9 de noviembre 2020
Más allá de lo que diga o haga Donald Trump, el presidente electo de los EE. UU ya tiene un nombre. Se llama Joe Biden. Para que deje de ser así, debería ocurrir un milagro o una monstruosidad. Como este artículo no se ocupa de lo uno ni de lo otro me referiré a las razones que explican el triunfo de Biden, al fracaso electoral del populismo trumpista (o trumpiano, da igual) y a las alternativas nacionales e internacionales que se abren con la posibilidad de un “nuevo comienzo” norteamericano.
Pero antes que nada hay que decirlo: El triunfo de Biden es explicable solo en parte por la personalidad y el programa de su candidatura. Incluso podría afirmarse que lo más decisivo no ha sido el triunfo de Biden sino la derrota de Trump.
¿Acaso no es lo mismo? No, no es lo mismo: quienes votaron por Trump votaron a favor de Trump. Una gran parte, quizás la mayoría de los norteamericanos que votó por Biden, no lo hizo en cambio por Biden sino en contra de Trump. El triunfo de Biden puede ser visto entonces como un triunfo en negativo. Eso quiere decir que las elecciones norteamericanas tuvieron también un carácter cuasi plebiscitario. Dicho en breve: los votos en contra de Trump pueden ser considerados como una rebelión electoral en contra de la persona de Trump. Este ha sido seguramente uno de los factores más decisivos de las elecciones de noviembre.
Trump compitió contra Trump y perdió. Compitió contra su prepotencia, su narcisismo, sus excesos, su lenguaje antipolítico, su desprecio por los más débiles, su fijación a la economía en desmedro de otros aspectos de la vida y tantos puntos que hacen de él un personaje fascinante para unos, despreciable para otros.
Fue la pandemia, dicen unos. Si la Covid-19 no hubiese extendido sus amenazas, Trump, con su logros económicos - entre ellos reducciones de impuestos (incluyendo a los propios), aumentos de salarios, la proliferación de oficios pasajeros - habría podido ganar fácilmente. Pensemos por un instante que ese argumento es cierto. ¿Cómo explicar entonces que esa misma pandemia haya llevado a Merkel – y a otros gobernantes – al primer lugar en las encuestas?
Merkel ha mostrado, así como Trump, su impotencia para rebajar la tasa de contagio. ¿Dónde reside la diferencia? En un hecho muy simple. A Merkel la vemos preocupada, incluso nerviosa por la extensión y duración de la pandemia. La vemos informándose e informando. Los ciudadanos la escuchan, y de algún modo sienten que su gobierno está con ellos, que no están solos.
El trumpismo vino para quedarse
¿Y Trump? Todo lo contrario.
Trump comenzó negando a la pandemia. Luego la minimizó. En contra de todas las prevenciones, expuso a su gente a contagiarse en lugares cerrados. Luego, cuando no podía ocultarla, intentó presentarse como campeón en la lucha en contra de la Covid-19, prometiendo vacunas y remedios milagrosos, burlándose de los científicos que aconsejaban mayor prudencia. Alcanzado el mismo por el virus, no vaciló en utilizarlo como medio de promoción, exhibiendo su salud privilegiada, presentándose como el héroe que derrotó a la Covid-19 en su propio cuerpo.
Incluso admiradores de Trump comenzaron a comprender que estaban frente a un presidente a quien importaba un carajo la salud de sus ciudadanos, una combinación perversa entre el narcisismo más agudo y el exhibicionismo más obsceno. No fue por tanto Covid-19, ni la mala administración de la pandemia la razón que llevó a muchos estadounidenses a dar la espalda a Trump. Fue, antes que nada, el espectáculo de la indolencia de un presidente ensimismado en sus objetivos y deseos.
Hemos escuchado decir que la pandemia ha mostrado a Trump como lo que es: un populista. Opinión posible de aceptar pero con ciertas precauciones.
El populismo es política de masas en una sociedad de masas. Y las elecciones están orientadas hacia los deseos, intereses e ideales de las grandes masas. Por eso, en tiempos electorales, casi todos los candidatos son populistas. No obstante, la política también reconoce periodos no signados por la participación de masas. Frente a grandes peligros como guerras, catástrofes naturales, epidemias, los gobernantes no suelen ni deben comportarse como populistas. Pues bien, Trump lo hizo. Trump es un populista total.
Peor todavía: Trump no solo es el candidato de un partido, además es líder de un movimiento formado alrededor suyo, un movimiento que trasciende a su partido. Como sus antecesores sudamericanos, Perón o Chávez, el líder populista que es Trump intentó gobernar por sobre las leyes y las instituciones de su país. Incluso, a punto de perder, no vaciló en desprestigiar a los tribunales electorales, alegando fraudes, conspiraciones y delitos, movilizando a turbas armadas, rompiendo tabúes que ningún presidente norteamericano se había atrevido siquiera a tocar: el de la integridad de las instituciones de los EE.UU.
