del Interior y Justicia, probablemente el cargo más poderoso después de la presidencia. También sumó a Héctor Rodríguez, a cargo de renovar la coalición socialista con el Movimiento Futuro. De este modo, Maduro neutralizó todos los elementos potencialmente disidentes. Con el control total de las instituciones, evitó el camino de Guatemala, que llevó a Bernardo Arévalo a la presidencia, y optó por el modelo de Nicaragua, que ha mantenido a Daniel Ortega en el poder.

A lo largo de este proceso electoral, el Gobierno de Maduro ha evolucionado de un poder hegemónico basado en la coerción y el consentimiento a una dictadura que depende exclusivamente de la represión. Tras las elecciones, muchos de aquellos que realmente desertaron sufrieron las consecuencias, enfrentando despidos e incluso arrestos si no colaboraban. Esta represión selectiva ha permitido al Gobierno recuperar el control. Sin embargo, estamos indudablemente en una nueva etapa; hay chavistas que, por primera vez en décadas, están reconociendo que estas personas son dictadores y que deben irse.

¿Puede Maduro mantener el control? El caso de Nicaragua sugiere que sí. La política e historiadora nicaragüense exiliada, Dora María Téllez, me comenta que Daniel Ortega ha utilizado su control sobre las instituciones centrales del Estado, las Fuerzas Armadas y los intereses económicos clave para mantenerse en el poder. Aunque las funciones básicas del Estado, como salud, educación, seguridad e infraestructura, han sufrido, este régimen de terror ha desmovilizado a la oposición entre la población.

Este no es el escenario que el Gobierno de Maduro deseaba. Fueron a las elecciones buscando la legitimidad que podría conducir a una normalización, pero lograron exactamente lo contrario: son un Estado forajido en un estado permanente de excepción. Sin embargo, con las democracias occidentales agotadas por el caso de Venezuela y convencidas de que ni las sanciones ni los Gobiernos interinos funcionan, y con sólidas alianzas con autocracias globales, las probabilidades de que Maduro sobreviva esta crisis están claramente a su favor.

No está claro qué se debe hacer. Sin embargo, los logros considerables de la oposición en el último año se han dado a través de la expansión de la política: firmando los acuerdos de Barbados, participando en primarias, unificándose detrás del ganador y seleccionando candidatos sustitutos para presentarse a las elecciones. Los reveses, en cambio, han ocurrido en áreas donde la política no se priorizó, como en las negociaciones antes y después de las elecciones, en la estrategia tras el fraude y en el involucramiento de los sectores populares en momentos clave de movilización.

*Artículo publicado originalmente en La Silla Vacía.

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David Smilde

David Smilde

Profesor y director de la Escuela de Sociología e investigador asociado del Centro de Investigación y Política Interamericana de la Universidad de Tulane, Nueva Orleans, Estados Unidos. Ha vivido o trabajado en Venezuela desde 1992 y ha investigado sobre Venezuela durante los últimos 30 años.

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