15 de agosto 2024
“… la tradición de todas las generaciones/muertas oprime como una pesadilla el/cerebro de los vivos (…)/ Dejad que los muertos entierren a sus muertos”, Karl Marx (El 18 Brumario de Luis Bonaparte).
Para quienes tenemos formación marxista y empeño de aprender de las luchas libertarias, siempre ha sido esencial comprender las características, generales y específicas, de la época en que vivimos. Ello nos ha conducido a la lectura y al examen crítico del desarrollo actual del capitalismo y su sociedad, y numerosos autores han contribuido a aclarar este horizonte.
De esta compleja comprensión, en su momento se concluyó en la actualidad de la revolución, su viabilidad y necesidad para superar contradicciones y límites impuestos por el capitalismo a la sociedad. Así, los oprimidos y condenados de muchas partes de la tierra fueron convocados por la realidad a la moderna lucha de clases y luego de históricas victorias surgieron los manuales y sus recetarios, que tanto daño hicieron y terminaron por mecanizar el rostro de la revolución necesaria y sus métodos de lucha.
Con estas inquietudes como telón de fondo, sobre todo la historia reciente de lo que ha sido y sigue siendo la experiencia práctica de las luchas populares en América Latina, con sus logros y fracasos, considero que ha llegado el momento de preguntarse con seriedad si no estamos ya en un viraje histórico, en esas circunstancias en que es imperativo liberarnos del peso de una parte de nuestro pasado doctrinario, de dirigentes con teorías envejecidas, y revisar la vieja mochila que hoy nos impide caminar con libertad y sin censura hacia el porvenir.
Así, cuando pienso en el triunfo de la revolución sandinista —última revolución armada victoriosa del continente— y constato sin nostalgias y con serenidad el presente de mi país, me pregunto: ¿De dónde salieron estos odiosos monstruos que son Daniel Ortega y Rosario Murillo? Y al retrotraer la memoria a la década de los 60, cuando soñábamos con que alguna vez la revolución triunfaría en países verdaderamente importantes como Venezuela, y hoy veo millones de sus gentes mendigando en las calles de América, también me pregunto: ¿de dónde salió tanta indolencia e ignominia? Ese no fue el propósito de Chávez —aquel líder que ganó de manera limpia e incuestionable todas las elecciones— con sus políticas redistributivas y la democratización de la renta petrolera.
Preguntémonos con honestidad intelectual y política: ¿Podrá un tirano criminal como Ortega, su mujer y su núcleo servil de los “peores”, conducir a Nicaragua hacia el porvenir? ¿Podrán conducir a las nuevas generaciones hacia la revolución tecnológica y el dominio de la inteligencia artificial, defender nuestros recursos naturales, enfrentar la crisis ambiental, superar el caudillismo, el patriarcado, la ignorancia, la corrupción y la desigualdad? ¿Serán ellos quienes nos garanticen el futuro democrático de la patria, la defensa de la democracia y los derechos humanos?
Estas interrogantes parecen tan burlescas y cínicas como brutales. Y lo peor es que, desde cierta izquierda tradicional del continente, se pretende que ellos son la continuidad de los sueños de aquella revolución. Sin duda hay algo perverso y decadente en esta situación.
El objetivo principal de la lucha siempre ha sido superar progresivamente un sistema excluyente, de democracia restringida y formal, depredador y generador de inevitables desigualdades, y concentrador de la riqueza universal en pocas manos. Es decir, buscar el bienestar material de la gente y garantizar para todos su libre desarrollo en democracia y libertad. Hoy la realidad ha puesto contra la pared de la historia algunos paradigmas. El autócrata Maduro refleja la dolorosa decadencia de la revolución bolivariana y a quien poco importa la voluntad popular. Basta examinarnos frente al espejo de Nicaragua y Venezuela para simplificar el diagnóstico y constatar el ocaso de algunos postulados y posiciones políticas de la izquierda tradicional en el continente.
