27 de julio 2018
Podrían torturar mi cuerpo, romperme los huesos,
Incluso matarme. Entonces tendrán mi cadáver,
pero no mi obediencia.
Mahatma Gandhi
Un grupo de personas asedia a un diputado orteguista en un supermercado; unas personas hacen lo mismo con el ministro del exterior en un aeropuerto; otros cantan el himno nacional en Metrocentro al conocer la condena del régimen en la OEA; y otros en una plaza llena de bares de improviso corean las consignas de la rebelión. Son demostraciones espontáneas enlazadas con la actitud de aquella muchacha valiente de Ticuantepe, la que se enfrentó en solitario a un grupo de antimotines en los primeros días de la protesta.
Algo ha cambiado en la actitud de los nicas en estos tres meses de lucha popular. Algo ha trastocado aquel comportamiento apático que el orteguismo había pretendido modelar con estadios virtuales de football, purísimas oficiales y chavalos anclados a sus celulares en las plazas de wifi abierto en los municipios. Cooptación clientelista o represión era la receta del régimen para que la gente no se metiera en política. Pero si “no meterse en nada” era la virtud cívica que se fomentaba para dejarle hacer lo que le viniera en gana, el orteguismo ha perdido la apuesta. La moral de “protestar en cualquier sitio y a todas horas” se ha instalado en todo el cuerpo de la sociedad.
El proceso complejo de construir la obediencia empieza, por supuesto, en el hogar, donde cada quien recibe el código de obedecer a la jerarquía que se encontró al nacer: padres, hermanos mayores, tíos, y abuelos. Sin embargo más tarde las otras instituciones de socialización, como la escuela y los medios de difusión, intervienen también en lo que se conoce como la conciencia individual. Algunos psicólogos opinan que ese es el momento en que se transita del acatamiento al cuestionamiento del orden doméstico. Ello explicaría las rebeldías tempranas frente a una autoridad que limita o contraviene lo que cada persona quiere para sí.
Pero la obediencia frente a las autoridades del Estado tiene otros fundamentos. En primer lugar en el origen de las autoridades, que según Weber puede ser tradicional, carismática o racional. En segundo lugar, se basa en el contrato social expresado por lo general en los textos constitucionales. En este contrato, las autoridades se comprometen a cumplir obligaciones y competencias, como la protección y el bienestar de los ciudadanos, y estos últimos a acatar las decisiones tomadas en su nombre. De este contrato obtienen su legitimidad institucional las autoridades, que adecúan sus comportamientos a los valores socialmente aceptados.
Este último eslabón de la obediencia se rompió el 19 de abril, cuando el régimen de Ortega violentó de manera pública y descarada el compromiso más elemental de cualquier Estado, como es el de proteger a la población y preservar el patrimonio de la violencia legítima. En su lugar, utilizó la fuerza policial para atacar a quienes protestaban y al mismo tiempo privatizó los instrumentos de la violencia en favor de los sicarios de la JS y más tarde de las bandas de paramilitares.
En los días siguientes, el uso irracional de la fuerza y el incremento de los asesinados, dejó más clara la ruptura del vínculo entre el comportamiento del gobernante y los valores de la ciudadanía. En el debate natural entre obedecer y rebelarse, en el fuero interno de muchos nicaragüenses se impuso lo segundo debido a la brecha cada vez más evidenteentre el mandato de unas autoridades solo interesadas en aplastar a sangre y fuego las protestas, y los valores de libertad y justicia que socialmente ya estaban arraigados aunque llevaran muchos años en estado latente.
El deber de no obedecer se volvió un imperativo hasta para el menos sospechoso de estar comprometido en la lucha. Cada día se veía a nuevos actores en las calles; el espíritu de los estudiantes y la rebeldía de Monimbó contagiaron a personas de apariencia neutra como los empleados de sucursales bancarias y de los hospitales, a trabajadores del sector comercio que salían a las aceras para apoyar las caravanas, y las amas de casa que nunca se habían movilizado. Todos empuñaron su bandera azul y blanco, se multiplicaron las iniciativas de la rebelión en cualquier parte del país y con la ayuda invaluable de las llamadas redes sociales el desafío a la tiranía se volvió uno solo, las consignas convergieron en una sola reivindicación, y finalmente se derrumbaron los últimos escombros de la auto represión que el orteguismo todopoderoso y omnipresente había construido durante once años.
Incapaz de interpretar lo que estaba ocurriendo, la tiranía siguió perdiendo los soportes de su legitimidad: el carisma entre los suyos (el aura de comandante heroico), la tradición (la figura del caudillo), y la racionalidad legal (las reformas constitucionales hijas del pacto con Alemán). La respuesta inhumana lo reveló en toda su crudeza como un dictador cruel y despiadado, ausente, sin el menor rasgo de humanismo que se le suponía. La consecuencia fue el rápido deterioro de su figura, una devaluación que sólo puede explicarse por la fortaleza que los ideales democráticos habían alcanzado en la opinión pública.
Tal vez tenga razón el tirano de que todo esto sea fruto de una gran conspiración, pero no de meses. La gran conspiración tal vez se deba al trabajo de muchos años (¿desde los años 90?) que las organizaciones de sociedad civil habían venido invirtiendo en cursos de formación que hicieron transversal la democracia al género, la agroecología, la salud reproductiva y un largo etcétera de actividades temáticas de tipo formativo. Tal vez ahora están fructificando todos aquellos esfuerzos de construcción de ciudadanía con todo tipo de sectores sociales, pero que nunca tuvieron un carácter clandestino para nadie.
Por las razones que sean, en su guerra planteada la dictadura ha perdido la obediencia del pueblo porque perdió las bases de su legitimidad. Podrá seguir reprimiendo, masacrando a la población con sus sicarios; podrá ocupar Monimbó, Diriamba, Jinotepe, San Pedro de Lóvago, Jinotega y donde se le antoje, pero dentro de cada casa, en cada espacio público, dentro de cada persona, la derrota de perder la obediencia de los oprimidos será irreversible.