28 de septiembre 2015
El acuerdo alcanzado la semana pasada entre el gobierno colombiano y las FARC ha provocado reacciones encontradas tanto en la opinión pública colombiana como en la comunidad internacional. Los más optimistas apuntan a que se ha cruzado el Rubicón y que la marcha hacia la paz ya no tiene retorno. Los más pesimistas insisten en que el acuerdo esconde un exceso de impunidad inaceptable para los colombianos o la Corte Penal Internacional.
Entre los últimos, Álvaro Uribe y sus seguidores explican que las más terribles calamidades caerán sobre Colombia por su “entrega” a las FARC. De este modo, el castro-chavismo encarnado por la organización terrorista se vería ampliamente beneficiado por la práctica rendición de Juan Manuel Santos ante los herederos de “Tiro Fijo”. Para el uribismo la paz sólo sería admisible a partir de una derrota militar o la entrega de las armas y el castigo ejemplar contra quienes perpetraron delitos execrables de lesa humanidad.
Desde una perspectiva diferente, pero igualmente escéptica, encontramos a ciertas organizaciones que centran su análisis en la justicia transicional. Los conceptos de verdad, impunidad y castigo se convierten en los ejes de una difícil ecuación. ¿Cuánta verdad y cuánta impunidad son aceptables para que la paz prospere? ¿Cuánto castigo y de qué clase es recomendable? ¿Son evitables y cómo las penas de cárcel? ¿Quién las debe imponer?
Para el director de la División América de Human Rights Watch (HRW), José Miguel Vivanco, el acuerdo con las FARC “permitiría que los máximos responsables de los peores abusos puedan eximirse de pasar siquiera un solo día en prisión”, aunque reconoce que “contempla esfuerzos para promover la rendición de cuentas por las graves violaciones de derechos humanos cometidas durante el conflicto armado”. El mismo Vivanco había apuntado hace un año y medio atrás que personalmente estaba dispuesto a “apoyar que haya dosis significativas de impunidad para apoyar una solución al conflicto armado. El problema es hasta dónde se puede llegar sin violar compromisos jurídicos internacionales”.
Los optimistas, por su parte, parecen olvidar que las FARC no suelen comportarse como actores racionales. En una nota justificativa de porqué se habían sentado a negociar con Santos insistían en que nunca habían “estado tan lejos de una entrega o rendición como ahora”. De ahí que no sea descartable que en algún momento un atentado terrorista de gran magnitud haga saltar por los aires todo lo acordado, pese a que se haya puesto una fecha límite para cerrar el proceso.
También hay que tener presente que si bien el tema de la justicia era el más arduo de los incluidos en la agenda, hay otros con repercusiones futuras importantes, como la desmovilización y el desarme. Sus implicaciones políticas superan ampliamente las soluciones técnicas que los expertos militares puedan aportar. En definitiva, las FARC se juegan en la forma en que se desarmen, si lo hacen, el juicio absolutorio de la historia. A esto hay que agregar las “salvedades” formuladas por la guerrilla a los acuerdos alcanzados y que impiden su cierre definitivo.
Fernando Cepeda Ulloa se incluye igualmente entre los optimistas, aunque sin perder de vista la naturaleza de la negociación. En un sugestivo artículo titulado “Se destrabó”, concluye que “es importante que la ciudadanía entienda con claridad que las FARC han aceptado someterse a una Jurisdicción en la cual la verdad ofrece beneficios pero no impunidad”. Y esto sería así a partir de una compleja obra de ingeniería jurídica que estiraría al máximo lo tolerado por la justicia transicional y los acuerdos internacionales.
Quienes se oponen frontalmente a las negociaciones suelen ver la paz como una foto fija, como un momento a partir del cual todo permanece inmutable. Pero las cosas no suelen ser así. La dinámica de paz introduce a los actores, especialmente al más débil, en este caso las FARC, en una senda de la que es difícil salir aunque se enfrente a un dilatado período transitorio. Los compromisos internacionales asumidos, las confesiones realizadas, su creciente implicación en la vida política son todos elementos que incidirán de un modo directo en la cúpula de la organización y en los cuadros medios más directamente implicados en el proceso.
Si finalmente la paz echa a andar, el estado colombiano mantendrá su perfil y quienes tendrán que cambiar serán los jefes guerrilleros y sus seguidores. De ahí la debilidad del argumento de que las FARC conservarán su estructura armada cuando la paz sea definitiva. Otra cosa es que la organización se fracture entre negociadores y rupturistas. Un gran incentivo para estos últimos es el narcotráfico, si bien algunos sostienen que las FARC como colectivo seguirán controlando el negocio. Pero en el marco de la legalidad democrática en el que se comprometen a insertarse es difícil que esto ocurra. De ahí que la hipótesis de ruptura no sea del todo incierta.
Estamos en la buena senda y eso es positivo. De momento la recepción de la noticia ha sido mucho más notable fuera de Colombia que dentro. Pero eso siempre ha ocurrido en situaciones similares. Falta conocer en detalle el acuerdo alcanzado y poder comprobar que las garantías apuntadas para juzgar y castigar a los responsables de crímenes contra la humanidad son las suficientes y las estructuras creadas son acordes con la normativa internacional.
También queda pendiente de cerrar todo lo vinculado con la desmovilización y el desarme, los plazos del que se perfila como un largo proceso de transición, la incorporación de las FARC a la vida política y la celebración de un referendo para que la sociedad se exprese. Si se dan pasos significativos en esa dirección es bastante probable que Juan Manuel Santos pueda anunciar antes del 23 de marzo del año próximo que ha cumplido lo prometido.
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Publicado originalmente en Infolatam.