Es innegable que las décadas de lucha y resistencia armada contra las dictaduras e injerencias norteamericanas en el hemisferio, debilitó nuestra preocupación por la democracia y los derechos políticos de la gente. La ruta de las armas fulminó la ruta de los votos. El poder estaba en “la punta del fusil”. Los derechos humanos y su defensa eran temas secundarios. Ya no digamos del olvido de los derechos de la naturaleza. De los de las mujeres ni hablar. La revolución avanzaba entonces entre los matorrales y la clandestinidad. Del mando vertical, el heroísmo de la militancia y la estricta disciplina organizativa. Casi todos los países del continente transitaron en algún momento por estos caminos.
Pero este ciclo se fue cerrando y las conspiraciones armadas se fueron apagando hasta extinguirse como el modelo privilegiado a seguir para hacer la revolución. Aun así, de entre los postulados de ese ciclo hay uno que perdura en las mentes de las elites de esa izquierda tradicional: Ahí donde se tome el poder o se capture el Gobierno, habrá que sostenerlo y mantenerse en éste al precio que sea. Poco o nada importa que la voluntad popular tenga algo que ver con ello.
En un momento relevante del fin de la Guerra Fría, Fidel Castro, me dijo en su oficina: —“Julio, seremos testigos de un acontecimiento histórico sin precedente. El del tránsito pacífico del socialismo al capitalismo”. El ciclo de la URSS y de los países del Pacto de Varsovia finalizó poco tiempo después. Fue entonces el desconcierto universal para la izquierda o parte de ella, los tiempos de los dogmas clausurados por la historia; de burocracias que terminaron por ser aborrecidas por sus pueblos, parecía el final, pero había que continuar y hubo que ajustarse ante un capitalismo más agresivo y a un nuevo ciclo lleno de incertidumbres.
Urge asimilar que las perspectivas deben inspirarse en el porvenir, no en el pasado, pero valorando los riesgos del presente. Los “amos del mundo” pretenden llevarnos al desastre definitivo. La competencia por la hegemonía global alimenta la confrontación en el planeta y está latente el riesgo del rearme nuclear. La crisis climática anuncia un porvenir catastrófico y no serán jamás los poderosos quienes cambiarán el curso de las cosas. Al decir de Chomsky, hoy se requiere de la conciencia informada de la gente para luchar por un mundo mejor.
Gramsci y Rosa Luxemburgo, entre otros, vieron hace mucho tiempo que la única hegemonía legítima es la que resulta de la consciencia consciente y la libre voluntad. Sin libertad y democracia no se puede construir una sociedad mejor. Sin la capacidad y derecho a disentir, solo queda la autocracia. Hoy, parte de la izquierda tradicional se niega a reconocer que estas premisas no son transables. Prefieren abrazar la tiranía que lleve formalmente sus sellos y apellidos, aunque desacrediten y entierren el futuro de la izquierda y el progreso.
Por duro que resulte para algunos, es necesario decir sin ambigüedades que no es posible que, frente a semejantes desafíos, nuestros países se desgasten, se desangren y se empantanen, en la defensa de castas atrasadas, dictatoriales y autoritarias. De proyectos de transformación que fueron y dejaron de serlo. No es posible ni aceptable que el futuro de Nicaragua o el de Venezuela tenga que estar subordinado a la permanencia en el poder de los Maduro y los Ortega-Murillo.
En el caso de Nicaragua es clarísimo que lo urgente y prioritario es terminar con la dictadura y restablecer para toda la sociedad las libertades políticas, superar las desigualdades y el atraso y abrir espacios para que la gente decida los rumbos del futuro. Estamos conscientes, como país, que nada peor que lo actual nos puede ocurrir. Desde luego que la derecha auténtica, la del gran capital y sus socios externos, esperan ansiosos la oportunidad de ejercer el dominio a plenitud, sin tener que compartirlo temerosa y en silencio, como lo hace hoy con los Ortega-Murillo. Pero ese peligro no representa ninguna novedad ni puede ser un freno.
Para la izquierda antidictatorial y antiorteguista de Nicaragua, urge acompañar a las nuevas generaciones y sus novedosas agendas y desafíos, abriendo espacios para que el pueblo luche y decida por sí mismo el rumbo a tomar. En Nicaragua como en Venezuela, nos guste o no, esta lucha hoy tiene un nombre: ¡Patria y libertad!