El daño que ha hecho Trump a su nación es inmenso. Ha roto el nexo que vincula a la ciudadanía con la Constitución y con ello, deteriorado la confianza en las instituciones del país.
Restaurar la confianza en las instituciones será la primera tarea que deberá emprender la administración Biden. Tarea imposible, piensa el eminente sociólogo Richard Sennett en su fulminante artículo titulado La Base (El País 28.10.2020). Cuando un tabú ha sido roto es imposible restaurarlo.
Por otra parte – y eso es más peligroso todavía – el trumpismo, si no como gobierno, como movimiento, vino para quedarse. Y como movimiento puede ser aún más agresivo que como gobierno, aduce el mismo Sennett. Lo cierto es que los EE. UU. después de Trump no solo constituirán una nación políticamente dividida – lo que es normal – sino una nación polarizada en dos bloques irreconciliables. Dos países en uno. La única posibilidad de enfrentar esa situación puede llegar a ser, tarde o temprano, la formación de un frente democrático que incluya a republicanos no dispuestos a doblegarse ante el populismo y la demagogia del trumpismo.
Biden y América Latina
Que Trump sea saludado por el neo-facismo europeo como un líder mundial es un estigma para los EE.UU. La administración Biden deberá devolver a los EE.UU. al lugar donde históricamente pertenece: al de la comunidad de las naciones democráticas del mundo.
La reconsolidación de la alianza con las democracias europeas que deberá llevar a cabo el gobierno Biden, pasa también por una reformulación de las relaciones entre EE.UU. y América Latina.
Nadie exige en estos momentos una nueva doctrina como la de Monroe o como la tristemente recordada “doctrina de seguridad nacional”. Los aciagos tiempos de la Guerra Fría ya están atrás. Pero sí se trata de incentivar alianzas con las fuerzas democráticas de América Latina, amenazadas desde siempre por movimientos y líderes extremistas que se dicen de izquierda o de derecha.
Como en todas las relaciones internacionales, Trump ha sustituido las vías políticas por las puramente económicas. Ni siquiera hacia Cuba ha tenido Trump una estrategia coherente. Sus acciones frente a la dictadura de la isla o han sido disfuncionales (bloqueos, sanciones artificiales) o han establecido una relación de complicidad con las empresas norteamericanas que actúan en la economía cubana, sobre todo en la turística. Y en Nicaragua, mientras la dictadura mantenga buenas relaciones comerciales con los EE.UU., Ortega sabe que puede respirar tranquilo.
Con respecto a Venezuela, un país simbólico sufriendo bajo uno de los regímenes más anti-democráticos del mundo, Trump ha dado una lección de como no se deben hacer las cosas en la política internacional. Por de pronto, se apoderó, incluso financieramente, de la oposición de ese país, hasta el punto de desraizar y desnacionalizar a su política. Enseguida, con la complicidad de los sectores más extremistas de esa oposición, ha retrocedido hacia los años veinte y treinta del siglo XX, llevando a cabo acciones operativas, confiados en que los problemas de un país tropical solo se solucionan comprando generales, corrompiendo políticos, o embarcándose en conspiraciones, tal como lo mostrara Mario Vargas Llosa en su política novela Tiempos Recios.
En manos de Trump, la que fuera la oposición más grande y democrática de America Latina, ha sido desviada de su línea democrática, electoral, pacífica y constitucional, para convertirse bajo la presidencia de un político de invernadero, como es Guaidó, en un remedo de lo que una vez fue.
Biden estará obligado a abandonar la línea aventurera en la que embarcó Trump a Venezuela a la que junto con Cuba solo supo utilizar para ganar más votos en Florida. El problema es que bajo el amparo norteamericano, ha tomado forma - sobre todo entre venezolanos y cubanos en el exilio - una suerte de trumpismo aún más agresivo que el original. ¿Serán los Bukeles y los Bolsonaros los sucesores de los Maduros y de los Castros en América Latina? Algunos indicios parecen indicar que así puede ser.
El gobierno de Biden se verá obligado a reconsiderar los vínculos con América Latina. Las democracias de sus países son muy frágiles. Pero eso será posible si los EE.UU. no actúan solos y por su cuenta. En un mundo global, las relaciones internacionales también deben ser globales. Las fuerzas democráticas de América Latina necesitan de un apoyo internacional más amplio que aquel que se deduce de un solo gobierno, aunque ese sea el de los EE. UU.
Gracias al triunfo de Biden, en los EE.UU. serán abiertas las posibilidades para un nuevo comienzo. Solo el tiempo dirá si el periodo de Trump fue un episodio descarrilado de la historia o el origen de una noche sombría extendida sobre el mundo democrático.
Por ahora lo importante es lo siguiente: el pueblo de los Estados Unidos decidió. Y decidió bien.
*Fragmento del texto publicado en el Blog Polis: “El pueblo de Estados Unidos decidió”